La llamada izquierda ‘woke’ parece haberse convertido en diana de todos los dardos desde distintas posiciones del espectro político. Ese calco procedente del contexto estadounidense, que fue popularizado por el movimiento Black Lives Matter como una forma de denunciar el racismo que los machacaba, se ha ido poco a poco transformando casi en un insulto, de la mano, generalmente, de quienes no son capaces de tolerar la crítica o sienten sus espacios de privilegio mínimamente amenazados. Probablemente sea ese el caso del filósofo esloveno Slavoj Žižek, quien, en un artículo publicado hace poco en El País, llegó a acusar a tal izquierda de “autoritaria e intolerante” por, según su opinión, aceptar todas las identidades excepto la del hombre blanco heterosexual, el cual sufriría embestidas equivalentes a la violencia política que se ejerce en países como Rusia, Israel o Irán.
Estas afirmaciones sorprenden si consideramos la masiva aceptación que posee la obra de Žižek, un académico estrella que da charlas por todo el mundo, protagoniza documentales y pontifica desde tribunas de gran impacto mediático. Sin embargo, no solo suelen estar cimentadas en falacias, sino que apuntan, en primer lugar, a una instrumentalización injustificada de la categoría de víctima y, en segundo lugar, a una suerte de culpa histórica que menoscaba los esfuerzos cívicos por construir sociedades más igualitarias.
Que a estas alturas aún sea preciso señalar cómo lo que habitualmente se denomina “civilización” occidental se erigió sobre unos ideales ilustrados –más tarde concretizados en derechos– que únicamente eran válidos para la población masculina blanca –para lo cual fue preciso elaborar científicamente la idea de raza– es realmente lamentable, casi tanto como tener que enfatizar la prevalencia de dichas iniquidades, solo parcialmente corregidas en la actualidad. Para su reflexión, Žižek pone como ejemplo la planificación en una universidad norteamericana de un taller dirigido a quienes estuvieran “cansados de los hombres cis blancos”, evento que, no casualmente, jamás se celebró porque fue cancelado.
Es tan débil el argumento que el mismo devenir de los acontecimientos refuta las conclusiones a las que pretendía llegar; de hecho, se podría decir que el artículo va perdiendo fuelle conceptual conforme avanza, y el mismo autor termina reconociendo que la hipotética discriminación de esa masculinidad hetero de piel clara sólo se encuentra en los ambientes académicos, a pesar de haberla comparado con una suerte de racismo inverso análogo a las prácticas de regímenes antidemocráticos.
En un mundo donde las comunidades indígenas siguen estando oprimidas, los derechos LGBT cuestionados o prohibidos en tantos lugares; el aborto derogado y el voto restringido en Estados Unidos; y la ultraderecha, gane o no elecciones, suele imponer los marcos del debate público, esa disquisición plañidera no puede más que calificarse como un intento por adoptar las armas del débil por quien rezuma privilegio. Véase el paradigmático caso de Donald Trump, un señor que fue capaz de instigar un golpe de estado, salir indemne del proceso de impeachment y presentarse como candidato a las próximas elecciones (2024). Las sensibilidades cambiantes frente a una vulnerabilidad real que atraviesa a muchos grupos y la, cada vez más, popularización de sus protestas a través de canales alternativos ha fomentado que la derecha emule algunas de sus estrategias comunicativas y se presente como atacada, algo que parte de la izquierda hegemónica ha venido copiando últimamente. Pero hay más.
Žižek menciona cómo a los hombres cisgénero de pigmentación clara “se les manda sentir culpa” por pertenecer a este grupo. Aquí nos encontramos ante un fenómeno más complejo que Natalia Carrillo y Pau Luque han bautizado como “hipocondría moral” en su libro homónimo. Según estos investigadores, dicha patología consistiría en pensarse sumamente culpable por injusticias no cometidas; afecta principalmente a una clase pequeñoburguesa y puede llegar a desmovilizar políticamente, pues lo que revela es un profundo narcisismo.
De acuerdo con esta teoría, la culpa es autoinfligida, nadie “se la manda” a los sujetos que la padecen, aunque lo más destacable de dicho mal social es, sin duda, el regodeo insalubre en el ‘yo’ que no logra salir de su propio bucle. Una experiencia personal lo ilustra bien: cuando la policía asesinó a George Floyd, en la Universidad de Pensilvania –donde yo trabajaba entonces– se puso en marcha un club de lectura para divagar sobre la “fragilidad blanca”, un concepto acuñado por la profesora Robin DiAngelo que subraya las dificultades que estas personas enfrentarían a la hora de hablar de racismo. Ante lo que consideré un ejercicio de autoayuda inservible, si no de exculpación, me negué a participar. Cuál sería mi sorpresa al descubrir, días después, una columna del escritor Tre Johnson titulada: “Cuando los negros sufren, los blancos solo montan clubs de lectura”.
Quizá Žižek esté pecando ligeramente de hipocondríaco moral, como trasluce un texto cuya solidez argumentativa se va deslavazando progresivamente mientras más se acerca al final; tal vez lo devore un pelín el narcisismo y le resulte complicado abandonar sus lindes y abrazar la responsabilidad y el compromiso social; podría ser que, siguiendo las enseñanzas de Gonzalo Torné en el ensayo La Cancelación y sus enemigos, no acierte a comprender a unas “audiencias emancipadas” que ejercen su derecho a la crítica, pero no excluyen a nadie; o, a lo mejor, simplemente tuvo un mal día y confundió el maltrato continuo que golpea a quienes viven al límite, su legítima exigencia de justicia, con la mullida cama de facilidades extendida tradicionalmente al heteronormativo hombre blanco.