La inclusión del término lawfare en el texto del acuerdo entre Junts per Catalunya (JxCat) y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) para la investidura de Pedro Sánchez ha soliviantado a todas las asociaciones de jueces y magistrados, así como a colegios de abogados de prácticamente todo el Estado español. En los últimos días, hemos asistido a inéditas manifestaciones de jueces, fiscales, abogados y procuradores. Lo inédito no radica en que estos colectivos profesionales hayan desvelado su rechazo a una futura Ley de Amnistía para avanzar en la resolución del conflicto catalán. A nadie que conozca mínimamente la hegemonía conservadora del ámbito judicial podrá sorprender este posicionamiento. Lo inédito es la claridad con la que los funcionarios y profesionales del ámbito judicial han mostrado su posición política, parapetada detrás de argumentos supuestamente jurídicos, llevando a cabo una movilización política activa, pocas veces vista con anterioridad.
Que las declaraciones se hayan acompañado de concentraciones delante de tribunales y sedes judiciales no hace sino confirmar la veracidad del presupuesto del que parte JxC cuando acusa al poder judicial español de haber aplicado lawfare contra algunos líderes del independentismo catalán: la falta de neutralidad y el activismo político del poder judicial ante un conflicto que nunca debió salir de la esfera de la política. Una realidad que, aunque desde el ámbito judicial se trate de negar, es confirmada estos días, de manera nítida, por las movilizaciones de este colectivo.
Esa falta de neutralidad política se ha convertido, de la mano de ciertos jueces, en un activismo judicial responsable de la persecución política por la vía judicial a los líderes del independentismo catalán. Es decir, un caso claro de politización de la justicia que, de la mano de la judicialización de la política, ha sido la respuesta dada desde el Estado al desafío planteado por el movimiento independentista a la unidad de España. Pero ha sido, al mismo tiempo, un ejemplo del tipo de persecución judicial que permite hablar de lawfare contra el independentismo.
El término lawfare o guerra judicial, que se ha popularizado en los últimos años sobre todo por los casos de persecución judicial a líderes políticos en América Latina como Lula da Silva, Cristina Fernández o Rafael Correa, entre otros, podría ser definido, en términos simples, como el uso y abuso de la ley para neutralizar o eliminar a un enemigo político. En esta táctica, que se inserta en el ámbito bélico, como su nombre indica, se hace uso de jueces y fiscales para abrir causas legales, alterando normas procesales o manipulando el proceso judicial, que aparten del juego político a líderes incómodos para el poder hegemónico, con la participación indispensable de un poder mediático que ayuda a la difusión de los casos, de la mano de mentiras o medidas verdades, estableciendo la presunción de culpabilidad necesaria y condicionando el comportamiento político de las sociedades. En América Latina, el poder hegemónico se compone de las clases dirigentes tradicionales, aliadas con los intereses geoestratégicos de EEUU, lo que ha dado lugar a un uso del lawfare para la reconfiguración geopolítica de la región en un momento en que la correlación de fuerzas estaba dominada por la izquierda y el progresismo.
Pero, aunque el lawfare no se exprese de igual manera en todas las latitudes, sí precisa, para ser considerado como tal, de la coordinación de distintos actores en una estrategia acompasada, con claros objetivos políticos, que parte de un uso instrumental de los procesos judiciales y que puede tener como resultado una aplicación torticera de la ley.
Por eso el lawfare es mucho más que la simple judicialización de la política o su combinación con la politización de la justicia pues implica también una conceptualización bélica en la que la víctima del lawfare es concebida como un enemigo al que batir o aniquilar con el arma de la ley. Entronca, en este objetivo, con formas de guerra irregulares presentes en la guerra híbrida, cuyo propósito puede ser desmoralizar o deslegitimar a un enemigo político, minar su prestigio o reputación ante las instituciones nacionales o internacionales de una manera no directa.
La ley ayuda a ello, pero los medios de comunicación también. Ambos elementos, junto al brazo ejecutor de jueces parcializados o prevaricadores, son instrumentos presentes en el modus operandi del lawfare. Pero también lo son otros sectores del Estado, como la inteligencia y la policía, que participan en la guerra judicial aportando pruebas falsas, filtraciones, escuchas o montajes, realizadas de manera a veces clandestina en un trabajo sucio que, en el caso español, está claramente vinculado con las cloacas del Estado y la autodenominada policía patriótica comandada desde el Ministerio del Interior.
Que los líderes independentistas han sido víctimas de esta guerra sucia, lo confirma la Operación Catalunya. Que han sufrido sentencias motivadas políticamente, con un sustento legal bastante debatible, es asimismo un hecho. Como también es evidente que han sido juzgados bajo una lógica penal del enemigo, al ser caracterizados como “enemigos de España”. Esto cuadra perfectamente en la conceptualización bélica del adversario político, y la necesidad de su aniquilación o neutralización, propia del lawfare.
La animadversión manifiesta hacia el independentismo catalán en la mayoría de medios de comunicación españoles, un elemento también imprescindible en el lawfare, ha estado asimismo presente a lo largo de todos estos años de procés. Seguramente, la visceralidad que podemos ver en las manifestaciones desatadas contra la amnistía en las últimas semanas, y el rechazo de amplios sectores sociales españoles a esta ley, se pueda explicar en gran parte por la acción de estos medios de comunicación.
Sorprende, en definitiva, que el poder judicial se convierta en negacionista del lawfare, minimizando las arbitrariedades judiciales que se han cometido contra el independentismo catalán y, también, contra los líderes de Podemos, que sirven como prueba de la guerra judicial que han padecido. Pero asombra todavía más que dicho poder acuse a quienes denuncian el lawfare en España de atacar “al Estado social y democrático de derecho” consagrado en la Constitución.
Estos días se ha llegado a leer, por parte de las asociaciones de jueces, que exigir que los jueces den explicaciones ante comisiones parlamentarias es una “intromisión en la independencia judicial y quiebra de la separación de poderes”. Una declaración que destila corporativismo y que pretende presentar como un ataque lo que no deja de ser más que una exigencia de la rendición de cuentas ante la sociedad. Quizás el poder judicial debería dejar de ponerse a la defensiva y comenzar a explicar por qué, pese a ser un poder público del Estado, considera que no debe ser escrutado como el resto de poderes. Plantear que fiscalizar su labor sea el fin del Estado de derecho, la ruptura de los equilibrios democráticos o un peligro para la democracia misma sólo demuestra que el poder judicial en España, en su papel de guardián de las esencias de la razón del Estado, se ha creído por encima del resto de poderes. Y esto sí que es un ataque al Estado social y democrático de derecho, aunque se realice en nombre de la ley.