Si echamos la vista atrás para analizar la democracia española, podremos convenir que el conflicto territorial es uno de los temas que ha marcado la política de la post-Transición en España. También coincidiremos en que, a raíz de la sentencia del Tribunal Constitucional rechazando al Estatuto de Autonomía de Catalunya elaborado por el Gobierno tripartito en 2006, se desencadenó un proceso de confrontación creciente entre las fuerzas nacionalistas catalanas y las fuerzas nacionalistas españolas. La escalada de tensiones, también conocida como procés, derivó en una crisis constitucional abierta que tensó al máximo las costuras del régimen del 78.
Es evidente, asimismo, que la respuesta dada por el Estado a las acciones de los líderes independentistas por tratar de llevar adelante referéndums no vinculantes, o realizar falsas declaraciones de independencia, no ha solucionado la insatisfacción subyacente de buena parte de la sociedad catalana en su relación con el Estado español. No sabemos en qué porcentaje, porque nunca se ha permitido una consulta legal que mida, con efectividad, cuántos catalanes y catalanas quieren independizarse del Estado y cuántos quieren permanecer en él y de qué manera. Lo cierto es que la judicialización y la persecución penal al independentismo no han conseguido calmar los ánimos ni parece la mejor estrategia para reducir la división de la sociedad en Catalunya, sino todo lo contrario. Y, no menos importante, tampoco ha ayudado a afrontar el debate sobre el difícil encaje de los nacionalismos periféricos en el orden institucional español, un debate que se arrastra desde principios del siglo XX.
Por tanto, las negociaciones entre el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) de Pedro Sánchez con el expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont, en Bélgica, y el anuncio de un acuerdo entre el PSOE y Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) para avanzar en una Ley de Amnistía, deberían ser motivo de celebración para cualquier ciudadano que haya entendido que la solución a enquistados temas de naturaleza política no pasa por la esfera de la represión, sea esta policial o jurídica. Y que la recuperación de la plena normalidad política en Catalunya ahora mismo pasa, en primer lugar, por una amnistía que, a diferencia de lo que se afirma mayoritariamente, sí tiene cabida en el ordenamiento jurídico español.
Sin embargo, hay una parte de la España obtusa e intransigente que ve con recelo, cuando no rechaza abiertamente, la posibilidad de la amnistía e, incluso, la idea misma de negociar con el independentismo. Son los mismos que imponen cuáles son las líneas rojas del Estado porque, de hecho, siguen pensando que el Estado que heredaron del franquismo es suyo y debe seguir rigiéndose por acuerdos de élites fraguados hace décadas bajo la sombra de amenaza de las fuerzas de la dictadura. Resulta por lo demás sorprendente, por no decir paradójico, que fuera de Catalunya se trate de equiparar el irrespeto a la legalidad existente de parte del independentismo con su supuesta falta de legitimidad cuando, precisamente, el conflicto catalán surge de la crisis de legitimidad del orden constitucional español en Catalunya y más allá.
De hecho, uno de los problemas del sistema político español es la falta de reconocimiento de la legitimidad democrática de los actores políticos que no acatan acríticamente los consensos establecidos durante la Transición. Así, independentistas vascos, catalanes o, también, partidos con un discurso levemente rupturista, como Podemos, son convertidos en anatema por obra de los poderes fácticos y los medios de comunicación a su disposición. Con ello no sólo se demoniza a determinados partidos o ideas. El problema es que directamente se coloca a los ciudadanos que comparten esas ideas en una posición externa al sistema, a veces incluso al borde de la ilegalidad. La gravedad de que quienes otorgan legitimidad a otros puedan colocarlos, a su vez, en una posición de ilegalidad, es parte de los problemas que arrastramos.
Los orígenes de nuestro régimen político han determinado la obstrucción de ciertos debates que, a estas alturas, parecen impostergables. Quizás sea hora de reconocer que la “indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, como reza el artículo 2 de la Constitución, es una premisa que ha dejado de concitar consensos. Aunque las fuerzas conservadoras, presentes tanto en los dos grandes partidos políticos del sistema, PP y PSOE, como en otros actores institucionales, no quieran oír hablar de reformas constitucionales, lo cierto es que el orden constitucional emanado de un momento político post-dictadura no parece preparado para enfrentar una realidad política bastante distinta.
Las nuevas geometrías parlamentarias son reflejo de un cambio social que, entre otras cosas, otorga mayor representación a unas fuerzas nacionalistas periféricas que, a diferencia de otros momentos anteriores, impugnan los consensos del statu quo, sea en su forma territorial, en el plano económico o en ambos. Esta realidad empuja a que España deba afrontar el debate sobre su futuro territorial con instrumentos políticos, no judiciales ni penales. Negarse a hacerlo significa ignorar la voluntad de una parte del pueblo soberano, obturar toda posibilidad de transformación y, sobre todo, de adaptación del sistema a la realidad de una correlación de fuerzas muy distante, y distinta, de la que dio lugar a los pactos de una élite que debería reconocer que su orden institucional y constitucional ya no representa al conjunto de ciudadanos del Estado. Mientras esto no se haga, el rey Felipe VI podrá realizar todos los discursos que quiera afirmando que “la Constitución española es de todos y para todos” pero esto sólo será una frase vacía, como el conflicto catalán ha puesto en evidencia.
Sería un grave error que el conjunto de las fuerzas políticas del régimen español, que se fundó en un gran proceso de amnistía y amnesia colectiva sobre crímenes de sangre de una dictadura –crímenes que, por cierto, son imprescriptibles y no amnistiables según la legislación internacional– no acepte amnistiar a quienes, por lo demás, no tienen las manos manchadas de sangre. El delito de impugnar la legalidad de un orden institucional español que, con su inflexibilidad, perdió la legitimidad entre un sector del pueblo catalán, no debería nunca merecer mayor dureza que la que se aplicó a quienes cometieron crímenes de lesa humanidad en nombre de la salvación de la patria española.