Inicia un nuevo curso académico en la Universidad y se empiezan a ver los resultados de la aplicación de la Ley Orgánica de Universidades (LOSU) que entró en vigor en marzo pasado. Como ya apuntábamos hace meses, la LOSU no parecía tener capacidad para solucionar los graves problemas estructurales en los que se encuentra la Universidad española. Lo que no podíamos todavía atisbar es que la nueva ley iba, incluso, a empeorar la situación de precariedad laboral del profesorado que, supuestamente, venía a resolver. Quizás lo más sorprendente es que este desaguisado se haya producido con una ley promovida por un Gobierno de izquierdas que presume de legislar con una lógica social.
En este año, considerado de transición hasta la aplicación definitiva de la LOSU, las universidades, utilizando cada una de ellas un criterio distinto y amparándose en la ley, han decidido comenzar a extinguir la figura del profesor asociado reduciendo las plazas existentes de este perfil laboral que fue creado para abaratar costes en tiempos de crisis. Se trataría de una buena noticia si no fuera porque la solución que han encontrado no ha sido fomentar la estabilización masiva de los asociados, abriendo un número considerable de concursos de plazas de lector o agregado para la incorporación a las plantillas de los departamentos de todos aquellos falsos asociados que ahora hacen carrera académica teniendo que estar pluriempleados para llegar a fin de mes y justificar su contratación. No. Lo que ha sucedido es de un nivel de surrealismo que incluso sorprende a quienes conocemos las dinámicas internas de la Universidad española y la lógica del neoliberalismo: la precarización de la precariedad en nombre de la lucha contra ella.
En aras de acabar con la inestabilidad y la temporalidad de la figura del profesorado asociado, se ha decidido la creación de la figura del profesor sustituto, es decir, un tipo de contratación que no soluciona la situación, sino que la agrava. Así, muchos de los profesores que han sido despedidos como profesores asociados porque sus plazas ya no podían continuar en este año de transición, se han encontrado con la paradoja de ser invitados a dar las mismas clases como profesores sustitutos.
¿Qué es un profesor sustituto? Se trata de un profesional que, después de superar un concurso de selección, integra una bolsa de profesores en reserva, que debe estar disponible para cubrir las diferentes vacantes que surjan a lo largo del curso académico, bien por bajas del profesorado titular o por su reducción de horas docentes, con disponibilidad para asumir contratos por meses u horas. Un sistema parecido a las bolsas de interinos que existen en la enseñanza media, pero sin reglas claras sobre su funcionamiento. De hecho, los primeros profesores sustitutos de este curso escolar se han encontrado ante la situación de aceptar la asignación de plazas, so pena de ser sacados de las listas si no lo hacían, sin saber siquiera por cuántas horas a la semana iban a ser contratados ni con qué salario. Incluso, algunos han comenzado el curso sin contrato, algo que es a todas luces ilegal.
Las universidades son conscientes de las dificultades de encontrar profesionales altamente preparados, con trabajos fuera de la academia, que estén disponibles y dispuestos a trabajar puntualmente por meses. En reuniones previas a la introducción de la figura del sustituto, algunas autoridades reconocían en privado que no era descartable que jóvenes recién graduados pudieran asumir esas tareas. Por supuesto, esto supone para los jóvenes estudiantes una oportunidad para ganar dinero y experiencia en sus primeros pasos laborales en el plano académico. En una realidad donde las oportunidades son pocas para que los graduados universitarios puedan trabajar en empleos relacionados con su formación, ésta es, sin duda, una opción positiva para aquellos que se pueden permitir trabajar en semejantes condiciones. La pregunta es si también lo es para el conjunto del sistema universitario.
La explotación como oportunidad
Llegamos, pues, a la explotación como oportunidad, el colmo del capitalismo, pero que en ámbitos profesionales de prestigio social, como el profesorado universitario, opera como chantaje efectivo para abaratar costes. Por eso las universidades pueden incluso establecer figuras de colaboración, a veces honorarias, es decir, sin retribución, que les garantizan cubrir huecos docentes a coste cero. En este contexto, siempre hay gente dispuesta a hacer currículum, incluso sin ser pagada. Esto puede sorprender a personas de otros sectores laborales, o a quienes tienen la mala costumbre de trabajar a cambio de un salario, pero si se considera que en el mundo universitario hay académicos que pagan por publicar en determinadas revistas de prestigio, se puede entender todo.
Ha pasado poco tiempo de este primer año de aplicación de la LOSU, pero lo poco que se constata hasta la fecha es que el supuesto espíritu de la ley, acabar con la precariedad e inestabilidad laboral presente reduciendo la sobredimensión del profesorado asociado –que es casi el 60% de las plantillas universitarias– ha sido olvidado con una velocidad pasmosa. La explicación por parte de las autoridades académicas es siempre la misma: apuntar a las autoridades políticas y quejarse de la falta de financiación para crear más plazas estables en la Universidad. Una situación nada nueva pero que nos recuerda cómo no sirve legislar para cambiar las lógicas de depredación del mercado que han sido introducidas para gestionar la Universidad pública si no se dota de recursos para llevar a la práctica estas transformaciones y, sobre todo, si no se cambia la mentalidad de quienes ya las tienen introyectadas tras años de gestión académica neoliberal, en los que la competitividad se ha agudizado.
El problema en la Universidad, pues, no viene sólo de la LOSU sino también de elecciones concretas de quienes pueden decidir cómo implementarla y las disputas provocadas por los distintos criterios entre estos actores. En muchos departamentos se está viendo que la prioridad no pasa por la estabilización de los profesores asociados, a pesar de que lleven lustros o décadas haciendo el mismo trabajo por un tercio del salario de un titular, sino por usar las plazas que se abren al calor de la LOSU para incorporar a otros perfiles distintos a los de los profesores asociados, a los que se considera menos aptos por, supuestamente, no tener trayectoria investigadora.
Recordemos que la Universidad es una institución altamente jerarquizada y algunos de los que tienen en sus manos la entrada de otros colegas a su mismo espacio de trabajo en ocasiones prefieren incorporar a las plantillas a investigadores postdoctorales que trabajan en sus mismos proyectos, no sólo por cuestiones de afinidad personal o profesional sino de reforzamiento de su propia posición en los departamentos. Es lógico, como en la sabana, cuando los recursos son escasos, los más fuertes se imponen y los animales más débiles deben esperar a que los grandes hayan comido para rebañar los restos.
Esta metáfora puede parecer despiadada pero no deja de ser una realidad gráfica del funcionamiento de una institución que, aunque nació para la búsqueda y difusión del conocimiento, ha acabado convirtiéndose en un espacio más de reproducción de la competencia neoliberal por culpa de décadas de políticas de austeridad. Las universidades hoy son lugares altamente individualistas donde todo el mundo trata de sobrevivir, y establecer lazos de cooperación y solidaridad es difícil. Sólo así se entiende el silencio atronador que la mayoría del profesorado estable guarda sobre este tema. No ser consciente de que las lógicas de abaratamiento, precarización y vaciamiento crítico de la Universidad acaban afectando al final a todos los profesionales –y también al alumnado–, y no movilizarse por impedirlo, es un grave error que todos los trabajadores académicos pagaremos, pero también, por desgracia, la sociedad.