Sobrecogen estos días las imágenes que nos llegan de Estados Unidos: multitud de estudiantes involucrados en protestas y, especialmente, acampadas en más de 50 centros, algunos con una historia de activismo tan sonada como Columbia o Berkeley. Los campus no se rinden y, conforme aumenta la violencia policial y el número de detenidos supera los 2.400, a las acciones disidentes se van sumando demandas: queremos un alto el fuego en Gaza, sí, pero también el fin de las inversiones en empresas pro-Israel o en la industria armamentística, vale, pero asimismo la puesta en libertad de los arrestados y que pare una represión a todo juicio moral injustificada.
La era de Cervantes, el Manco de Lepanto, quizá enseñó al mundo que la pluma y la espada iban juntas; sin embargo, desde la promulgación de los derechos humanos (1948) y, sobre todo, desde que en los años sesenta surgiera un clamor generalizado contra la colonización, la espada se cayó de la ecuación: sólo la pluma, por favor, que la guerra lastima y subyuga, que no civiliza, y el genocidio de cualquier pueblo es deleznable.
No es casualidad que el filósofo Fredric Jameson categorizase los años sesenta como el momento en que los colonizados (y cualquier población marginalizada) alcanzaron, por fin, el rango de sujetos. En la historia sangrienta de nuestras civilizaciones, a partir de esa fecha, las manifestaciones estudiantiles se transformaron en una ráfaga de razón justiciera dentro del imaginario colectivo: contra Vietnam, la discriminación de los negros; al otro lado del charco: mayo del 68; en Cuba: guerrilleros jóvenes contra el dictador Batista que, nada más derrocarlo, pusieron en marcha la mayor campaña de alfabetización jamás contada: la letra, el lápiz, a pesar de una defensa bélica que respondía al ataque de los gobiernos estadounidenses, no a las masas de gente enfrentada a sus políticas.
En aquello que nos sacude las vísceras cuando contemplamos a profesores heridos en los campus de la nación norteamericana, o a alumnas esposadas tras ejercer su derecho al disenso pacífico, late un sustrato histórico, una memoria de viejas luchas que, independientemente del resultado, construyeron nociones compartidas de justicia social. Si adherimos a dicha memoria los rostros valientes de la juventud actual, y añadimos factores como la pérdida de hegemonía cultural de Estados Unidos –recuérdese el cuello apresado de George Floyd, el asalto al Capitolio– o, a nivel interno, la decepción que entre sectores progresistas está causando la presidencia de Biden, encontraremos que el cóctel bambolea las conciencias mucho más allá de la masacre a la que está siendo sometido el pueblo palestino, aunque ésta constituya la chispa encargada de encender la mecha. Y luego, claro, advertimos la fuerza de acampar.
Acampar supone poner el cuerpo en tierra, enraizarlo, y defender un territorio. Sus connotaciones militares evocan una práctica castrense –castrum significa campamento– desplegada para acosar a un enemigo o resguardarse de él. En el contexto de los campus, ese combate se está produciendo entre unas administraciones educativas vendidas a intereses bursátiles y políticos, y la verdadera semántica de la educación –ducere significa guiar, conducir (misma raíz) hacia mejores senderos –, y proyecta una dignidad que reclama a gritos no asesinar a inocentes.
Los estudiantes están ejercitando el pensamiento crítico, justamente el mantra que aparece en el programa de cualquier asignatura, y se les castiga por ello. El énfasis en tal incoherencia se ayuda, además, de unas tiendas de campaña que en ese país son habituales en la población sin techo (muchos alumnos están siendo expulsados de los colegios mayores), pero que tienen la capacidad de aumentar, en el tiempo y en el espacio, el impacto de la protesta: 30 tiendas ocupan más que 30 personas con una pancarta; dormir bajo sus lonas implica un compromiso de reloj prolongado y una anatomía que no olvida a los 34.000 muertos de Gaza: somos activistas a jornada completa.
Que este posicionamiento lo adopte un corpus estudiantil mayormente endeudado y sujeto a un grado de militarización policial que sus padres no vivieron, falto de tradiciones de lucha similares en la historia reciente –quitando, tal vez, Ocuppy Wall Street, en 2011– es loable y a muchas personas nos colma los ojos de admiración. Por otra parte, en algunas acampadas ha brotado una organización asamblearia y una división de la geografía –con bibliotecas, mesas repletas de comida donada por simpatizantes– que, en España, invoca la memoria del 15M (también en 2011). No es casualidad que la universidad española esté replicando el gesto estadounidense, primero en Valencia, y después en Euskadi, Barcelona, ahora ya en Madrid, con otras acampadas convocadas en Andalucía. No somos los únicos: también en Alemania, Países Bajos, Italia, Reino Unido, Francia y Dinamarca se han reportado acciones similares de la mano del alumnado.
Por si fuera poco, en la poderosa simbología de esta desobediencia civil en la patria de Biden, expandida ya a otras lindes, subyace una fractura generacional que acarreará consecuencias políticas. Diversos estudios apuntan a que el presidente de Estados Unidos está perdiendo apoyos masivamente entre el electorado más joven, tradicionalmente demócrata. Curiosos son los datos de CNN: el 81% de los menores de 35 años no aprueba su gestión del conflicto en Gaza; el 68% cree que su mandato es “un fracaso”, más que otras franjas etarias; lidera la juventud el grupo de quienes se muestran insatisfechos con los dos candidatos a los comicios de noviembre; y sólo el 38% dice estar satisfecho con su situación financiera personal, frente al 68% de los encuestados mayores de 65 años.
Biden, en efecto, ha cumplido muy pocas promesas electorales, específicamente en lo referido a medidas que afectan directamente a los de menos edad: subida del salario mínimo, solucionar la crisis de la vivienda, adoptar un plan agresivo para mitigar la emergencia climática: todo cayó en saco roto. Ahora, su belicismo podría pasarle factura en las urnas y restarle la poca popularidad remanente entre quienes cada vez tienen menos que perder.
Sea por unas causas o por otras, o debido al conjunto de todas, lo que ha quedado claro es que el arrojo de estos chavales acampados nos interpela transfronterizamente, y hasta nos mueve a emular sus protestas.