Desde su mansión de Florida, Mar-a-Lago, la misma que hace unos meses registró el FBI, un comedido y menos histriónico de lo habitual Donald Trump anunció la noche del martes 15 de noviembre su intención de ser presidente de los Estados Unidos en 2024. Serio, casi sin gritar, el exmandatario recorrió los principales puntos calientes de la política del país para comunicar que tiene previsto presentarse a las primarias del partido republicano y, tras ganarlas, derrotar a Biden y “salvar América”.
No exento de confianza en su objetivo, pero poco agresivo para lo que acostumbra, Trump parecía haber recogido las críticas que sobre él pesan, incluso dentro de sus círculos, sobre su insistencia en teorías de la conspiración respecto al resultado de los comicios de 2020; la burla al candidato que apunta a ser su rival más claro, Ron DeSantis, recién elegido por un amplio margen para ser gobernador precisamente de Florida; y unas elecciones de medio mandato donde muchos de sus candidatos afines han obtenido pésimos resultados. De hecho, si por algo destacó este discurso fue por su énfasis en “la unidad” –de todos: republicanos, pero también del pueblo estadounidense–, y por apenas mentar la consabida cantinela (falsa), hasta hace unos días en su boca: que perdió contra Biden porque el proceso electoral estaba amañado.
En la más de una hora que duró el parlamento, tan soporífero que hasta Fox News, la cadena televisiva que suele encumbrarlo, desconectó la retransmisión unos minutos, únicamente se refirió, y veladamente, a la conspiración dos veces: la primera, para decir que fue muy votado –lo cual es cierto, porque se incrementó la participación en los dos flancos–; la segunda, en relación a la lentitud del recuento y supuestos cambios que implementaría en el sufragio para “devolver la confianza” al ciudadano.
Por lo demás, los ataques se centraron en cuestiones cruciales de la agenda mediática: reducir la inflación, mejorar la economía, junto a constantes menciones al peligro inmediato de guerra nuclear, propiciado por la administración actual, después del reciente ataque a Polonia con misiles. “Ucrania nunca habría sucedido si yo fuera vuestro presidente”, exclamó, aprovechando el riesgo de conflagración mundial para ridiculizar los planes de varios países en torno a la lucha contra el cambio climático: los mandatarios globales se preocupan por un fenómeno que nos destruirá en 300 años, señaló, “pero no por las armas nucleares que pueden acabar con un país de una tacada”.
Trump, haciendo alarde de su habilidad para aglutinar mentiras y medias verdades, y conjurar el miedo que flota en el ambiente –la ayuda a Ucrania ha sido criticada desde varios puntos del espectro político– marcaba así un cambio de rumbo en su estrategia, menos beligerante, y lo hacía en un momento clave para los republicanos, que acaban de asegurarse una raquítica mayoría en la cámara de representantes, suficiente como para tumbar la comisión que investiga el asalto al Capitolio y bloquear toda propuesta legislativa demócrata. Obviando el hecho de que sus contrincantes han conquistado el senado gracias a la victoria en Pensilvania, donde su candidato, Mehmet Oz, perdió contra todo pronóstico frente al progresista John Fetterman, muy debilitado tras darle un infarto, y reconociendo que el sufrimiento ciudadano no se nota tanto, pero se agravará antes de 2024, Trump volvió a la carga con su manida paleta temática: los inmigrantes nos están invadiendo, retomaré la construcción del muro; la violencia en las calles es insoportable, reforzaré los cuerpos policiales, etc.
La crisis energética, principal causante de una inflación que ha alcanzado la cota más alta en 40 años, también ocupó buena parte de su discurso: los datos que presentó al respecto eran irrefutables, incluido su fomento del boom del fracking –que tiene los días contados–, y el bajo precio de la gasolina durante su presidencia, pero, al margen de que Biden tenga un poder limitado para modificar las deficiencias del mercado energético global, este hecho no ha logrado provocar la gran “oleada roja” que las encuestas esperaban en las elecciones de media legislatura, y es probable que no sirva a Trump en sus propósitos de llegar a la Casa Blanca. Otros asuntos menores, como la lucha contra las drogas –que, indicó, quiere combatir con la pena de muerte a los traficantes– tampoco parecen mitigar la falta de apoyos que ya se está cristalizando entre quienes otrora fueron sus aliados. Y sus ya clásicas promesas de reflotar la manufactura y reavivar el proteccionismo para perjudicar a China forman parte del programa demócrata.
En definitiva, lo que pudo observarse esa noche en Mar-a-Lago fue un Trump que apuesta por la moderación de la palabra –antes incendiaria–, por suavizar el relato victimista de la falsa corrupción electoral que tantos enemigos internos le está granjeando, y centrarse en la guerra y las subidas de precios como focos de una candidatura que ya presenta síntomas de agotamiento. Si el trumpismo puede gozar de recorrido en otros nombres, como DeSantis, y sin duda perdurará en las deliberaciones del Tribunal Supremo, quizá nos encontremos ante el principio del fin de Trump, sus ardides y desvaríos.