Las grabaciones del excomisario José Manuel Villarejo filtradas en estos días están suponiendo un terremoto político para los cimientos de la democracia española. No tanto porque aporten una información desconocida pues, desde hace años, han sido varios los medios y los periodistas dignos de tal nombre que han denunciado las prácticas de creación y difusión de noticias falsas contra la dirigencia de Podemos. Sin embargo, los audios están ayudando a desenmascarar qué hay detrás de la fachada del Estado, así como del pseudo-periodismo que campa a sus anchas en las televisiones, cadenas de radio y prensa española.
Escuchar a María Dolores de Cospedal, toda una ministra de Defensa y entonces número dos del Partido Popular, pedir informes de dudosa procedencia para incriminar a un partido político rival, es escandaloso. Como también lo es oír al director de La Sexta, Antonio García Ferreras, participar en una reunión donde, entre muchas risas y camaradería, se habla abiertamente de fabricar cuentas bancarias y documentos para acusar a Pablo Iglesias de financiación ilegal usando, de paso, a Venezuela como coco con el que azuzar el miedo de manera rastrera. El tono canallesco con el que Ferreras se jacta de haber destrozado la carrera política de Juan Carlos Monedero no deja lugar a dudas sobre la conciencia y el orgullo de su función política.
Asombra el desparpajo, aunque el contenido de los audios no sonará a nuevo para los militantes de la izquierda que saben lo que es el seguimiento político o los montajes policiales, ni para los independentistas catalanes que protagonizaron portadas hace un mes por el mismo motivo, víctimas de la llamada Operación Catalunya. Que los audios no sorprendan a quienes ya intuimos o sabemos cómo funciona nuestra democracia del “atado y bien atado” no significa que no sean un escándalo digno de la mayor de las denuncias. En cualquier país serio de Europa, una guerra sucia de esta magnitud sería motivo de caída de gobiernos, periodistas o funcionarios públicos. En España, apostamos, tras el escándalo inicial se correrá un tupido velo y todo pasará sin pena ni gloria.
Según se desprende de los audios, la naturalidad con la que el poder político y periodistas al servicio del poder económico acuerdan con sectores de las cloacas del Estado estrategias de acoso jurídico-mediático contra sus adversarios políticos habla de unas dinámicas que parecen habituales. Si se añade que también participan policías y otros funcionarios de inteligencia en activo, a los que pagamos con nuestros impuestos para mayor inri, el tema es todavía más grave.
Desconocemos si se trata de reuniones puntuales o se han dado a lo largo del tiempo, pero todo hace pensar que podemos estar ante la punta de un iceberg cuya profundidad compromete las supuestas reglas democráticas del Estado español. En todo caso, es un asunto que no puede despacharse afirmando que las cloacas del Estado y las acciones fuera de la ley, coordinadas por quienes tienen que hacerla respetar, son una anomalía. Los audios muestran el funcionamiento último o “preventivo” de los aparatos del Estado cuando ven peligrar su statu quo.
Sería ingenuo creer que la guerra sucia contra las fuerzas políticas de la izquierda que tienen un proyecto de Estado o una concepción de la democracia distinta al orden existente, es nueva. Se trata de una praxis que podemos encontrar a lo largo de la historia en múltiples países pero que en el caso del Estado español actual adopta unas características específicas. Una de ellas es la insoportable impunidad, al producirse en un Estado que arrastra los lodos de haber cerrado en falso la dictadura franquista, esto es, al haber apostado por una transición a la democracia basada en la amnesia y la amnistía. Con ello se permitió la continuidad de elementos de la dictadura en poderes clave como las Fuerzas Armadas, la policía o el ámbito judicial que, una vez en democracia, siguieron operando con la misma lógica de patrimonialización del Estado.
Salvando las distancias que otorga el contexto político nacional a cada caso, este acoso y derribo lo conocen bien los líderes de todas las fuerzas de la izquierda de América Latina que en los últimos años han padecido, como pocos, un golpismo de nuevo tipo bajo la estrategia del lawfare o guerra judicial. El lawfare es distinto a la mera judicialización de la política y puede resumirse en el uso de la ley y del poder judicial para neutralizar o eliminar a un enemigo político, usando a los medios de comunicación como brazo ejecutor imprescindible de las campañas de descrédito del líder político objetivo, al que se le inventan causas generalmente vinculadas con la corrupción, con la participación de sectores de la inteligencia del Estado vinculados con Estados Unidos (EEUU).
No es casual, por tanto, que hayan sido varios presidentes latinoamericanos los primeros en solidarizarse estos días con Iglesias. Saben bien de qué va el juego. Igual que lo han hecho otros funcionarios de distinto rango perseguidos en sus países por los poderes judiciales al servicio de los poderes económicos, víctimas también del lawfare. Tampoco es casual que el lawfare se haya desplegado principalmente en América Latina. Hablamos de la región del mundo que, gracias a la ola de gobiernos de una plural izquierda iniciada hace un par de décadas, conformó un bloque geopolítico contrahegemónico en la principal área de expansión e influencia de EEUU. Una correlación de fuerzas desfavorable para sus intereses geoestratégicos que EEUU decidió combatir con esta táctica. De hecho, el lawfare, término proveniente del ámbito militar, tiene en la reconfiguración geopolítica del continente su razón última de ser.
Esta acción de EEUU para lograr una nueva correlación política regional hacía que la traslación del análisis del lawfare a Europa fuera más difícil pues la variable extranjera no parecía evidente en los casos de persecución judicial a los miembros de Podemos. Sin embargo, estos han sufrido, como los líderes latinoamericanos, la creación de causas sin sustento, la acción de jueces ideológicamente sesgados, las mentiras mediáticas, la animadversión de los poderes económicos y las condenas de culpabilidad a priori para manchar su honra política.
Todas esas prácticas remitían al modus operandi del lawfare latinoamericano, pero sin un componente que ha sido crucial para entender cómo y por qué el lawfare ha operado en aquellas latitudes: la injerencia estadounidense. Hasta que han llegado estos audios en los que el excomisario Villarejo menciona de pasada unas siglas clave como responsables de pasar una información fabricada sobre la presunta financiación de Venezuela a Podemos: la DEA, es decir, la Administración de Control de Drogas de EEUU. Como sabemos, EEUU lleva años inventando acusaciones contra el presidente venezolano Nicolás Maduro por supuesto “narcoterrorismo y tráfico de drogas” con tanto sustento como los papeles hechos con Photoshop que demostrarían las transferencias del Gobierno venezolano a la cuenta fake de Pablo Iglesias en Islas Granadinas. Quizás es ya tiempo de afirmar con rotundidad que estamos ante un lawfare made in Spain que, viendo el nivel chapucero que despliegan sus operadores, recuerda a la TIA de Mortadelo y Filemón, pero con mucha menos gracia.