Como queda claro en las cenas de Navidad, hay diferentes maneras de ver el mundo. Nuestro sistema político las organiza en dos grandes grupos, que podríamos llamar conservadores y progresistas. Los primeros miran con recelo todos los cambios y cualquier sistema de redistribución, ya sea económica o social. Creen que estos provocarán efectos nocivos sobre una realidad que desean mantener. Los progresistas son partidarios de los cambios y la redistribución. Piensan que esos efectos son menos importantes que otros aspectos, como la igualdad económica o social. Por ejemplo, la subida del SMI, la revalorización de las pensiones, el matrimonio igualitario, el aborto o el divorcio. Los conservadores se sitúan en contra y los progresistas, a favor. Son dos visiones del mundo cuya complementariedad suele dar lugar a sociedades razonablemente sólidas.
La base de esta estabilidad es que ambos grupos tengan los cauces de representación adecuados en los diversos órganos e instituciones. Ambos se compensan y, de su debate, surgen marcos de convivencia que no cumplen las expectativas de nadie, pero donde tampoco nadie está excluido. La alternancia provoca un equilibrio entre ambas visiones. Este es el problema del bloqueo de los órganos constitucionales. Hay un grupo de españoles, mayoritario según los últimos tres procesos electorales, que no pueden ejercer su derecho a la representación.
Es una actuación que ya se ha repetido en otras ocasiones. En noviembre de 1995, el mandato del Consejo General del Poder Judicial caducó y la oposición conservadora decidió no cumplir el mandato constitucional porque esperaba un buen resultado electoral. Estuvo ocho meses en funciones. En 2006, la oposición conservadora volvió a bloquear la renovación y el CGPJ estuvo dos años en funciones. En la actualidad, lleva más de cuatro. A este bloqueo, se unió el del Tribunal Constitucional, donde cuatro jueces estuvieron medio año con el mandato caducado. Incumpliendo la legislación, el sector conservador del CGPJ en funciones se negó a nombrar a sus dos candidatos.
A corto plazo, la idea del bloqueo es no perder presencia institucional y disponer de cierta ventaja electoral, ya que, en España, la negativa a llegar a acuerdos no provoca desgaste. A medio plazo, el objetivo es el control de los tribunales. Los tres bloqueos han servido para que el grupo conservador decida la mayoría de nombramientos en el Tribunal Supremo. En el caso de la Sala de lo Penal, la que sentencia sobre casos de corrupción, la toma de control no ha sido por la puerta de atrás, sino arrolladora. En 1995, había siete jueces progresistas y seis conservadores y, en 2020, once conservadores y dos progresistas. El control de los órganos también sirve para desarrollar un contrapoder que cada vez usurpa más funciones del legislativo.
En los seis años de bloqueo conservador que llevamos en este siglo, ha habido decenas de excusas distintas cuyo hilo es el no reconocimiento de la capacidad de actuación política del grupo progresista. De forma exagerada, se sostiene que sus decisiones forman parte de una agenda oculta y provocarán efectos irreversibles. Siempre hay algo en peligro. Las leyes de Zapatero iban a destruir la familia o las tradiciones y su gobierno iba a romper España porque tenía un pacto secreto con los nacionalistas para reformar la Constitución «por detrás» y «en secreto». La conspiración es la forma habitual de otorgar realidad a lo que no existe. Como la situación es tan grave, todo está permitido. Hay que detener las propuestas del gobierno progresista «de cualquier manera». Se dice que se «okupan» las instituciones o se «colonizan», deslegitimando la capacidad de ese grupo de ejercer los cauces de representación recogidos en la Constitución.
El grupo conservador se arroga una mayoría, de la que carece según los procedimientos legales, y utiliza los órganos donde tiene mayoría para impedir el funcionamiento democrático de las instituciones. Hay un grupo de españoles que no pueden ejercer su derecho a la representación. Están excluidos de la soberanía nacional. Es una versión extendida de las sesiones del 6 y 7 de septiembre en el Parlament de Catalunya. Un grupo se arroga la representación de toda la sociedad a través del uso de la palabra pueblo y, como busca un bien mayor, está legitimado para forzar los procedimientos o incumplir las leyes.
Tanto en un caso como en otro, se usa la palabra traidor para deslegitimar a los electos, como si estuvieran ahí a título personal. Los cargos institucionales, ya sea el presidente o los diputados, son los representantes legales y legítimos de los grupos sociales. Es lo que se quiere ocultar cuando se personaliza: sanchismo, zapaterismo o felipismo. Pero esto no va de nombres propios. No va de representantes, sino de representados. Es una cuestión de derechos civiles. Se conculca el derecho de la mitad de la sociedad a participar en las instituciones y se confunde independencia con eliminar la representatividad. La cuestión que se dirime es la que sustenta todo el sistema en el que vivimos: si todos los grupos sociales tienen derecho a estar representados en las instituciones o existe una legitimidad previa a la legalidad.
En ambos casos, las preguntas son las mismas: ¿por qué hay cargos públicos que pueden incumplir las leyes? ¿Por qué hay personas que no tienen derecho a estar representadas en los órganos constitucionales? ¿Por qué no pueden formar parte del proceso democrático en igualdad de condiciones? ¿Por qué algunos votos valen menos? Si «la soberanía nacional recae en el pueblo español del que emanan los poderes del estado», ¿por qué más de la mitad de los ciudadanos están excluidos de esa capacidad? ¿Cuándo han dejado de ser pueblo español? Las respuestas que se ofrecen indican que tendremos unas próximas décadas complicadas porque, cuando hay grupos que quedan excluidos de los marcos de convivencia, siempre hay problemas. Cuando se establece el discurso de que existe una legitimidad previa a la legalidad, siempre hay alguien que se entusiasma.