Cultura | Opinión
El ‘show’ borra el conflicto
«‘Sirat’ respira “en el sur, cerca de Mauritania”, tal y como indica uno de sus personajes. Coordenadas que, supuestamente dichas desde suelo marroquí, nos inducen a pensar en el borrado, otro más, del territorio que hay entre ambos: el Sáhara Occidental», escribe Ignacio Pato.
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Salí de la proyección de Sirat con el estómago encogido. No por los puñetazos de los graves de su banda sonora, uno de los pros de la peli, sino por lo que cuenta y por cómo ha elegido hacerlo su director, Óliver Laxe. Al contrario que en la mayoría de ocasiones, abandoné la sala de cine sin tener muy claro –reconozco mi parte de integrado en esta época dicotómica del sí o el no– si me había gustado lo que había visto. Una indecisión que no sienta mal en esta era de certezas, pero que al fin y al cabo es pasajera. En busca de una respuesta y aprovechando las imágenes todavía frescas antes de ser invadido por decenas de estímulos inconexos, repasé mentalmente la historia. Mientras intentaba trazar un sentido entre puestas en escena, transiciones y giros, algo apareció. La localización. Ese anclaje que nos da un extra de realismo a espectadores o lectores, aunque muchos autores se guarden la carta de la universalidad recurriendo a la toponimia velada o inventada. Unas palabras concretas. Sirat respira «en el sur, cerca de Mauritania», tal y como indica uno de sus personajes. Coordenadas que, supuestamente dichas desde suelo marroquí, nos inducen a pensar en el borrado, otro más, del territorio que hay entre ambos: el Sáhara Occidental.
Llegados a ese punto, surgen dos interpretaciones. O bien Laxe ha jugado la carta de la ficción, exponiendo a sus protagonistas ante un espectador para el que quedan retratados como meros cazadores de emociones individuales poco interesados en el contexto sociopolítico si hay una buena fiesta. O bien la producción de Sirat, rodada efectivamente en zonas de Marruecos alejadas de la desigual disputa, hace luz de gas a la comunidad saharaui. En cualquiera de los dos casos, la película apuesta por la abstracción y tiene claro hacia dónde bascular en la tensión del equilibrio entre espectáculo y una realidad poco fotogénica. El show, pues, opera en cierto vacío social, se superpone al conflicto.
La materia de los sueños
Si el cine está fabricado de la misma materia que los sueños, de momento estos tienen que esperar para el pueblo saharaui. Al menos, en lo que respecta a la versión mainstream de este arte. El Festival Internacional de Cine del Sáhara se celebra desde hace dos décadas en los campamentos de refugiados al suroeste de Argelia. Desde allí, desde la hamada, el enclave más inhóspito del desierto, sus organizadores luchan por poner a esta tierra y sus gentes en el mapa y reivindican la creación de un Estado soberano que incluya los territorios ocupados por Marruecos. El Festival tuvo una tarea extra este pasado verano, cuando denunció que el director Christopher Nolan rodaba su versión de La odisea en Dajla. Un lugar donde el director seguramente vea con más claridad las dunas que desea que el hecho de que se trate de una zona militarizada. Nolan, según la protesta, puede filmar con libertad en esos escenarios su multimillonaria epopeya homérica, pero no así los saharauis sus propias historias.
Es una paradoja que va más allá del negocio. Se trata de la validación de un engranaje opresor que ni siquiera esta vez reduce al folclore a quien lo sufre, sino que directamente obvia, niega, lo pretenda o no, su existencia. Quien se impone siempre ha necesitado someter a su normalidad al conquistado. Por eso la ministra israelí de Ciencia, también el pasado verano, mostraba un vídeo de inteligencia artificial en el que la Gaza del futuro será puro resort donde antes del escombro hubo una vez vida, vida perseguida, golpeada y aniquilada, pero vida que no se extingue por sí misma. La historia que se enseña en las escuelas, de igual manera que el turismo, el deporte, la gastronomía o el arte: no todo requiere del grito militar en la paz del vencedor. Ese orden puede tomar forma de entrada de cine, de dos horas de respiro para los cansados ojos occidentales. Que nos retumbe, pues, una duda. Si todo vale con coartada creativa. Quizá el show no debería continuar siempre a cualquier precio. En especial cuando parecen pagar otros. No, desde luego, en un mundo en el que en ocasiones está claro que lo menos que se puede hacer es que no todo siga como si nada.