A Isabel Díaz Ayuso nunca le hablaron de la guerra civil, «porque me querían —contaba la presidenta madrileña el otro día, durante un mitin— libre de odios». Tú también conociste en tus abuelos una preocupación intensa, angustiada, por que no resurgiera el odio que condujo a la guerra civil. Pero no era el odio así, en general. Tus abuelos jamás compraron la cantinela de que todos fuimos culpables. Era el odio hacia ellos, hacia nosotros, lo que —recordando sus dentelladas— les preocupaba. No que tú odiases (de hecho, les enorgullecía que odiases), sino que te odiasen a ti. Y estaban dispuestos a pagar el precio: no significarse demasiado, no importunar demasiado a los malvados, ser extremadamente cautelosos.
Recuerdas con viveza la vez que el adolescente contestatario que tú eras se puso La Internacional de melodía del móvil (un Nokia 3410): tu abuelo, asustado como no lo habías visto nunca, te rogó que lo quitaras. No te signifiques. Lucha, porque hay que luchar, pero no te signifiques. Y era aquello un mantra que escucharías muchas veces: no te signifiques. La emoción determinante de aquella preocupación no era la prudencia, no era la ecuanimidad, ni la generosidad, ni la tolerancia, ni nada por el estilo. Era el miedo; el puro terror hacia las Isabel Díaz Ayuso del mundo y a que volvieran a apalizarnos los nietos de quienes, acabada la guerra, apalizaron a tu bisabuela por ocultar, una noche, a dos fugaes en su casa. Tus abuelos, tus bisabuelos, sabían perfectamente quién, en la aldea, los había delatado. Y tu abuela contaba que, cuando niña, se echaba a temblar cada vez que veía un tricornio.
Te enseñaron, también, es cierto, a no ser sectario; a ser abierto de mente, capaz de trabar amistad con personas con ideologías alejadas de la tuya, como lo era tu abuelo. Y eran grandes, grandísimos, entusiastas de la Transición; del sentido de Estado de Suárez, de Carrillo, del papel del Rey en el 23-F, de toda la historia sagrada del tiempo de la Libertad sin ira; una cosa no quitaba la otra. Pero lo eran así y desde ahí: algunos malos menos malos que el búnker han decidido otorgarnos este alivio; les hemos forzado a dárnoslo; les han forzado a dárnoslo la CIA, Willy Brandt y el Mercado Común; aceptémoslo. Nunca vamos a encontrar nada mejor. Nunca nos podremos permitir nada mejor. Si lo intentamos, nos apalizarán.
Te apalizarán. Y no quieres que te apalicen. No es agradable, ni épico, ser apalizado. También recuerdas bien lo que una vez te contó Francisco Prado Alberdi, insigne sindicalista: desconfía —te dijo aquella vez que le hiciste una larga entrevista— de quienes te hablen con demasiada facilidad de sus torturas. El que fue torturado de verdad, el que no recibió simplemente un par de toletazos en una mani, o no lo cuenta, o lo cuenta a regañadientes, o tardó muchísimos años en poder contarlo. No es un baldón de honor en un currículum militante, sino un recuerdo humillante, lacerante, siempre entrelazado en la duda angustiosa de si cantaste de más, si en el humo mareante de tu propio dolor hiciste caer a algún camarada, si no supiste aplicar la técnica de delatar a quien supieras ya encarcelado, de tal manera de darles algo y que con ello te dejaran en paz, pero no comprometieras a la organización. No quieres eso; no quieres arriesgarte a eso; no quieres regresar a ese mundo que no era glorioso, sino un bancal de purines. «Aquí no se salva ni dios: lo asesinaron».
España entra estos días, según The Economist, en la segunda división de las democracias mundiales, debido a la bajada en la puntuación en «independencia judicial» a consecuencia del bloqueo del Consejo General del Poder Judicial. Pasa a ser la española una de las democracias que el periódico considera «defectuosas». Y piensas que esto es un poco como cuando condenaron a Al Capone por un delito fiscal.
¿Cuándo no ha sido un poco más que defectuosa esta democracia que nació malformada, equívoca, sin despeinar siquiera las fortunas amasadas con trabajo esclavo; reconvirtiendo a los torturadores en soldados de la lucha antiterrorista y cargándolos de medallas; desnazificando la judicatura, los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado? ¿Bastan urnas y un parlamento para hablar de democracia? El PCE hablaba, empezó a hablar muy tempranamente, de reconciliación nacional, y bien estaba tal y como lo hacía: reconciliemos al pueblo en contra de Franco; no preguntemos a nadie en qué trinchera pegó tiros en mil novecientos treinta y seis, sino si quiere hacer algo, ahora, contra Franco y el franquismo. Se trataba de reconciliarse contra Franco, no con él, ni con sus carniceros. Y nunca es tarde si la dicha es buena. Pero nunca acaba de ser buena la dicha.