Esta Semana Santa bajaré al pueblo a ver las procesiones que tanto disfruté cuando niña de la mano de mi abuela. Ella, que no era beata pero compartía un fervor religioso inculcado por el franquismo, me enseñó a apreciar la sentida disciplina de los pasos a ritmo de banda, el cante seco de una saeta y el olor a incienso y, aunque nunca comprendí su llanto, por mis dedos entreverados a los suyos corría la energía del ritual y se fortalecía el amor.
Mi primera Semana Santa sin la abuela va a suponer un golpe duro, marcado fuertemente por su ausencia y una temperatura atípica, casi treinta grados, que derrochará sudor en los costaleros; y a la Virgen, si fuese la diosa viva que muchos creen, la obligará a quitarse el manto bordado y apagar cada cirio que la rodea, quizá suplicando justicia climática de la misma forma que la rogaron los miembros de la Iglesia católica alemana que, el pasado noviembre, se unieron a una protesta de Rebelión Científica. “¡Salvemos la creación!”, gritaron, porque ya no hay reino terrenal o espiritual donde negar la evidencia: la crisis ecológica, existencial, avanza a pasos agigantados.
Qué belleza invocar a Dios para proteger la biosfera, de la que somos parte 8.000 millones de personas. Qué pena que nos hallemos en otro paradigma, el que propugnaba el filósofo Giorgio Agamben cuando hablaba del homo sacer, una vida que podía ser aniquilada impunemente sin encontrar justicia terrenal ni divina, justo lo que está ocurriendo por todo el globo. El cielo no responde aunque alcemos la vista, y más abajo, en los suelos sociopolíticos que nos enfangan, la ley humana ha pasado a convertirse en una herramienta arbitraria de represión que se utiliza, cada vez con más frecuencia, contra quienes alertan, enérgica pero pacíficamente, de la catástrofe en marcha aun en países que se autodenominan democráticos.
Si bien esto ha acontecido innumerables veces a lo largo de la historia, quizá sea la primera vez que se criminaliza a colectivos cuyo mensaje cuenta con el consenso de varias generaciones de científicos –50 años avisando–, y hasta es corroborado y celebrado en cumbres, conferencias, despachos gubernamentales. El delirio está servido cuando esa verdad incuestionable es motivo de arrestos y posibles penas de prisión.
El pasado 30 de marzo dieron comienzo las vistas judiciales contra 15 activistas y científicos que se manifestaron en abril de 2022 en las escalinatas del Congreso para demandar una acción urgente frente a la emergencia climática por parte de las instituciones. Arrojaron agua tintada de remolacha que simulaba sangre, líquido biodegradable que ellos mismos se encargaron cuidadosamente de limpiar antes de abandonar el lugar. El resultado de esa protesta no violenta podría materializarse en el encierro entre rejas de estos manifestantes asociados a Rebelión Científica, pues la Fiscalía pide varios años de cárcel para ellos. Esa misma Fiscalía incluyó al colectivo dentro del apartado dedicado al terrorismo internacional en su última memoria, calificándolos de “extremismo” de izquierda, y equiparándolos a grupúsculos de derecha situados en la “órbita nazi”. Cuando las palabras sirven más para confundir que para clarificar, se puede argüir que habitamos un paradigma de posverdad muy peligroso.
Por desgracia, la España de la Ley Mordaza no es el único país que ha adoptado estrategias de asalto y derribo contra el conocimiento y quienes se atreven a explicitarlo. En Reino Unido, la llamada Ley de “orden público” incluye múltiples provisiones para criminalizar la protesta pacífica, hasta el punto de silenciar a sus protagonistas en los tribunales, como ha denunciado el escritor y zoólogo George Monbiot. En una ocasión, no les dejaron explicar las razones que azuzan sus actividades, extirpando así toda moral del juicio. “Es como si le hubieses pegado a alguien en defensa propia pero no se te permitiese decir que te han agredido”, expresó una de las imputadas. El derecho a la legítima defensa violado, sugiere Monbiot, como también el de socorro al prójimo, pues la crisis climática nos afecta a todos, y ello barnizado de argucias discursivas que emplean el término “terrorismo”, jamás consensuado por el derecho internacional, como sostén de intereses espurios.
Terrorista, de hecho, es el nuevo significante vacío con que eliminar voces incómodas que revelan lo obvio: que sufrimos incendios de magnitud estival en marzo, que la Antártica se derrite aceleradamente, que la veloz pérdida de biodiversidad es inaudita. Terrorista sale de la boca del Gobierno francés para referirse a los ecologistas; o de las autoridades polacas, ecuatorianas o estadounidenses, según analizó la ONG Human Rights Watch.
En este último país, Estados Unidos, buena parte de la sociedad tembló hace dos meses, conmocionada ante lo que podría ser el primer asesinato de un activista medioambiental por parte de la policía. Se llamaba Manuel Esteban Paez Terán y se encontraba resguardando un bosque cuando, de repente, una bala procedente de las fuerzas del orden lo atravesó. La versión oficial afirma que Manuel disparó primero, pero ni los agentes portaban cámaras –como establece el reglamento– ni se han podido recabar pruebas por otras vías. La investigación de este caso continúa abierta, pero lo que sí se sabe es que veinte Estados han aprobado leyes que sirven para metamorfosear las manifestaciones ecologistas en crimen bajo el paraguas del “terrorismo doméstico”, o bien con el fin de salvaguardar la “infraestructura crítica” o los monumentos de posibles intervenciones consideradas “ataques”, ya seanéstos un grafiti o la defensa de un arbolado en mitad del terreno que se quiere oleoducto.
Tantos terroristas seremos cuando comamos rebanadas de cemento, como decía Rafael Chirbes, que no habrá quien vigile las penitenciarías. Por ahora, se expande cual espuma una noción del cambio climático (el resto de límites ni se contempla: carencia de agua dulce, proliferación de plásticos, etc.) como amenaza para la seguridad nacional, que el Ejército de Estados Unidos ha estudiado en profundidad.
Significativas son las declaraciones de Nancy Pelosi, entonces portavoz de la cámara de representantes, cuando, en plena COP 26, una periodista le preguntó por qué su aparato militar, contaminando lo mismo que 140 países juntos, estaba exento de cualquier restricción medioambiental. Ante eso, Pelosi aludió, entre otros motivos, a las oleadas migratorias que llegarían. Gentes desplazadas, gentes que reivindican el derecho a la no extinción, gentes cuyo delito es abrazar un árbol o derramar zumo de remolacha, como si el riesgo pudiese contenerse con esposas y fusiles y no estuviese causando ya estragos. Hacer del mundo un centro de detención o un muro coronado de concertinas para que, si queda alguien, escape a Marte parece ser el plan sin fisuras de nuestras élites.
Cuando esta Semana Santa baje al pueblo a rezarle a la Virgen, quedamente y a través de esos labios finos, siempre pintados, de mi abuela, me acercaré al cementerio. Subiré la colina que culmina en un jardín de cipreses y lápidas, y allí recordaré cómo, al abrir la tumba para enterrarla junto a mi abuelo, muerto varios años antes, sus hijos descubrieron que el antiguo cadáver estaba intacto. ¿Será un milagro?, clamaron, frente al cuerpo incorrupto. Será, tal vez, que ya exterminaron hasta a los insectos necrófagos encargados de su descomposición y, como estatuas de sal, yacerán los dos, y yo con ellos, privados de cielo.