Este artículo pertenece a la serie de José Ovejero #UnAñoFeliz, cada dos semanas en ‘La Marea‘.
Hace ya tiempo que se discurre sobre la dificultad actual de plantear utopías. Nuestro turbotecnocapitalismo solo parece estimular la imaginación hacia un futuro distópico en el que lo turbo se gripa, lo tecno se colapsa y no queda más que la no tan libre competencia feroz entre los supervivientes.
Es verdad que ya las utopías decimonónicas nos parecen ingenuas, que las grandes propuestas de transformación del mundo se han embarrado en más de un gulag, y que nuestros sistemas hipertecnológicos hacen difícil salir de las lógicas de producción que imponen nuestro smartphone, las compras por Internet y la banca digital.
Algunos libros recientes intentan remontar la cuesta utópica y recuperar al menos el lado constructivo de la literatura o de la política. Lo hacía Layla Martínez en Utopía no es una isla, donde revivía una serie de utopías del pasado para inspirar el presente; lo hace Marta Sanz, en Persianas metálicas bajan de golpe, donde pasa de un escenario siniestramente distópico (aunque, con todas las distorsiones y licencias que se quiera, no muy alejado del presente), para abrir una rendija utópica por la que cabe la revolución, apoyada en una Inteligencia Artificial más humana que los supuestamente humanos. Y lo hace el libro que estoy leyendo ahora mismo, Utopías digitales, de Ekaitz Cancela, en el que se plantean posibilidades de aprovechar el desarrollo tecnológico no, como es habitual, para seguir concentrando poder en unas pocas manos y generar más desigualdad y precariedad, sino para convertirlo en una herramienta de progreso social, por ejemplo poniendo en manos públicas el control de los cables digitales y los centros de datos o reorientando y regionalizando la producción de microchips.
Pero la mayoría de la gente, agobiada por los excesos de una derecha cada vez más radicalizada y más inclinada a gobernar en beneficio de las élites trasvasando el capital de lo público hacia lo privado, lo que quiere son utopías cotidianas, un proyecto político que les ofrezca salir de la pendiente por la que se deslizan sus vidas, sus esperanzas, las de sus hijos e hijas. Y también que, en medio del frío social que nos congela, se abran espacios de acogida, integradores, solidarios y, usemos ese adjetivo tan devaluado en política, empáticos.
Si comparamos el uso de la palabra «ternura» de Yolanda Díaz, con el despectivo «yo no gestiono sentimientos» de Ayuso, podemos entender cuál es esa modesta utopía que parece atraer a personas de los más variados campos de la izquierda: una política que sí tenga en cuenta los sentimientos de los ciudadanos y ciudadanas, que no se limite al cálculo de pérdidas y beneficios –por ejemplo, de encerrar a ancianos en las residencias durante la pandemia–, que, sin dejarse dominar por ellos, introduzca esos sentimientos en las difíciles ecuaciones del Gobierno.
Claro que saldrán los sospechosos habituales a reírse de la cursilería de la candidata a la presidencia y de su proyecto: no se puede pedir que dedique un solo segundo a los sentimientos a alguien que liquida sin pestañear miles de puestos de trabajo para aumentar un par de puntos porcentuales las ganancias de los accionistas, o que esconde los beneficios astronómicos y crecientes en paraísos fiscales mientras se rasga las vestiduras por la subida del salario mínimo o de las pensiones. Ahí podría estar la utopía: en el diseño de una sociedad cálida y acogedora frente a la frialdad de una supuesta racionalidad económica que siempre beneficia a los mismos y genera una crisis tras otra. Si tanta gente observa con esperanza la trayectoria de Sumar es porque aún confía en que le devuelvan la ilusión de que esa sociedad es posible.
Lo que sí tenemos que plantearnos es por qué necesitamos con tanta frecuencia que nos devuelvan la ilusión; dicho de otra manera, por qué nos desilusionamos con tanta facilidad. Con el 15-M, con Podemos y, como algunos vaticinan, pronto con Sumar. Ya lo he escrito en otro artículo, disculpad que lo repita: aunque nunca debemos perder la capacidad de crítica y de autocrítica, no podemos esperar que la política se mueva en un espacio libre de limitaciones. El poder está en la derecha, en la banca, en la judicatura, en las multinacionales y en un discurso hegemónico que se oculta tras la victimización («nos censuran, vivimos bajo la dictadura de lo políticamente correcto, la izquierda destruye riqueza…») para infiltrarse insidiosamente en nuestras casas, apoyado por medios serviles y bien pagados.
Lo mismo que Podemos y sus líderes han sufrido campañas interminables de acoso, derribo y difamación, muchos medios que ahora aúpan a Sumar se volverán contra ella cuando ya no sea útil para debilitar al PSOE o a Podemos. La derecha domina casi todos los resortes del poder. Así que sí, a veces hay que conformarse con pequeños pasos por el buen camino, con reformas insuficientes, como la laboral. No caer en la trampa que nos tiende una prensa que magnifica cualquier desliz de la izquierda alternativa mientras ignora o minimiza los delitos del PP y de VOX.
Tenemos que trabar los dientes y convertir nuestra impotencia en fuerza creativa, mantener esta persistencia un revés tras otro, para conseguir si no una realidad utópica, al menos detener la marcha de un capitalismo cada vez más destructivo que, proponiéndose como solución a nuestros males, nos empuja a las feroces distopías del sálvese quien pueda y a un frío que atraviesa lo huesos y el corazón de nuestra sociedad.