España no participó en la primera guerra mundial, pero no dejó de vivirla con intensidad, apreciando que en ella también se dirimían indirectamente cuestiones domésticas. La Restauración hacía aguas, desbordada por fuerzas nuevas que se veía incapaz de absorber y desactivar: el republicanismo, el movimiento obrero, los nacionalismos periféricos, el antimilitarismo, el anticlericalismo, el incipiente feminismo; de modo más general, la política de masas o las mareantes transformaciones de una época que trastornaba las mismas bases de la física descubriendo los cuantos, el principio de incertidumbre o la relatividad. Se discutía ardorosamente sobre el futuro del país y, a la vista de la Gran Guerra, la sociedad se partió en dos bandos: germanófilos y aliadófilos, partidarios, los primeros, de las Potencias Centrales y singularmente la Alemania del Kaiser Guillermo II; y los segundos, de la entente cordial formada por Francia, Gran Bretaña, Rusia y, finalmente, también Estados Unidos.
Hoy se tiende a recordar aquella guerra como un choque de nacionalismos e imperialismos, ajeno, a diferencia de la siguiente, de un componente ideológico, pero sí había ideología en la determinación de las simpatías hacia uno u otro bando. Las derechas del mundo entero tendieron a alinearse con el Kaiser; las izquierdas, con los Aliados. En Guillermo II veían los conservadores y los tradicionalistas al campeón de sus valores. La Alemania del Segundo Reich se presentaba como un edén de orden, autoridad, disciplina, moral, religión, fortaleza; pero también como la combinación de todo eso con la modernidad y el vanguardismo técnico. La germanofilia —como el fascismo más tarde— no consistía en un mero reaccionarismo, deseo tradicionalista de regresar a un pasado intacto, sin aviones ni teléfonos, sino como un modernismo alternativo; el anhelo, en un momento de avances técnicos vertiginosos, de que estos no significaran la disolución del viejo sistema de privilegios, sino que este fuera capaz de absorber aquellos, e instrumentalizarlos a su favor. La discusión, de hecho, continuó después de la guerra, como cuenta Julio Camba en La rana viajera: «La guerra ha terminado en todo el mundo excepto en España. Los alemanes se han rendido, pero no así los germanófilos, quienes siguen apoyando al káiser y cantando las victorias de Hindenburg. Los aliados, por nuestra parte, seguimos creyendo que Inglaterra y Francia representan la libertad, la democracia, el derecho de pueblos, etc., etc.».
Del Kaiser admiraban estos sectores su capacidad para contener la entonces llamada cuestión social, el auge imparable de unas masas obreras en las que se percibían, como había escrito un comentarista británico en la década de 1840, «poderosas fuerzas dormidas». Y cuando el Kaiser pierda la guerra, pero aguas abajo del río de la historia aparezca otro caudillo alemán, ahora llamado Führer, también lo apoyarán. En algún caso, venciendo escrúpulos aristocráticos hacia la dimensión populachera y chabacana del fascismo. Como un siglo más tarde ocurrirá con Donald Trump, el conservador biempensante estaba dispuesto a echar esos pelillos a la mar si le ofrecían eficacia. He ahí al César González-Ruano, columnista de ABC, que en 1933 escribe que Hitler, «surgido entre el cielo y la tierra», era «un ángel con bigote y gabardina» que venía a salvar a Europa del comunismo. De él cabía ignorar que fuera «casi un vagabundo» y un hombre sin pedigrí, porque conseguía «algo tan grande cuya gloria hace internacional su figura nacionalista: poner una definitiva barrera el bolcheviquismo».
La ultraderecha, el fascismo, era entonces antisemita, por motivos que hunden raíces profundas en la historia europea, pero que incluyen la identificación del judaísmo con el socialismo mediante el célebre mito de la conspiración judeo-masónico-comunista. Tenía su lógica. Los judíos, apátridas a la fuerza, terminaron por darse cuenta, con la condena injusta al teniente Dreyfus, de que la asimilación por la que habían bregado nunca sería aceptada del todo. Y entre ellos prendieron con fuerza, por un lado, el sionismo teorizado por Theodor Herzl, y por otro los ideales internacionalistas. De Marx a Lenin y de Trotski a Rosa Luxemburgo, el porcentaje de dirigentes y militantes de los movimientos socialista y comunista de origen judío era altísimo. En 1917, los judíos representaban entre una cuarta y una tercera parte del Comité Central tanto de los bolcheviques como de los mencheviques.
El judío mítico se presentaba en la mente del nacionalista conservador como un apátrida que quería acabar con todas las patrias; el antisemitismo era, en parte no pequeña, uno de los nombres del anticomunismo. Por ello, no es extraño el proceso de inversión que se ha verificado en las últimas décadas, cuando los judíos que la deseen sí tienen una patria y apenas forman ya parte del paisaje europeo del que un día fueron presencia insoslayable. Los fascismos de hace un siglo eran antisemitas e islamófilos: Hitler llegó a decir que a Alemania le hubiera ido mejor si los musulmanes hubieran ganado en Poitiers, hubieran conquistado las tierras germanas y hubieran impuesto en ellas la religión viril y marcial de Mahoma, en lugar de la «moral de esclavos» cristiana.
Sus herederos del siglo XXI son judeófilos e islamófobos, pero el cuento es el mismo: una minoría numerosa que vive entre nosotros, pero no se integra, y conspira contra la patria, deseosa de disolverla en un imperio mundial con el apoyo —ya cándido, ya taimado— de los izquierdistas locales. Y estas gentes tienen también, como hace un siglo, un Kaiser, un Führer, campeón geopolítico, ángel justiciero, caudillo de su manera de ver y estar en el mundo: Benjamin Netanyahu. Israel representa para ellas lo que Alemania hace un siglo: un país de poderosa hegemonía conservadora, militarizado, adepto a un nacionalismo romántico y primordialista, donde imperan el orden y la jerarquía, sin que ello sea incompatible con la modernidad técnica; y donde esos nuevos judíos que son los musulmanes son arrinconados y, en el límite, masacrados.
En una ocasión preguntaron a Mussolini cuál era el programa del fascismo, puesto que no dejaba de cambiar, transitando atolondradamente, por ejemplo, del anticapitalismo al ultracapitalismo y viceversa. Respondió el Duce que no tenía programa; que su programa era la acción. Sigue siendo así para las ultraderechas actuales; su afecto político por antonomasia es la crueldad; su mirada del mundo, la humanidad y la historia es la misantropía, el malismo, y es ella la que hace coherente que los legatarios de quienes ayer bregaban por el exterminio de los judíos admiren hoy a Israel. Quieren —tuitea Ácrata Ruiz de la Peña— «un mundo en el que los judíos estén en un sitio, los cristianos en el resto y los moros en ninguno».