¿Cuánto importa la vida? No la propia en su vertiente más inmediata, ni siquiera la de nuestros amigos y familiares; me estoy refiriendo a la vida en general, la perpetuación de la especie humana más allá de las lindes caseras o nacionales, cierta visión de futuro que nos permita morirnos en paz sabiendo que alguien retomará nuestras creaciones para mejorarlas, que la memoria de los pueblos seguirá latente, al menos como pensaban nuestros abuelos. Y lo pregunto porque, hace unos días, el presidente de Estados Unidos Joe Biden afirmó que, si Putin se atreviese a usar armas nucleares tácticas en Ucrania, el mundo podría enfrentarse a un Armagedón; es decir, sería el fin de los tiempos, el aniquilamiento de todo, una situación que el mandatario norteamericano cree que sobrevuela nuestras cabezas aterrorizadas como no lo hacía desde la crisis de los misiles en 1962.
Los aires de Guerra Fría y la amenaza nuclear se han instalado en nuestro imaginario desde que Putin invadiera Ucrania el pasado febrero, avivados por la agresividad del Kremlin, pero también por el clima belicoso que Occidente y, específicamente, Biden –quien primero mencionó la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial –, han promovido desde sus atriles. A ellos se les ha sumado un Zelensky que, procurando la defensa de su territorio, no ha dudado en afirmar que el mundo “nunca olvidará” un ataque nuclear ruso y esto podría acabar incluso con su líder, Putin. Abajo, la ciudadanía tiembla, aunque en Europa parte de ese temblor se deba a las facturas de gas y luz, a no poder satisfacer necesidades básicas. Entretanto, suena otra alarma que no conduce a los refugios antiaéreos sino, por el contrario, incita a mirar arriba, a la atmósfera recalentada y los glaciares derretidos, la insoportable realidad de la crisis climática, que no se combate con la voladura de gasoductos ni quemando nuestros bosques en busca de calefacción ‘verde’.
El futuro, podría pensarse, es una mala pesadilla de la que es difícil despertar, un juguete roto en manos irresponsables y, si consideramos que a un 97% de los jóvenes españoles les preocupa la emergencia climática, que muchos sufren ecoansiedad, que esa cifra quizá sea replicable en otros países mientras las referencias a los arsenales nucleares de unos y de otros se multiplican en los medios, ¿cuánto importa la vida? Realicemos un viaje retrospectivo a la Cuba de los misiles, transportémonos a 1962, Caribe, sol –y humedad– de justicia en la patria de Fidel Castro.
El mundo hervía todavía en unos destellos revolucionarios que esta isla ejemplificaba e irradiaba hacia el exterior. Antes de que se transformara en un régimen abiertamente autoritario, Cuba no solo aglutinaba una esperanza nacional que su pueblo interiorizó como independencia, sino que fue enclave de unión y anhelos para buena parte de la izquierda latinoamericana, e incluso la española, incluyendo a aquellos que, habiendo vivido y perdido la Guerra Civil, encontraron en la antigua colonia un síntoma de redención. África se descolonizaba, no sin conflagraciones sangrientas. En Estados Unidos, Martin Luther King Jr. todavía respiraba, al igual que JF Kennedy y su hermano Bobby. Como afirmase el pensador Fredric Jameson, los sesenta fueron la época en que los desposeídos alcanzaron el estatus de personas, reconociéndoseles en distintas partes del globo no solo la existencia, sino también derechos. Corría un ideario de justicia social imparable –recuérdese también el mayo francés del 68–, el feminismo brillaba, el movimiento ecologista ganaba fuerza y, aunque se sabía que la Unión Soviética era un proyecto agotado, el socialismo no había besado aún su tumba.
Cuando Biden se refiere al momento actual como “lo más parecido” a la crisis de los misiles, se olvida de que, anterior a la consolidación de la fractura posmoderna y el llamado “fin de la historia” que argumentó Fukuyama, en 1962 se barajaban nociones muy diferentes de futuro de las que ahora manejamos. De hecho, el presente, repetido en bucle porque la línea temporal ya no avanza, nos devuelve parajes inhóspitos inundados de basura, suelos agrietados por la sequía o invisibles, al estar sepultados bajo trombas de agua y lodo, junto a guerras sucias que ya no responden a ideales nobles según se concebían antaño. Si, como afirmara Fisher, en pleno despojo neoliberal de nuestras sociedades, la ciudanía oscila entre la depresión más flagrante o su contrapunto, lo que él denomina “hedonia depresiva”, a saber, una ubicua búsqueda de placer constante a sabiendas de que es lo único que queda, ¿cuánto importa la vida? ¿Qué respondería el trabajador explotado, o quienes conforman las descarnadas estadísticas de suicidio?
Porque de esa respuesta, enmarcada en su momento histórico, al calor de los rasgos epocales, de la fragmentación de los grandes relatos emancipatorios, de los grados que suba la temperatura mundial, depende también el resultado de esta guerra. Así, la amenaza nuclear de ahora no podrá nunca ser equiparada a la de hace más de medio siglo, porque somos seres completamente otros, disímiles, producto de unos tiempos cuyo final ha sido ya pronosticado y azuzado desde tantos flancos que cuesta la vida contestar a cuánto nos importa. Y eso, creo yo, es lo más peligroso.