Hace pocos días el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, entregó al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, la Memoria Anual de la Fiscalía, un informe que, entre otras cosas, recoge “la evolución de la criminalidad” en el ejercicio correspondiente, en este caso el año 2021. Entre las 1.551 páginas que contiene, destaca una, dentro del apartado dedicado al terrorismo internacional, donde se detalla la relación de acciones del llamado “ecologismo radical violento”, considerado un “extremismo” de izquierda y una amenaza para la seguridad ciudadana.
Específicamente, se cita la actividad del grupo Extinction Rebellion, que, como si se tratase de un esqueje de olivo, “se ha implantado en España”. No deja de resultar paradójico el uso de una metáfora procedente de la naturaleza para criminalizar a un colectivo de científicos y activistas encargados de su defensa dentro de un contexto de emergencia climática y ecológica, según advierten desde su página web. Pero, dejando al margen ciertos deslices lingüísticos, llama la atención que las acciones de quienes proponen la desobediencia civil desde la no violencia se equiparen al extremismo de derecha, situado en la “órbita nazi” de acuerdo al mismo informe.
De hecho, en la enumeración de acciones de estos últimos, se mencionan, por ejemplo, “daños racistas”, y se les atribuyen abiertamente delitos de odio. A los ecologistas “radicales violentos” solo se les reconocen delitos menores como concentraciones ilegales y un corte de tráfico. Aun así, figuran en el mismo apartado, listados con encabezamientos análogos, sugiriendo que el peligro que representan sería equivalente, a pesar de que unos atacan a la comunidad LGTBI, o a los menores inmigrantes, y otros realizan actos para la protección de la vida en un escenario de crisis, no ya medioambiental, sino humanitaria, como demuestran la pérdida de cosechas mundiales por los fenómenos meteorológicos extremos, o las inundaciones que han sacudido Pakistán y han dejado ya más de 1.400 muertos –sin que tengamos todavía cifras totales–.
Los unos y los otros. Burocrática, criminalmente iguales bajo una categorización, la de terrorismo, que no cuenta con una definición consensuada en el marco del derecho internacional y, por ello, puede utilizarse de forma más o menos arbitraria de acuerdo a los intereses de cada Estado. España sigue así la senda inaugurada por el Reino Unido, país donde surgió Extinction Rebellion, a los que la policía antiterrorista clasificó de “ideología extremista”, como hizo asimismo con el yihadismo. España, además, se suma a la larga lista de naciones que, en momentos marcados por injusticias insoportablemente aberrantes, optaron por estigmatizar y condenar la desobediencia civil pacífica en lugar de garantizar los derechos de quienes sufrían y denunciaban tales aberraciones.
Estados Unidos, abril de 1963. Martin Luther King Jr., el reverendo de quien ahora se multiplican las hagiografías, el mismo que la nación encomia y celebra en el día festivo dedicado a su lucha contra la discriminación racial, escribe desde la cárcel: “La acción directa no violenta persigue (…) alimentar tal tensión que una comunidad que se ha negado constantemente a negociar se vea obligada a confrontar el problema”. King, gracias al cual se lograron victorias como la universalización del derecho al voto (1965), localiza las protestas antirracistas que él mismo lideró en el silencio de quienes durante décadas prefirieron ignorar las demandas de los oprimidos, implicando que otras vías para el diálogo no pudieron fructificar.
La desobediencia civil, en la que se concretiza la acción directa, provendría de una conciencia que valora la ley según esté en armonía con la moral. Apoyándose en las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino, el reverendo afirma que una ley injusta, aquella que “degrada la personalidad humana”, no merece ser obedecida, y que justo esa insubordinación entrañaría “el mayor respeto por la ley”, que es el que acompaña a la conciencia limpia de un ser humano.
En el marco de Extinction Rebellion, muchos son los activistas que han expresado sentimientos parecidos a los de King a la hora de abordar sus campañas de concienciación y furia colectiva. Algunos, como Fernando Valladares, Mauricio Misquero, o Elena González Egea, todos científicos, no han escatimado en declaraciones en las que apuntan a la inacción de los gobiernos a pesar de la cantidad ingente de estudios que prueban con creces tanto el calado de la urgencia climática, como la posibilidad de mitigar sus efectos si se adopta un modelo económico y social no basado en la explotación de los combustibles fósiles.
Los interlocutores políticos, como ocurriera con el líder por los derechos civiles en Estados Unidos, han decidido no prestar atención al problema, que podría haberse atajado sin recurrir a la desobediencia civil. Así, cuando la Fiscalía indica que los activistas han incumplido la ley, deliberadamente omite los numerosos intentos del ecologismo por construir vías alternativas de colaboración y mejora social durante años, pero también suprime el componente moral de toda ley y el daño interno que causa contradecir los principios que uno considera justos.
La historia nos ha regalado múltiples figuras que no quisieron acatar leyes inmorales: Rosa Parks no cedió su asiento a las personas blancas que se lo exigieron, Mahatma Gandhi se resistió a aceptar el dominio británico desde el pacifismo, Berta Cáceres fue asesinada por su defensa de los pueblos indígenas y el medio ambiente; como recuerda King, los ciudadanos que, arriesgando su vida, salvaron a múltiples judíos de un Holocausto técnicamente legal, lo hicieron erigiendo una ética por encima de los textos jurídicos.
Si, tras las consecuencias del calentamiento global, la sexta extinción de especies, los límites planetarios que ya se han sobrepasado –como el del agua dulce, o el de la cantidad de sustancias químicas considerada ‘segura’– nos queda historia desde la que evaluar las acciones llevadas a cabo por Extinction Rebellion, tal vez lleguemos a la conclusión de que su actividad era imprescindible para intentar detener la concatenación de atrocidades que nos esperan, incluido el posible arraigo de regímenes autoritarios dispuestos a gestionar la escasez de la manera más inicua.
Si nos queda historia, repito, porque está en juego una subida de la temperatura global que impediría el desarrollo de la vida humana en el planeta, quizá juzgaríamos con ojos estupefactos la detención de los activistas a los que se les imputan cargos graves, como atentar contra las altas instituciones del Estado, por haber arrojado agua con remolacha en el Congreso. Quizá, como el investigador Tim Jackson, hasta cuestionemos ese mismo Estado, cuya principal función, argumenta en su último libro, es “proteger los intereses de los propietarios”. Jackson señala el imperdonable defecto de las democracias occidentales que radica en basar el contrato social en la propiedad privada y el blindaje legal del dinero en lugar de en la defensa del derecho a la vida y la salud. En este contexto, asevera: “La desobediencia civil se convierte en el último recurso de los desposeídos”. Y los desposeídos, puede añadirse, somos todos, desde el momento en que nos asumimos como habitantes y parte de un planeta en proceso de devastación y cuyo equilibro climático se fragmenta a pasos acelerados.
La Fiscalía, por tanto, debería hacerse eco tanto de las miles de voces contemporáneas que claman por la justicia climática, como de una tradición que abarca múltiples naciones y disciplinas, la de la desobediencia civil, gracias a la cual muchos contamos con derechos que, en otra época, nos habrían sido negados.