La vida es impredecible y depara, a veces, sorpresas. A Salvador Illa, la pandemia de la COVID-19 le deparó, hace dos años, la de un ministerio protagonista, cuando había esperado uno decorativo. La guerra de Ucrania depara ahora algo parecido para Josep Borrell, ungido con un alto comisariado europeo de nombre aparente pero escasas competencias de facto; los asuntos exteriores de un no-Estado.
El socialista poblatano asoma estos días su rostro a los telediarios de todo el mundo, convertido en portavoz de una UE federalizada de golpe entre estruendo de cañoneras, con un discurso muy contundente contra Vladimir Putin y la invasión de Ucrania y en defensa del suministro de ayuda militar a la resistencia de la nación agredida.
Regresa la guerra al Viejo Continente, declarada por un sátrapa que convoca el recuerdo de sátrapas pretéritos, y ello espolea una suerte de chovinismo europeo y occidental en el que Borrell se maneja espléndidamente: la apelación a un alma asediada que consistiría en los derechos humanos, el Estado de derecho, la democracia representativa, el legado excelso de Pericles.
Luchamos contra «las fuerzas del mal» y debemos hacerlo a tiros: «no podemos seguir confiando en que apelar al Estado de derecho y desarrollar relaciones comerciales vaya a convertir al mundo en un lugar pacífico donde todo el mundo evolucionará hacia la democracia representativa», proclama el exministro español; «cuando un potente agresor agrede sin justificación alguna a un vecino mucho más débil, nadie puede invocar la resolución pacífica de los conflictos», ha proclamado antes, orgulloso de firmar «el acta de nacimiento de la Europa geopolítica».
Las fuerzas del mal, y enfrente, en buen silogismo, las fuerzas del bien. Toda guerra reduce la mareante complejidad de cualquier cosa humana a una cosmomaquia entre ángeles y demonios. Es, seguramente, necesario que así sea. Una guerra no es momento para exquisiteces analíticas. Decía Jean Genet, y nos recordaba estos días Jónatham Moriche, que cuando los palestinos dejasen de ser martirizados y recobrasen su independencia, se convertirían en un pueblo tan defectuoso como cualquier otro, pero hasta entonces su admiración y lealtad hacia ellos sería incondicional.
Debe serlo hoy la admiración y la lealtad hacia el pueblo ucraniano, con todos sus defectos. Debe serlo, para cualquier revolucionario digno de tal nombre, el denuesto del régimen putinista, por más que los relojes parados den la buena hora dos veces al día y Putin la dé cuando, por ejemplo, denuncia que la expansión de la OTAN hacia el Este rompe promesas de los años noventa: no hay lenitivo que valga para la condena de izquierda de un ultracapitalismo singularmente cleptócrata. Una teocracia reaccionaria que financia a ultraderechas del mundo entero y un imperialismo literalmente anticomunista, que justifica sus expansiones ciscándose de la memoria de Lenin y reprime duramente las protestas de toda clase de disidentes, del activismo LGTB al Movimiento Socialista de Rusia.
Es la resistencia ucraniana la causa moralmente correcta en este momento, y deben no cargase las tintas de la crítica que en cualquier momento puede formularse contra una causa cualquiera: no existe el bien sin mácula; el mal inmaculado no existe; el bien, el mal, son vetas caprichosamente entremezcladas en la reconditez geológica de lo humano (entremezcladas, que no refundidas; y caprichosa, que no simétricamente: a veces más bien que mal, a veces más mal que bien).
Ese aparcamiento deseable de la crítica abarca la suspensión de la autocrítica. Es bueno para la moral de combate creerse representante de un bien sin fisuras. Pero algún día bajará, de nuevo, la marea, y entonces tocará suspender la suspensión e interrogarse cuánto pudo contribuir cada cual al mal contra el que ha luchado. No hay advenimiento maligno del que hasta el último ser humano no posea una cuota, grande, pequeña o minúscula, de responsabilidad: la de lo que en un momento dado dijo o no dijo, hizo o dejó de hacer.
Hay hombres que luchan un día, una semana, un mes, y son buenos, mejores, muy buenos; pero no es menos cierto que el resto del tiempo no lucharon; que quizás coadyuvaron, por activa o pasiva, a la llegada de los malvados; a la perpetración sibilina del clima que hizo posible su germinación; que quizás fueron malvados ellos mismos. El Thomas Mann que devendría un intachable antinazi tras el advenimiento de Hitler, y consideraría inaceptable la equiparación de nazis y comunistas («Colocar en el mismo plano moral el comunismo ruso y el nazifascismo, en la medida en que ambos serían totalitarios, en el mejor de los casos es una superficialidad; en el peor, es fascismo»), tal vez se arrepintiera entonces de los comentarios antisemitas que profería a la altura de 1917 contra la Revolución soviética.
Hoy, o cuando Putin caiga, nos tocará a nosotros revisar cuánto contribuyó cada cual a un mundo putinista. Deberá hacerlo, por ejemplo, el Borrell que, hace unos años, recomendaba con entusiasmo el Imperiofobia de María Elvira Roca Barea, panfleto manipulador, chovinista, imperialista, conspiranoico; manifiesto esclarecido de un putinismo a la española, venerado, en nuestro país, por los peones de Putin. Deberá hacerlo, en general, una Unión Europea que ha distado en demasiadas ocasiones de encarnar con sinceridad los áureos principios fundamentales que hoy alza en estandarte frente al tirano del Kremlin, y en no pocas se pareció de facto a él.
Gane el bien y no el mal esta guerra desgraciada. Pero ganémosela también a los Putin domésticos, y a los interiores.