Hay varios vasos de cristal con café hirviendo y unos roscos de azúcar sobre la mesa de una sala de estar de una casa cualquiera de España. Es domingo, 25 de febrero de 2024. Alrededor de un brasero de butano se sienta una familia de clase trabajadora. Han pasado casi cuatro años de aquella comparecencia en directo en la que el presidente del Gobierno anunció la declaración del estado de alarma por la pandemia. Llueve. El más mayor de la casa, de 80 años, presiona levemente una manta eléctrica sobre su costado izquierdo. Dice que el calor le calma algo el dolor que tiene desde hace días, cuando se cayó mientras andaba por el campo. El médico le ha dicho que puede tener alguna costilla rota. Pero no le han podido hacer una radiografía porque la máquina de rayos X no funciona.
De fondo, en la tele, en la misma pantalla por la que esta familia vio al presidente del Gobierno anunciar el inicio oficial de la pandemia, hablan del caso Koldo, la trama fraguada cuando esa familia y toda España andaba encerrada con miedo. Y cuando, además, una parte de la población daba gracias a dios, incluso sin ser creyente, por tener a la izquierda al frente del Gobierno.
La escena puede servir de ejemplo –y de metáfora– de lo que está ocurriendo en este país, donde apenas faltan tres meses para que se cumpla un año desde que Pedro Sánchez anunciara el adelanto electoral del pasado 23-J. La sensación de deterioro de los derechos básicos, la desatención de los problemas cotidianos, los bucles en torno a ETA, la Ley de Amnistía y, ahora, los nuevos casos de corrupción sobre las mascarillas, terminan de dibujar un panorama desastroso, de estancamiento, de día de la marmota, que agranda el malestar y el desánimo entre la población.
“Así no se puede gobernar”, dijo Yolanda Díaz cuando Podemos –que se pasó al Grupo Mixto– rechazó la reforma del subsidio por desempleo para mayores de 52 años. Visto ahora, aquello –aunque nadie negaba desde el minuto cero que la legislatura del nuevo gobierno de coalición entre PSOE y Sumar iba a ser complicada–, se quedó corto con lo que estaba por venir. “Esto es una equivocación”, le espetó Feijóo a Sánchez en el apretón de manos tras ser investido presidente del Gobierno.
Tan corto se quedó que incluso la Ley de Amnistía, clave de bóveda de esa investidura –punto de mira del juez García Castellón–, fue rechazada por los mismos diputados de Junts que la impulsaron. Este 29 de febrero, la particular fecha en la que Sánchez cumple años, las portadas seguían recogiendo las negociaciones, a una semana de que termine el plazo para aprobar la medida, entre los independentistas y el PSOE. Y otro capítulo más: el Supremo ha abierto una causa penal a Puigdemont por terrorismo en el caso Tsunami. Dicho de otra manera: por no aprobarse, no se ha aprobado ni la Ley de Amnistía.
De la Ley de Amnistía al ‘caso Koldo‘
En todo este tiempo, calificado por algunos analistas como un tiempo muy similar al de un gobierno en funciones, el hemiciclo ha pasado de pista de lanzamiento de ataques en torno a Puigdemont a pista de lanzamiento de ataques hacia Ábalos –ya en el Grupo Mixto–, su entorno en el Ministerio de Transportes y el propio Sánchez. Quien ahora dirige esta cartera, el ministro Óscar Puente, que ya adelantó el tono de lo que sería la legislatura de Sánchez en la investidura fallida de Feijóo, empleó unas palabras esta semana que pueden resumir la situación: “Esto no es una pregunta, es un bumerán”, le dijo en la sesión de control al Gobierno a la diputada del PP por León Ester Muñoz. El caso Koldo promete.
Mientras tanto, el Gobierno intenta desde sus diferentes foros –principalmente desde los Consejos de Ministros– trasladar a la población que está haciendo cosas. ¿Qué cosas? En efecto, ha habido una nueva subida del salario mínimo interprofesional, en contra de la patronal. Y se han reactivado también algunas medidas de calado tras el parón por el adelanto electoral. El anteproyecto de la Ley de Familias, impulsado por la entonces ministra Ione Belarra, ha sido uno de ellos, con nuevos permisos y mayor conciliación. O los avales del Gobierno para poder comprar una vivienda a quien no pueda pagar una entrada. O el proyecto de Ley de Servicios de Atención a la Clientela, que, entre otros avances, garantizará que el consumidor pueda decidir en cualquier punto de la comunicación si quiere ser atendido por una persona en lugar de por una máquina. O, también, la reforma de la Constitución para eliminar el término “disminuido” del artículo 49 en referencia a las personas con discapacidad.
Todas estas cuestiones, hasta el momento, están siendo insuficientes en un país que intenta ser gobernado por la izquierda en territorios conquistados por la derecha –en ocasiones, con ayuda de la ultraderecha–; en un país donde, por ejemplo la vivienda, aun con nueva ley, sigue siendo un problema que no está resuelto; en un país donde la salud mental sigue esperando recursos, o donde las listas de espera en la sanidad pública son inabarcables. “Habría que salir a la calle en masa por lo que están haciendo con la sanidad”, dice una mujer de 47 años en una mesa de un Burger King cualquiera de España, donde cuenta a sus acompañantes las horas perdidas, el periplo que está pasando para que operen a su padre.