En un monasterio toledano de clarisas, donde pasa unos días invitado por su abadesa, don Ramón presta la ayuda que ésta le pide para poner en orden la biblioteca del convento. Allá, se topa con un legajo. Y en el legajo, al hojearlo, con un bombazo: nada menos que las memorias de Ana Ozores, la protagonista de La Regenta, que allá cuenta cómo abandonó Vetusta embarazada y llegó a Madrid, chispeante capital en cuyos cafés y teatros se solaza y convierte en una mujer liberada. Ana hasta conoce a Clarín, a quien conmueve su historia, y que le promete reflejarla por escrito. Pero Clarín solo cuenta la mitad; la que acaba con Ana desmayada en la catedral vetustense, tras morir su marido Víctor de Quintanar en un duelo con Álvaro Mesía. La otra mitad la conoceremos por Ramón Tamames, que en el año 2000 publica La segunda vida de Anita Ozores, y nos cuenta todo esto. Lo del legajo.
El candidato de Vox a desbancar, vía moción de censura, a Pedro Sánchez es un escritor prolífico, autor de veintitrés títulos; y, entre ellos, los hay de todo género. El primero, publicado en 1965, se tituló Formación y desarrollo del Mercado Común Europeo. Más tarde vendrían otros de los que es divertido fijarse en aquellos que ilustran por sí solos la evolución ideológica de Tamames. En 1978, escribía el hoy candidato de Vox sobre El socialismo inevitable. Treinta años más tarde, en 2008, lo encontramos publicando Ni Mussolini ni Franco: la dictadura de Primo de Rivera y su tiempo, defensa del buen nombre del primer dictador del siglo XX. Pero el exPCE, exFederación Progresista, exCDS, también se ha atrevido, además de con la fanfiction de novelones decimonónicos, con China (El siglo de China: de Mao a primera potencia mundial, 2007) y aun con el mismo Universo (Buscando a Dios en el universo: una cosmovisión sobre el sentido de la vida, 2019). De Tamames dice Josep Borrell que es «un hombre válido para todas las estaciones».
En los últimos años, su interés principal parece ser la historia de España. Dos títulos concretos son su aportación al boom que, de una década y media para acá, experimentan tanto la novela como la divulgación y el panfleto históricos de orientación conservadora. Vivimos, en todo el mundo, un momento de auges nacionalistas y de prosperidades editoriales asociadas a ellos: la crisis de la globalización y la modernidad genera lo que Zygmunt Bauman llamaba retrotopías y reverdece el ondeado de banderas. Hay una avidez de pasado que también se nota en las ventas de libros. Imperiofobia, de María Elvira Roca Barea, con sus más de treinta ediciones, es en España el buque insignia de la parte editorial del momento de prosperidad de todas las empresas del nacionalismo español. La contribución de Tamames es Hernán Cortés, gigante de la historia (2019)y La mitad del mundo que fue de España: una historia verdadera, casi increíble (2022).
Libros sobre el pasado, pero en los que se hace evidente el interés que motiva su escritura en el presente. Toda historia, dejó dicho Benedetto Croce, es historia contemporánea. La biografía de Cortés escrita por Tamames llega a serlo literalmente: este libro sobre un personaje muerto hace cinco siglos termina poniendo en escena a uno vivísimo, Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, soliviantador de iras nacionalistas en España con su propuesta de que el rey español, el Papa y él mismo pidieran perdón por los desmanes de la conquista de América. «No se puede juzgar el pasado con ojos del presente», suele decirse desde estas instancias: el propio Tamames apunta que «hay que ponerse en las circunstancias de la época» para suavizar lo «quizá […] más criticable» de Cortés: la ejecución de Cuauhtémoc. Pero también suele caerse, por estos pagos, en lo que se condena: juzgar el pasado con ojos del presente, solo que para bien. El Cortés ininteligible, hablador del idioma de su tiempo, irresolublemente distinto del nuestro, por el que, por lo tanto, no puede pedirse perdón, se vuelve comprensible de pronto para la contemporaneidad cuando de lo que se trata es de ensalzarlo. Fue «un valiente soldado, gran empresario de su propio proyecto, diplomático inteligente y estadista creador de la Nueva España»; fue «el máximo protector de los indígenas»; es expresión de la «miseria en sentido intelectual» del Gobierno que «el quinto centenario de su llegada a México no se ha[ya] celebrado», nos dice Ramón Tamames (con prólogo, por cierto, de Josep Borrell, que también recomendó Imperiofobia con entusiasmo).
‘España maltrata a sus héroes’
El año pasado publicaba el economista otro panegírico al Imperio hispánico, subtitulado «una historia verdadera», curioso subrayado que parece el «true story!» con el que, en la comedia estadounidense Cómo conocí a vuestra madre, proclamaba Barney Stinson la veracidad de una historia inverosímil. Esta agota los adjetivos rimbombantes para contar –también con el tono victimista característico de toda esta producción, siempre presta a lamentar que España maltrata a sus héroes– «un hecho histórico bien conocido pero no suficientemente valorado por propios y ajenos»: el tiempo en el que «España estuvo al frente de las naciones» gracias a «generaciones asombrosas de navegantes, conquistadores, cristianizadores» que «buscaban emular a sus héroes de libros de caballería, dejando sus nombres para la Historia» y alumbraron «un proyecto de globalización histórica» que acabó convirtiendo el Pacífico en «el llamado [¿llamado por quién?] Spanish Lake».
No estamos –se hace evidente– ante libros de historia, escritos con el objetivo de conocer la historia, sino ante obras escritas, con mayor o menor sofisticación, con el principio sobre el que Eric Hobsbawm ironizaba cuando decía que los historiadores son al nacionalismo lo que los cultivadores de amapola de Pakistán y Afganistán al tráfico de heroína. Se pone en escena a personajes y hechos ciertos, no inventados. Existió Hernán Cortés; existieron los navegantes, los conquistadores, los cristianizadores; no son personajes de una fantasía tolkieniana. Pero se los filtra, destila, transforma, para convertir su historia en una sustancia adictiva. De la coca, la cocaína. O el soma. Libros placenteros, instiladores de sentimientos agradables en el lector. Historia, dijo Jameson, es lo que duele; lo que nos cuenta lo que queremos y lo que no queremos saber sobre los hechos que amamos. Pero el consumidor de estos libros no encuentra desafío alguno en ellos. Se le habla de gestas, glorias, héroes, maravillas fortalecedoras del mismo orgullo patriótico con el cual ha acudido a ellos.
Al principio de El 18 brumario de Luis Bonaparte ironizaba Marx sobre la convocatoria de «espectros del pasado» que caracteriza a todos los momentos revolucionarios, idealizadores de una edad dorada pretérita que se proponen rescatar. La Revolución francesa convocó a los de Grecia y Roma. Vox convocaba a Pelayo y sus astures –motivo del último cuadro de Augusto Ferrer-Dalmau, otro creador exitoso de dispositivos culturales de propaganda nacionalista– cuando inició, en 2019, su campaña a las generales en el santuario de Covadonga. En este lugar que inició la Reconquista –proclamaban– iniciaremos nosotros nuestra propia reconquista; empezaremos a echar al moro del siglo XXI; a purgar de su carga vírica el cuerpo sano de la nación. Sin mucho esfuerzo se deduce que los moros son hoy –además de los propios moros; la inmigración musulmana– la izquierda, las fuerzas progresistas, el feminismo singularmente (nada, ni siquiera los nacionalismos vasco o catalán, odian tanto estas gentes); todo eso que sus ancestros de hace un siglo llamaban la anti-España.
Como aquella vez a los astures, otras veces se convoca a los Tercios de Flandes o a los conquistadores de América. El imaginario voxista es eminentemente bélico; eminentemente masculino también. Y desplegado en libros o cuadros, dispara sus arcabuces contra el Estado del bienestar y los derechos civiles; hace su revolución (las revoluciones también pueden ser siniestras; la contrarrevolución es ella misma una revolución) contra los movimientos sociales que pretenden ampliarlo.
De ese partido acepta ahora la invitación Tamames, dice que sin identificarse con él; viene a decir que movido por una vanidad que se encoge de hombros ante quién sea el que le ponga el micrófono delante. Ciertamente, es poco voxista en algunas cosas, como su defensa de la existencia del cambio climático antropogénico o las propuestas federalistas que lanzaba hace pocos años para resolver la cuestión catalana, llegando a mostrarse dispuesto al reconocimiento de la «Nación Catalana». Pero lo es en otras, y tal vez más que en ninguna otra en ese historicismo reaccionario; esa puesta de su talento al servicio de la convocatoria de espectros pretéritos a librar la guerra del presente. Hay una revolución reaccionaria en marcha y el viejo eurocomunista, con todos los matices que quiera convencerse de que hace, ha escogido trinchera.