Sorprendía el pasado 20 de enero Santiago Abascal, de mitin en León, arrancándose con un discurso podría decirse que leonesista; leonesista de aquella manera, pero curioso en todo caso en el líder de un partido de ambiciones recentralizadoras, enemigo furioso de todo -ismo territorial que no sea el español. «León no es Valladolid», aseveraba, y sí una tierra «leal a España» cuya lealtad, sin embargo, ha sido castigada en lugar de premiada —denunciaba el Duce voxista— por el Estado del setenta y ocho.
José Ortega Lara abundaba más tarde en el mismo acto que la fidelidad leonesa «no se ha pagado, se ha castigado». El demonio atizado acá era, por supuesto, el Estado autonómico, pero de forma bastante audaz, sirviéndose de una pasmosa pirueta argumental: un reivindicar la pluralidad de España por vía de denunciarla ahogada por «las autonomías centralistas».
La estampa nos habla de la fuerza transversal de un momentum leonesista que se sustancia, desde hace tres años, en una ola de mociones por la autonomía que recorre los Ayuntamientos del País Leonés, y sobre todo la de León (pero también alguna localidad de Zamora y Salamanca). Los municipios leoneses que las han aprobado abarcan ya más de la mitad de la población provincial, y en alguno de ellos, han llegado a contar con los votos a favor de ediles de Vox, desobedientes a la orden de su propio partido de declararse en contra.
En las encuestas, supera el 70% de la población tanto leonesa como zamorana y salmantina la desidentificación con la comunidad autónoma en la que los colocó, en 1983, la avidez —dicen las malas lenguas— de la burguesía cerealista vallisoletana de agrupar en una misma comunidad toda la cuenca del Duero. Y en las próximas elecciones autonómicas, se espera que cebe un resultado histórico para la Unión del Pueblo Leonés, partido fundado en 1986, de raíces conservadoras y ambiciones transversales, pero donde un relevo generacional ha desencadenado últimamente un leve giro socialdemócrata. Ese éxito previsible estaba probablemente en la cabeza del Ortega Lara que peroraba también su deseo de que los leoneses no se sumen al «experimento» de un regionalismo pactista con «Sánchez, los etarras y los comunistas» y de «convertir el Congreso en un mercado persa».
La historia nos muestra que el fascismo y sus ansias violentas de centralización no son incompatibles con un cierto discurso regionalista. Como explica Stefano Cavazza del italiano en un artículo académico de hace unos años (El cultivo de la pequeña patria en Italia), publicado en la revista Ayer,
«El fascismo […] se mostró abierto a acoger los temas de la tradición cultural favorable al localismo y —en menor medida— al regionalismo, viendo en la pequeña patria una suerte de puente hacia la nación y la posible matriz de una cultura italiana renovada […] Un aspecto para ello fue el culto al folclore. […] [Se absorbieron tendencias] interesadas en hacer compatibles el amor de la pequeña patria y el amor por la patria grande, mediante la utilización del interés por la dimensión local como medio de reforzar la identidad nacional».
La Opera Nazionale Dopolavoro, encargada de la planificación del ocio y el tiempo libre, exhumaba fiestas medievales, organizaba grupos corales o convocaba juegos florales de poesía en dialecto. España, más tarde, conocería también lo que el franquismo llamaba regionalismo bien entendido: un cultivo folclórico, costumbrista, preocupado por apagar cualquier rescoldo posible de separatismo, pero vigoroso, de identidades locales, convertidas en un decálogo de maneras de ser español.
Nunca se han visto tantas sardanas y muñeiras en la televisión pública española como durante la dictadura, que en 1969 emitía una serie de sellos con los trajes regionales de cada provincia (varios de ellos reinventados por la Sección Femenina para reforzar su pintoresquismo). La ultracentralización administrativa podía coexistir con lo que, en Italia, Luigi Farini llamaba en 1860 «respetar las membranas naturales» del país, o el propósito que Giovanni Crocioni expresaba de este modo en 1914: «Reevocando las tradiciones y restaurando la civilización de las regiones, nos proponemos conservar sus elementos buenos, fundirlos conjuntamente, con el objetivo de reforzar y hacer cada vez más grande la nueva, única y verdadera civilización nacional».
La región como puente, como trampolín, como lanzadera hacia la nación. Y, para ello, la asignación a cada una de una gloria nacional, y con ella, desprendiéndose de ella, una misión nacional. El regionalismo bien entendido era también enorgullecerse de, y reencarnar el espíritu de, don Pelayo en Asturias, los conquistadores en Extremadura, el Cid en Castilla, los defensores de Zaragoza en Aragón, etcétera. Vox, hoy, envía a sus candidatos a iniciar una campaña electoral —la de 2019— ante la estatua de Pelayo en Covadonga, la del Cid en Burgos o la del Tambor del Bruch en Barcelona; ameniza una convención con sanfermines, sevillanas, jotas, fallas y gaiteros o promueve aquí y allá modificaciones de días grandes locales, exigiendo, por ejemplo, que el 2 de enero —toma de Granada— sea la fiesta oficial de Andalucía en lugar del 28 de febrero —día del referéndum autonómico de 1980—, o las de Badajoz y Murcia pasen a ser el aniversario de la conquista de la taifa musulmana en 1230 y 1266 respectivamente.
Entrevistado en 2019, José María Llanos, candidato valenciano de Vox, afirmaba (y nadie de los que se lo tiraría más tarde a Yolanda Díaz le tiró entonces el DRAE a la cabeza) que
«el valencianismo está dentro del programa de Vox […], lo llevamos en nuestro ADN: como decía el rector del monasterio del Puig, los valencianos tenemos la patria y tenemos la matria. La patria es España, a la que adoramos, y la matria es nuestra terreta, nuestro Reino de Valencia […] Los valencianos de Vox somos valencianos de pura cepa y españoles hasta la médula; es absolutamente inclusivo y defendemos sin ismos lo valenciano, la valencianidad».
El blaverismo —un cultivo ultraderechista de una identidad valenciana estridente, pero asociada a un españolismo y una catalanofobia igual de robustos, y con frecuencia violentos— es el ejemplo vivo del recorrido final de este regionalismo bien entendido que Vox rescata hoy, y que es fácil adaptar al color doméstico de cada región española; de cada terreta, cada tierruca y cada tierrina, del baturrismo aragonés al paconismo asturiano (Covadonga, cachopos y fiestes de prau). Frente a ello, hay también una lección valenciana en el éxito de Compromís, basado en gran parte en años de pico y pala en la construcción y el enraizamiento asociativo de un valencianismo fallero pero progresista, populachero para bien, regionalismo, este sí, bien, magníficamente entendido. Aprendámosla todos.