Piensen por un momento en Israel. En el Holocausto. Piensen en lo que se puede hacer bajo la etiqueta de víctima sin miedo a represalias. Piensen en la limpieza étnica sobre Gaza sin ser cuestionado, de manera impune. Pueden hacerlo porque no se discute a una víctima cuando consigue que se le otorgue esa etiqueta. Convertirte en víctima te da un aura de respetabilidad, de conmiseración, y hace que cualquier crítica sea vista como una afrenta que posiciona al que la emite en el bando del que causó el dolor.
Ser víctima es una manera de conformar la identidad de manera absoluta. Una vez que consigues que se te identifique como víctima no hay crítica, por razonada que sea, que pueda despojarse del hecho de que va dirigida a una víctima y, por lo tanto, incide en su dolor por mucho que sea fingido.
La victimización es la mejor manera de apuntalar una ideología en crisis. Cuando has perdido credibilidad desde el punto de vista ideológico por los errores propios, la única manera de sobrevivir políticamente es convertir tu identidad política en una identidad victimista. La victimización es el último reducto de un político o un Estado fracasado, ya que otorga una explicación al fracaso y permite seguir adelante como Mater Dolorosa. En las sociedades actuales, cuando ser víctima es la más alta distinción, lograr convertirte en una te otorga un reducto inexpugnable.
Dice Daniel Giglioli en su Crítica de la víctima: «La herida más profunda causada por la victimización es precisamente esta: que acabamos afrontando la vida no como sujetos éticos activos, sino solo como víctimas pasivas, y la protesta política degenera entonces en un lloriqueo de autoconmiseración». La victimización como ideología tiene un objetivo fundamental y un modus operandi determinados. Cuando se trata del ejercicio de la victimización para la supervivencia, siempre emana de manera vertical desde las élites de la organización y tiene como fin último exonerarse de cualquier tipo de responsabilidad.
Todo lo que le ocurre al líder tiene una explicación exógena y se debe a un ataque exterior, o interior, eso no importa, a veces se combina, y busca conseguir una comunidad cerrada de palmeros que acompañen el ejercicio plañidero para configurarse al unísono como un todo identitario. La víctima siempre es el líder, pero éste tiene además la compasión de dejar que sus seguidores se sientan víctimas por empatía, creando así un vínculo de agravio y resentimiento que los blinde ante cualquier intento de atomizarlos.
La construcción populista tiene como base la urgencia de satisfacer necesidades del pueblo que han quedado insatisfechas. Es entonces cuando se produce el agravio mediante la victimización: si no se han podido satisfacer a través del ejercicio de la política, según el discurso populista es porque alguien lo ha impedido. No es posible admitir que la práctica de la política convierte a cualquier agente populista en la misma esencia de aquello que denunciaba, y para no admitirlo establece un agravio emocional que otorgue un significado a sus seguidores para que miren hacia fuera en vez de hacia los propios líderes.
Lo hemos intentado, pero no nos han dejado. No es que cometamos los mismos errores, es que os lo han hecho creer las fuerzas oligárquicas que denunciábamos. Somos víctimas del sistema que denunciábamos. Adquirir una posición de víctima, para Giglioli, anula el conflicto de manera definitiva porque impide un ejercicio de asunción de responsabilidad otorgando en ellos la culpa mientras consigue alimentar el bucle populista. Nosotros siempre somos la respuesta, cuando lo conseguimos, y cuando no, porque siempre hay una explicación en el ellos y en el nosotros como víctima.
Según Giglioli, hay un elemento primordial en la construcción de la víctima como fenomenología identitaria e ideológica. Solo la víctima dice la verdad. La víctima es verdad. No hace falta que explique o haga nada, su simple presencia es la verdad corporeizada. El mundo en el que vivimos, extremadamente polarizado, es perfecto para la construcción de una ideología victimista porque configura de manera creíble y simple a la víctima y al agresor. El ellos y el nosotros. La configuración realista de la víctima hace que, con un solo movimiento, niegues cualquier credibilidad al que has construido como victimario mientras que la verdad pertenece por definición a la víctima. Cualquier cosa que diga la víctima estará bien y cualquier cosa que haga el victimario tiene solo como objetivo incidir en el dolor de la víctima. Es una táctica invencible para la creación de una militancia acrítica.
La configuración de un líder victimizado en el que se base toda la ideología del partido construye unos seguidores empapados de un narcisismo colectivo maligno, es decir, están convencidos de que son poseedores de una verdad revelada a través del daño que les han causado los otros. Precisamente por pertenecer a esa casta superior por medio de la victimización, exigen al resto que les otorgue la concreción material que emana de su condición, y si no lo haces, si no los reconoces como víctimas, entonces eres parte de los causantes de su dolor.
La víctima puede ser un Estado como Israel, o un partido de izquierdas, o una líder populista de derechas. Nadie está libre de renunciar a su ideología para rendirse al victimismo. Sentencia Daniele Giglioli que «la mitología victimista señaliza constantemente su presencia: los demás, no yo. Pero siempre hay alguien responsable. No un destino ciego e inescrutable, no el capricho de los astros o de los dioses, no la inocencia del devenir o los algoritmos adéspotos de la economía, sino sujetos históricos precisos, individuables, que responden con nombre y apellidos, clase y condición, ideología y comportamientos. Si las cosas son como son, es porque alguien ha hecho algo».
Quien se transforma en víctima para hacer política se minimiza, pasa de ser una fuerza disruptora y emocionante a una menguante y ceniza porque son víctimas de todos. Su situación no es responsabilidad propia, ni emana de sus decisiones, que solo eran importantes cuando las cosas les iban bien. Están mal por todos los demás. Hemos sido todos, todos, menos ellos.