Recordaba recientemente Joan Santacana, en un artículo en El Cuaderno, la evolución descendente del conocimiento bíblico de sus alumnos a lo largo de los años, que él había ido apreciando a través de sus preguntas, en clases sobre las artes visuales renacentista o barroca. Si, al principio de su carrera, estas hacían referencia a arcanos teológicos, ajenos a una cultura popular cristiana que sí se conocía bien, después fueron dando paso a la extrañeza ante los mismos relatos y personajes centrales del imaginario católico: llegó a tener que explicar Santacana quiénes eran Jesucristo o la Virgen María a estudiantes totalmente secularizados, criados en un entorno del que aquellas figuras no formaban ya parte. El cristianismo era para ellos una mitología más entre otras, al nivel de la grecorromana o la nórdica. El repertorio bíblico se ha esfumado incluso del habla popular; de ese refranero con que nuestros abuelos todavía alababan la paciencia de alguien equiparándola a la del santo Job, o se acordaban de la Magdalena a la vista de una llantina copiosa.
Desde posiciones ateas, esto no representa ninguna tragedia, salvo en lo que tiene de indicio de la crisis general de las humanidades. Pero es interesante, para entender en qué mundo vive uno, atender a sus ramificaciones; a de qué maneras llena el Occidente del siglo XXI esa laguna vaciada. Alguien dijo que los seres humanos necesitamos mitos para pensar tanto como piernas para caminar. En la historia, la muerte, el retraimiento de una mitología da siempre lugar al nacimiento de otras. Ramón González Férriz diserta en otro artículo sobre la especie de mitologías de sustitución que han pasado a ser obras de ficción como El Señor de los Anillos o La guerra de las galaxias, de las que se explica así (junto con otras consideraciones de orden materialista: asegurar la inversión pagando algo que, bueno o malo, sabemos que se va a consumir en masa) que la industria audiovisual vuelva sobre ellas una y otra vez en lugar de crear fantasías nuevas. La nuestra –escribe Férriz–
«no es exactamente una época post-religiosa, pero sí una en la que los relatos sobre nuestros orígenes que aparecen en la Biblia o en otros libros religiosos parecen obras de ficción, narraciones míticas que poca gente cree de manera literal, aunque por supuesto mucha gente siga siendo religiosa y creyente. Quizá todas estas series que nos repiten una y otra vez historias morales y violentas, fantásticas y literalmente increíbles, están cumpliendo la función que los relatos religiosos en parte han dejado de tener. Son, simplemente, nuestra mitología, los relatos que no nos cansamos de ver y conocer en infinitas variaciones, como antes se veían a lo largo de la vida innumerables representaciones del Nacimiento, la Pasión o la Resurrección. Son nuestros mitos: pop, sin pretensiones religiosas, un poco tecnocráticos. Pero los nuestros».
Son nuestros mitos y, por ello, a veces se reacciona a ciertas revisiones creativas de los mismos con la ira del devoto que protege un texto sagrado de la blasfemia. Cuando hoy se clama, a la vista de la serie Los anillos de poder, que no había elfos negros en Lothlórien, esa furia vibra en la misma frecuencia que la de aquellos guerrilleros de Cristo Rey que, en los años setenta, atentaban contra las proyecciones de Jesucristo Superstar. Se había —bramaban— insultado a su Dios, y este debía ser defendido, a golpes si fuera preciso, por más que otros cristianos no lo percibieran así. En realidad, no combatían por Cristo y su reinado, sino por el suyo propio. Todo el mundo puebla los cielos de dioses que se le parecen.
Hoy también hay tolkiendili sensatos que comprenden que engendrar una obra ambientada en un determinado legendarium, pero que modifique algunos de sus aspectos, no falta al respeto a aquel, sino que, bien al contrario, lo expresa. Cualquier autor se sentiría orgulloso de que su obra se considerase tan poderosa, tan pregnante, como para, décadas después de su escritura, e incluso de la misma muerte del escritor, hacer de ella esa armazón mitológica elemental, conocida de todos, a partir de la cual pensar los pensamientos supremos; cercar los contornos del bien y del mal.
Se transforma a Tolkien como se transformaban, cantados de boca a oreja y adaptados a la idiosincrasia de cada trovador, los romances medievales o los mitos clásicos, de todos los cuales acababan existiendo decenas de versiones distintas; se revisita a Tolkien como se ha revisitado durante dos milenios a Jesucristo, pergeñándose cientos de jesucristos distintos, divinos o humanos, reaccionarios o revolucionarios, y también morenos como beduinos y blancos como vikingos. Los hombres de Iglesia más perspicaces no ven en ello una blasfemia por el mismo motivo que cierto obispo se congratulaba de que los periodistas bautizaran partícula de Dios al botón de Higgs: era signo, para él celebrable, de la incapacidad de la sociedad secularizada para sacar a Dios de la ecuación de los grandes descubrimientos cósmicos. Que Pier Paolo Pasolini rodara El evangelio según san Mateo y José Saramago escribiera El evangelio según Jesucristo o Cristina Fallarás El evangelio según María Magdalena –que ateos de izquierda hayan seguido acudiendo a la Biblia con el fin de vehicular la defensa de sus sueños de emancipación– lo es de la pervivencia y la resistencia de ese imaginario teóricamente muerto.
A Tolkien lo ama más y mejor quien ennegrece a sus elfos que quien quisiera encapsular en un sarcófago, embalsamar de una vez y para siempre, la mitología más rica jamás creada por un solo hombre (y que probablemente ahora conozca un pico de ventas para sus libros: las versiones nuevas no ahogan a las viejas, sino que las complementan y hasta las ayudan). Como cantaba Mikel Laboa, quien ama al pájaro, lo ama alado y volando. Y quien ama a Tolkien, ama a un hombre conservador, católico y monárquico, pero que escribió un libro repleto de deslumbrantes guerreros y magos en el que, sin embargo, los grandes héroes terminaban siendo los humildes, bajitos y pacíficos hobbits. Algo nos decía con eso este filólogo venerable, cuyo talante igualitario recordaban todas sus alumnas, que llevaba a sus hijos al colegio, y que citaba con desparpajo, en una entrevista, a Simone de Beauvoir como una referencia apreciable.
En realidad, tal vez Tolkien (católico, pero, como Chesterton, en un país protestante, donde el catolicismo no representa el poder, sino una minoría perseguida durante siglos) estuviera, pese a todo, más cerca de quienes celebran a los elfos negros de Los anillos de poder que de los airados críticos que le invocan.