La victoria este domingo del candidato de la izquierda, Luiz Inácio Lula da Silva, frente al candidato gobernante, Jair Bolsonaro, pone fin a cuatro años de gobierno de ultraderecha en Brasil. El triunfo de Lula envía un mensaje de esperanza a una izquierda mundial que asiste inerme, en casi todo el orbe, al ascenso de una derecha radical que ha hecho de la mentira, el negacionismo pandémico y el recorte de derechos y libertades su razón de ser. Una derecha que no ha tenido empacho en usar todas las estrategias de guerra sucia posible, que Lula ha padecido en sus carnes en la forma de una persecución judicial cuyo propósito era evitar su regreso a la Presidencia. Pero, en esta ocasión, la derecha no lo ha logrado. Lula ha vencido también al lawfare, sentando un precedente que puede repetirse el próximo año en Argentina.
Sin embargo, el avance del bolsonarismo en estas elecciones, que ha reforzado sus posiciones en el parlamento y en varios estados, así como el estrecho porcentaje de votos de distancia obtenido entre los candidatos, demuestran que en Brasil el escenario político no será fácil. Estos resultados hablan de una sociedad escindida en dos, donde las posiciones conservadoras, a veces vinculadas a la penetración de los valores religiosos por la expansión de potentes grupos evangélicos, han ganado terreno recorriendo el espectro izquierda-derecha hacia la derecha y provocando la moderación de la izquierda. Quizás un ejemplo elocuente sea la alianza de Lula con un bloque conservador liderado por Geraldo Alckmin, su próximo vicepresidente.
Más allá de las dificultades que Lula da Silva pueda enfrentar en la esfera doméstica en su tercer mandato, que serán de magnitudes proporcionales a los niveles de pobreza del que es uno de los países más desiguales de América Latina y el Caribe, existe otro frente en el que el futuro gobierno de Brasil puede y debe retomar lo iniciado bajo las administraciones previas del Partido de los Trabajadores (PT). Se trata del escenario regional.
El retorno de Lula a la presidencia de Brasil coincide con otros gobiernos de izquierda en países tradicionalmente gobernados por la derecha, como México y Colombia. Se trata de dos posiciones clave para la izquierda regional, pues Estados Unidos (EEUU) ha mantenido con ambos países estrechos lazos de cooperación y ha apostado en ellos su estrategia de seguridad hemisférica de las últimas décadas. Los cambios de gobierno en México y Colombia facilitan un punto de inflexión política en la región que se ha expresado ya, de manera clara, en el abandono de la política de acoso y derribo a la Revolución Bolivariana que había caracterizado a sus mandatarios precedentes. Lo que algunos analistas llaman “oxígeno para Nicolás Maduro” no es más que la defensa de la soberanía de los países de latinoamericano-caribeños, elemento central que permitió el inicio de una nueva era geopolítica en la región después de la llegada al poder de Hugo Chávez en 1999.
El lanzamiento durante las primeras décadas del 2000 de diversos organismos de integración y concertación multilaterales como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América en 2004, la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) en 2008 o la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en 2011 no se pueden explicar sin los liderazgos de Hugo Chávez, Fidel Castro, Néstor Kirchner, Rafael Correa, Evo Morales o el propio Lula da Silva. Pero tampoco sin su capacidad para convencer al resto de gobiernos de la derecha regional de la importancia de confluir en una agenda mínima de defensa de la soberanía nacional que convirtió a América Latina en un actor destacado del sistema internacional, con una voz propia y concertada ante terceros. A su pesar, algunos de estos gobiernos de la derecha acabaron formando parte de lo que se convirtió en un bloque de poder contrahegemónico a los intereses de EEUU. Pero pronto estos gobiernos de derecha se articularon también con EEUU, que se apresuró a maniobrar con sus aliados de siempre para proponer organismos alternativos y consiguió, incluso, borrar del mapa iniciativas como la Unasur, que incluían un peligroso Consejo de Defensa Suramericano.
La izquierda que hoy confluye en la región es, como en décadas pasadas, muy distinta entre sí. Si bien ha ganado posiciones en el tablero nunca vistas, detrás de su aparente hegemonía se observa un reflujo ideológico, expresado en distintas intensidades, que muestra su debilidad a la hora de llegar al gobierno con proyectos que, en términos generales, son enunciativamente mucho más moderados que antaño. Lo haga para arañar votos entre los sectores moderados, como en Colombia o Chile, o porque está recuperándose después de la experiencia traumática de un golpe de Estado, como en Bolivia, o porque su naturaleza ideológica es ambigua, como en Perú, tener una izquierda que parte con expectativas rebajadas no deja de ser decepcionante para quienes votan esperando cambios postergados durante décadas. El reformismo siempre ha sido reformismo y tiene sus límites, dirán quienes crean que desde las instituciones no se puede cambiar nada. Sí, pero parte del reformismo de izquierdas actual parece tan preocupado con hacer equilibrios y no molestar a nadie que acaba abrazando posiciones que, en otra época, sólo hubiera defendido la derecha, también en la arena internacional.
No obstante, la historia de América Latina deja muchas lecciones que deberían abrir los ojos, tanto a quienes siguen creyendo que la moderación es garantía para poder hacer tranquilamente cambios desde las instituciones, como a quienes piensan que tener a una “descafeinada” izquierda reformista en los gobiernos no supone ninguna confrontación con la potencia hegemónica. EEUU nunca ha permitido la existencia de una izquierda reformista en el continente pues cualquier defensa de políticas de tinte socialdemócrata que en Europa serían toleradas, en la región latinoamericano-caribeña se convierten en desafíos revolucionarios a los intereses estadounidenses. La misma lógica de aniquilación de la competencia sirve para mandatarios que fueron derrocados no ya por sus políticas progresistas sino por sus “alianzas internacionales bolivarianas”, como fue el caso de Manuel Zelaya en Honduras o de Fernando Lugo en Paraguay. EEUU no busca aliados sino sometidos. Y todo país que se aparte de su dominio geopolítico en América Latina y el Caribe, es una potencial amenaza. Puede ser real o inventada, pero sirve de excusa para justificar injerencias de todo tipo y una estrategia latente de cambio de régimen que se mantiene constante en la política exterior de EEUU hacia sus vecinos, quienquiera que se encuentre en la Casa Blanca.
La correlación de fuerzas regional en la que Lula llegará al gobierno es, por tanto, favorable desde el punto de vista de las posibilidades de una construcción geopolítica alternativa a los intereses estadounidenses, con todos los riesgos golpistas que ello implica, pero preocupante si atendemos a movimientos de transformación social más profunda de las respectivas sociedades latinoamericano-caribeñas. Avanzar en un bloque de poder contrahegemónico latinoamericano-caribeño solo será posible si los gobiernos que lo componen tienen detrás el respaldo mayoritario de unos pueblos conscientes de su papel histórico y la claridad ideológica de quienes saben que para poder transformar de verdad América Latina y el Caribe hace falta romper tanto con EEUU como con el capitalismo.