En el mismo lugar donde los vikingos se encontraron con el mar Negro tras descender por el río Dniéper, hoy hay un soldado ucraniano con un distintivo del Ragnarök (apocalipsis vikingo) en su uniforme. Su labor es evitar la entrada de ciudadanos prorrusos a la ciudad portuaria de Jersón , aunque ahora le ha tocado hacer frente a otro tipo de amenaza: la aparición de un periodista extranjero subido a una furgoneta de pasajeros que aquí se conoce como marshrutka. Los soldados y policías de este puesto de control indican a los periodistas que no pueden entrar a la ciudad: “Se necesita un permiso especial de Dmytro, el oficial de prensa. Se le puede localizar en este número de teléfono. Las acreditaciones que dan las Fuerzas Armadas son correctas, pero aquí no sirven. Le llevaremos de vuelta en un coche de policía a Mykolaiv, la ciudad más cercana. Allí podrá verle y pedirle que le autorice la entrada”.
Unas horas más tarde, y ya con la noche acuestas, el tal Dmytro sugiere una cita en una calle de Mykolaiv. El hombre, corpulento, muy pálido y vestido totalmente de negro, confirma lo que los policías y el soldado del Ragnarök habían dicho: para trabajar en esa zona hace falta un permiso especial, pero no suyo, sino del Comando Sur. Y como prueba irrefutable de lo que dice, muestra algo tan solemne como es un post que alguien puso hace año y medio en Facebook. Arreglado lo que había que arreglar, esto es, la contratación de un vehículo y de un intérprete de su confianza, el permiso especial se pone en marcha para entrar en Jersón a la mañana siguiente. El coche contratado lleva los distintivos del III Batallón de Asalto, la organización fundada por los veteranos del celebérrimo Batallón Azov . No obstante, de su interior no desciende ningún soldado, sino una mujer menuda, vestida de civil y desarmada. “Lo del coche es sólo el préstamo de un amigo”, aclara la intérprete, al tiempo que toma el volante y Dmytro, el oficial de prensa, se monta junto a ella.
Cartel de la III División de Asalto, compuesta por veteranos del Batallón Azov. UNAI ARANZADI
Jersón (290.000 habitantes antes de la guerra) es la única capital provincial que las fuerzas rusas consiguieron ocupar en los primerísimos días de la invasión iniciada el 24 de febrero de 2022. Sin embargo, y pese a haberla anexionado al territorio de la Federación Rusa el 30 de septiembre de ese mismo año, las tropas del Kremlin tuvieron que abandonarla mes y medio después . El exitoso contragolpe de las fuerzas ucranianas les hizo buscar refugio en la otra orilla del Dniéper. Tras mucho insistir, Dmytro acepta mostrar ese lugar junto a Tatiana, que es como se llama la intérprete. “Ahora vamos a acercarnos poco a poco a la primera línea de fuego”, advierte Tatiana con rostro serio. “Desde esta orilla de la ciudad se ve perfectamente el otro lado, donde comienzan las posiciones rusas. Aquí el frente de guerra está en la propia ciudad. Sólo nos separa el río”, asegura el oficial de prensa. Llegado un punto, no se ve a nadie, ni siquiera soldados, y la destrucción se hace palpable. Tatiana reduce la marcha y el coche baja lentamente por la avenida Nezalezhnosti, una maniobra que lo deja totalmente expuesto y de cara a las edificaciones que se divisan en la otra orilla. “Vamos a parar en la primera línea cinco minutos –ordena el oficial de prensa–. Saca imágenes y nos vamos rápido. Esta guerra no se parece a ninguna otra. Aquí hay drones que ya nos están viendo, y otros peores, que son los kamikazes. Se lanzan contra tu vehículo y estallan”. Estén onservándonos o no, afortunadamente sólo se escucha el sonido distante de algunas deflagraciones. “Esas explosiones no vienen hacia aquí, son de más al norte”, asegura Dmytro.
Donde sí ha caído algo es en un edificio de cuatro plantas que ha sido bombardeado unas horas antes. Tatiana y Dmytro acceden a mostrarlo para dar fe de una realidad inapelable: la población de Jersón sufre bombardeos prácticamente todos los días. Al llegar al lugar del impacto, ya están los bomberos removiendo escombros, así como los equipos especializados en reparar ventanas. Dicen que en año y medio, estos operarios han reparado más de mil puertas, galerías y ventanas. Sin embargo, más allá de los cuantiosos daños materiales, no hay que lamentar víctimas. De improviso, se distingue a un hombre descendiendo del último piso con una gran bolsa de plástico. Es Vitaly, el propietario de uno de los apartamentos. Lamiéndose unos cortes que le hacen sangrar la mano derecha, explica el motivo de su atrevimiento. “No he tenido más remedio que subir para salvar algunas pertenencias. Por suerte, en el edificio no vivía nadie. La mayor parte de los habitantes de Jersón no han regresado a pesar de la liberación. Hay bombas todos los días. Es muy peligroso, sobre todo el centro de la ciudad, que es lo que está más cerca del río”.
Primera línea de fuego contra las fuerzas rusas establecidas en la otra orilla del río Dniéper. UNAI ARANZADI
A esa otra orilla del río es a donde quiso ir el presidente ruso, Vladimir Putin , en abril del año pasado. Según Vitaly, fue “a la región de Jersón porque le dolió mucho perder el control de esta capital después de haberla conquistado”. Jersón, como todas las grandes ciudades ucranianas que dan al mar Negro (Odesa, Mikolaiv o Sebastopol son otros buenos ejemplos) guarda en sí el pecado original de ser una ciudad de origen ruso. Fundadas por Catalina la Grande en ese paso estratégico que supuso la creación de una poderosa flota naval, estas nuevas urbes atrajeron a gentes de todos los rincones del Imperio ruso. Por eso aquí la lengua rusa, así como el voto a partidos amistosos con Rusia, haya sido lo más natural durante los años de independencia ucraniana. Aun así, y a pesar de su histórica hermandad con todo lo ruso , la población de la ciudad votó a favor de la independencia en el referéndum de 1991, una vez disuelta la Unión Soviética. Y lo hizo con ganas: el 90% de la población local voto sí a una Ucrania independiente.
Ese dato, en cualquier caso, no impedía que siguieran existiendo grandes simpatías por Rusia, aunque la toma de la ciudad manu militari en marzo de 2022 no ha hecho más que inclinar la balanza aún más hacia Occidente. Para Aslan, un vendedor de joyas azerbaiyano que tiene su negocio parapetado tras una montaña de sacos terreros, las cosas han cambiado: “Antes me daba igual lo ruso o lo ucraniano, pero desde la ocupación prefiero el lado ucraniano porque me maltrataron, y aunque creo que no van a volver, prefiero no hablar demasiado”.
Entre dos aguas
La frase “aunque creo que no van a volver” delata una cierta duda y explica la inquietud de los checkpoints que controlan las entradas y salidas de la ciudad. También la vigilancia continua de oficiales de prensa como Dmytro o las reticencias de la propia población local, que evita dejarse fotografiar o dar el apellido cuando habla con un periodista. El aire guerracivilista, entre vecinos, es algo que incomoda sumamente a la narrativa de Kiev y sus aliados . A su modo, lo explica Clarisa, la taquillera del Teatro Regional de Música y Drama de Jersón. Dice que tanto con los rusos como con los ucranianos, ella no ha dejado de trabajar ni un día, y que durante la ocupación hubo funciones, espectáculos, y no faltó público ni artistas para mantener el teatro activo. Y para que no queden dudas, muestra en su teléfono varias fotografías de ucranianos notables que se fueron con los rusos, entre ellas la de la exdirectora del coro, Ruzhena Rubleva, quien actualmente representa a la provincia de Jersón en el Gramófono de Oro, un importante festival de la canción celebrado en San Petersburgo. Si regresa tendrá que enfrentar una condena de 12 años por traición. Como ella, hay cientos de vecinos en busca y captura. Desde policías a exdiputados de la Rada Suprema o artistas.
Así las cosas, la tendencia a un relato en blanco y negro alimentado por las partes enfrentadas ha obviado episodios de enorme interés informativo que en Jersón se conocen bien. Uno de ellos es el paso de una zona a otra que pudieron llevar a cabo los civiles que no quisieron seguir allí tras la llegada de las tropas rusas. La propia intérprete, Tatiana, vivió en carne propia esa experiencia: “La carretera de paso estaba al norte de la provincia de Jersón, en un pueblo de Zaporiyia llamado Vasylivka. El paso estuvo abierto entre marzo y septiembre de 2022. Yo crucé el 2 de agosto con mi hijo. Había centenares de coches haciendo cola. Tenías que esperar días y días, y dormir directamente en la cuneta. La gente local nos dio cobijo para descansar por muy poco dinero. Hacía calor. Los rusos te registraban 30 veces. Todo el mundo podía pasar, incluidos los hombres, pero si de pronto no les gustabas te podían decir que no. También cruzaba gente del lado ucraniano hacia el ruso . Fue muy duro. Revisaban toda la información que llevabas encima. A un hombre le confiscaron un j eep . Pasé miedo, pero me dejaron cruzar con mi propio coche y pertenencias”.
La provisionalidad de las cosas en esta guerra es algo que en esta ciudad tienen tan presente como la idea de que lo que hoy se tiene por imposible, mañana puede ser un hecho. Sin ir más lejos, Jersón fue durante años la sede provisional de la administración ucraniana de Crimea tras quedar ésta anexionada a la Federación Rusa. “Antes de 2022 nadie esperaba que la ciudad corriese la misma suerte que Crimea y ahora mire al cielo –dice Luba, una mujer que vivió en España–. Ya no tenemos ni gaviotas. Se han ido por el estrés de las bombas”. Lo que sí abundan son los perros, que van en bandadas a la búsqueda de algo que llevarse a la boca. Personas hay, pero muy pocas, y casi ninguna vive en el centro.
Entrada de una oficina de correos en Jersón. UNAI ARANZADI
Al solicitar a Dmytro permiso para visitar algunas instituciones civiles, todo son negativas por respuesta. Hasta temas tan favorables a la narrativa de Kiev como son la visita a un hospital infantil o un museo saqueado por las fuerzas rusas produce desconfianza y la exigencia de un nuevo permiso complementario. “Te acompañamos por tu propia seguridad –se excusa–. Hace unas semanas los rusos mataron a dos voluntarios franceses, y un poco antes, un francotirador emboscó a dos periodistas, un italiano y un ucraniano que murió en el acto”, afirma Dmytro, sin tener en cuenta que ninguno de estos episodios sucedieron en el centro urbano donde está el hospital o el museo. Preguntado por la posibilidad de dormir en un hotel, dice que no es conveniente, que lo más seguro es hacer lo que todos, entrar y salir en el mismo día. Es más, asegura que los rusos tienen especial fijación con los hoteles. Y aunque razón no le falta, olvida mencionar el caso del Hotel Play, bombardeado por las fuerzas ucranianas con la excusa de liquidar a un colaborador de las fuerzas ocupantes que se encontraba dentro.
Militar, moral y propagandísticamente, Jersón es quizás el caso más claro de éxito ucraniano en todo lo que llevamos de guerra. La ciudad refuerza la idea de que es posible reconquistar otras plazas importantes. Pero no deja de ser una gesta onerosa, pues su potencial está muy mermado por la presencia inmediata de unas fuerzas rusas que la condicionan casi por completo desde la otra orilla del Dniéper. Esto se nota particularmente al llegar la noche. Desde uno de los dos únicos hoteles que, aun sin un solo cliente permanecen abiertos, se escucha la siniestra sinfonía de las bombas que caen aquí o allá en una siniestra lotería a ciegas. Se escucha igualmente fuego de salida hacia lo que aquí se conoce como el lado “temporalmente ocupado”.
Ya de mañana, y por fin sin la presencia del oficial de prensa y la intérprete, todo conato de hacer periodismo sin la tutela de Dmytro y Tatiana al volante del coche con los distintivos de la III Brigada de Asalto, resulta infructuosa, so pena de ser expulsado. Así las cosas, no queda más que marcharse con la convicción del martirio que viven los civiles de Jersón, y la duda sobre si es posible llamar periodismo a eso de ver sólo aquello que los militares quieren mostrar a la prensa extranjera.