“Intentar destrozar el espíritu de miles y miles de personas que están luchando por lograr justicia… es imperdonable”. Son las palabras del líder progresista Bernie Sanders, pronunciadas el pasado 29 de marzo frente a Howard Schultz, el multimillonario CEO de Starbucks , quien fue citado a una sesión en el Senado de Estados Unidos para declarar sobre las presuntas prácticas ilegales de la empresa orientadas a desincentivar la sindicalización de sus trabajadores. Starbucks, la conocida cadena de cafés, es sólo una de las varias multinacionales acusadas de violar derechos laborales: negarse a negociar nuevos contratos tras la formación de sindicatos, despedir a los empleados organizados en torno a estas uniones o discriminarlos mediante la negación de prestaciones como el seguro de salud constituyen algunas de estas acciones, que han sido denunciadas tanto por los afectados, como por la Junta Nacional de Relaciones Laborales (NLRB en sus siglas en inglés), una agencia federal.
Así, el ambiente tenso que se vivió en la cámara responde a un problema estructural que no ha parado de acentuarse desde la pandemia : por un lado, una desigualdad al alza que mantiene a amplios sectores de la población en una situación de explotación y precariedad, ante la cual la sindicalización ofrece respuestas; por otro, una contraofensiva empresarial que busca boicotear todo avance social y seguir acumulando beneficios astronómicos. Como afirmó el senador Sanders, “el asunto fundamental al que nos enfrentamos hoy es si tenemos un sistema de justicia aplicable a todo el mundo, o si los milmillonarios y las grandes corporaciones pueden saltarse la ley impunemente”.
Una manifestación de trabajadores de Starbucks. REUTERS
El mismo presidente Biden, megáfono en mano , se unió la semana pasada a un piquete en apoyo a los trabajadores en huelga contra los tres gigantes automovilísticos en EEUU: Ford, General Motors y Stellantis. Y también estos días se ha llegado a un principio de acuerdo entre los grandes estudios de Hollywood y los guionistas , que han echado un pulso a la industria de casi cinco meses en huelga.
Sindicatos: una respuesta a la crisis
Es difícil hablar de crisis en un país cuya cifra de desempleo roza mínimos históricos (3,5%) y donde la recuperación económica tras la pandemia ha sido motivo de orgullo para muchos representantes demócratas. Sin embargo, la letra pequeña transmite un malestar anclado a los sueldos bajos, la carestía de servicios imprescindibles como la sanidad y la vivienda, y una inflación en torno al 6% que se refleja en los alimentos y carburantes .
El salario mínimo federal lleva estancado en 7,25 dólares la hora desde 2009; se estima que un 50% de la ciudadanía no llega a fin de mes; la reforma fiscal de Trump –que Biden no ha revertido– favoreció a las clases altas; y todo ello, sumado a la inestabilidad desatada en la legislatura anterior, contribuyó a provocar un cuestionamiento del trabajo que se tradujo en fenómenos como la Gran Dimisión: miles de personas abandonaron voluntariamente sus puestos en el momento álgido de la COVID-19.
En ese contexto, y avivados por un presidente, Joe Biden, que ya desde sus primeras campañas electorales se mostró proclive a mejorar las condiciones laborales de la gente, ha surgido una oleada de sindicalizaciones que cuenta con un apoyo popular inaudito desde 1965 : un 71% de los estadounidenses está a favor, según una encuesta de Gallup.
Los trabajadores de Tesla, Amazon, los supermercados Trader Joe’s, o la cadena de comida mexicana Chipotle han protagonizado esfuerzos muy sonados para sindicalizarse , aunque los datos invitan a pensar que se trata de una tendencia ascendente, de fuerte repercusión mediática, pero aún moderada. De hecho, de acuerdo con un informe del Departamento de Trabajo, la cifra de afiliados a sindicatos es la más baja de la historia: un 10,1% de la población activa, la mitad si se compara con el 20,1% de 1983, cuando se empezaron a contabilizar; ambas muy alejadas de ese tercio de empleados que, se calcula, eran miembros de estas organizaciones en la década de 1950.
Pese a ello, el número total se ha incrementado en 2022: hay 273,000 trabajadores más sindicalizados respecto a 2021, una mudanza que queda diluida en las estadísticas porque se ha creado mucho empleo de todo tipo. Por otra parte, es significativo el aumento de peticiones para formar sindicatos: hubo más de 2.000 el año pasado, un 63% más que en 2021 y la cifra más alta desde 2015 , alcanzada a menudo tras superar distintos obstáculos impuestos por la patronal.
Las declaraciones de Sanders no atañen exclusivamente a Starbucks: hace unos meses, Tesla despidió a más de treinta empleados presuntamente por estar vinculados a una movilización sindical, y la NLRB ha acusado a Apple y Amazon, entre otras firmas, de intimidar a quienes intentaran participar en iniciativas similares.
El mayor reto ahora parece estribar en superar la desprotección institucional que amenaza a esta mano de obra precaria, pues no existen mecanismos legislativos que permitan multar a las empresas por tales prácticas. Para evitar esto, Biden propuso una ley en 2021 que facilitaría la sindicalización y los posteriores acuerdos colectivos, pero, tras su paso por la Cámara de Representantes, fue rechazada en el Senado. El resultado ha sido la perpetuación de esa vulnerabilidad laboral y, como contrapartida, la adopción de mecanismos de presión desde el tejido ciudadano.
Un país en huelga
Medio millón de estudiantes sin colegio: la escena pudo contemplarse en Los Ángeles durante tres días a finales de marzo después de que el personal no docente del segundo distrito escolar más grande del país decidiera ponerse en huelga, apoyado por los profesores. Conserjes, limpiadoras, guardias de seguridad… todos sindicalizados, demandaban una subida de sueldo que la administración pública terminó aceptando : pasarán a cobrar 33.000 dólares anuales de media, frente a los 25.000 que ganaban hasta ahora.
Otras protestas, como la celebrada por la plantilla del periódico The New York Times , o las reivindicaciones de los más de 100.000 trabajadores ferroviarios que a punto estuvieron de paralizar la economía nacional han calado igualmente en la opinión pública. Esta última movilización fue bloqueada por el Congreso tras un incremento salarial, pero el descarrilamiento de un tren cargado de sustancias tóxicas en Ohio volvió a poner sobre la mesa la necesidad de unas condiciones laborales dignas más allá de la nómina, como la inversión en prevención de accidentes, o la concesión de bajas por enfermedad pagadas.
Tanto en el sector privado como entre los empleados públicos, se ha multiplicado la percepción de una injusticia generalizada que se puede contrarrestar con acciones organizadas en los lugares de trabajo. Según un estudio de la Universidad de Cornell, en 2022 el número de paros (contando huelgas y encierros) se situó en 424, un 52% más que el año anterior, y la participación de los trabajadores aumentó un 60% (de 140.000 a 224.000). Casi un 70% de ellos se encontraban afiliados a algún sindicato, demostrando que dichas uniones se articulan como herramientas útiles a la hora de exigir derechos sociales.
Si bien sería imprudente calificar estas circunstancias de revolucionarias, sí es posible afirmar que, en una sociedad donde la brecha entre pobres y ricos es ya más extensa que en la época de la Gran Depresión, se están produciendo cambios sustanciales que apuntan al deseo común de más garantías democráticas, y al desarrollo de estrategias políticas populares que lo canalicen hacia las instituciones.