La estrategia se conoce con el acrónimo TINA: There is no alternative. La puso de moda Margaret Thatcher en los años ochenta para imponer sus reformas antisociales, la privatización de los servicios públicos, el desmantelamiento de los sindicatos y la flexibilización de todos los mercados, con especial incidencia en el del trabajo, que efectivamente ablandó a porrazo limpio. El presidente francés, Emmanuel Macron, utiliza desde hace meses la misma retórica para justificar su antipopular reforma de las pensiones, que retrasa la edad de jubilación de los 62 a los 64 años.
«Si hay algo que lamento es no haber sabido convencer a la ciudadanía sobre la necesidad de esta reforma», explicaba el pasado miércoles en una entrevista televisada. «No me gusta tener que hacerla. Me gustaría no tener que haberla hecho», añadía en una intervención que, previamente, los analistas pensaban que estaba programada para apaciguar los ánimos en el país. Ocurrió lo contrario. El presidente remarcó que, constitucionalmente, este es su último mandato (traducido: que no tiene nada que perder) y que llegará hasta las últimas consecuencias para imponer su reforma. «Y si tengo que cargar con la impopularidad, cargaré con ella», aseguró.
Diez millones de espectadores vieron la entrevista con el presidente. El 70% no quedó satisfecho con sus explicaciones, según un sondeo de Harris Interactive. Entre los votantes de izquierda, de hecho, creció la indignación cuando Macron comparó a los manifestantes con los seguidores de Trump y Bolsonaro que asaltaron las sedes de los gobiernos de Estados Unidos y Brasil, respectivamente. Al día siguiente, según los sindicatos, más de 3,5 millones de franceses y francesas salían a la calle para continuar con las movilizaciones (1,09 millones según el Ministerio del Interior). La escalada de tensión social ha llevado al Financial Times a hablar de cambio de régimen y a preguntarse si Francia no estará caminando hacia la VI República. Las manifestaciones han subido tanto de intensidad que el rey de Inglaterra, Carlos III, ha pospuesto su visita oficial a Francia, prevista para el próximo domingo. La imagen del día fue la de la fachada del ayuntamiento de Burdeos en llamas. Y es significativo que se trate precisamente de Burdeos, ciudad burguesa por antonomasia, gobernada por corporaciones conservadoras durante más de 70 años de manera ininterrumpida (en 2020 se rompió la hegemonía y hoy gobiernan Los Verdes).
Las palabras del presidente echaron gasolina al fuego del descontento social, que se extendió rápidamente por todo el país. No en vano, Libération lo llamó en su portada «el gran atizador». Según Gérald Darmanin, ministro del Interior, el jueves se arrestó a 457 manifestantes. También informó de que 441 policías y gendarmes fueron heridos en el curso de las protestas. Si mencionó la dureza ejercida por las fuerzas del orden, que dejaron imágenes igualmente impactantes, fue para señalar que eran casos puntuales y «fruto del cansancio».
«La extrema izquierda no ganará», repite sin cesar Darmanin, señalando públicamente a quien considera su principal enemigo. En el saco de la extrema izquierda incluye el macronismo a todo aquel que propugne una mayor justicia fiscal, no sólo a quienes prenden fuego a los contenedores. Y se da la paradoja de que esa supuesta «extrema izquierda» fue la que le cortó el paso a Marine Le Pen y aupó a Macron a la presidencia. Esa misma que hoy es comparada con trumpistas y bolsonaristas, un desprecio que podría fomentar la abstención en las próximas elecciones. Pero ya que Macron no puede ser reelegido, su preocupación por un ascenso de la ultraderecha es relativa.
Mientras tanto, los huelguistas buscan formas de sortear las órdenes impuestas desde el gobierno de requisar trabajadores y obligarlos a reanudar sus tareas, lo que, en la práctica, es una suspensión del derecho de huelga. Legal, pero suspensión al fin y al cabo. «No podemos oponernos, es la ley», se lamentaba un sindicalista. Las refinerías han sido las primeras afectadas por esta práctica. Casi un 18% de las gasolineras del país están secas, lo que ha llevado al gobierno a tomar la iniciativa: la policía se presentó en el domicilio de cuatro empleados de Total Energies en Normandía para ponerlos a trabajar. Esta refinería, que es la que abastece de combustible a los aeropuertos de París, mantiene en cualquier caso la huelga. El sector de la energía (gas, petróleo y electricidad) ha sido uno de los más combativos en su oposición a la reforma de las pensiones.
La lucha continuará, de forma masiva, el próximo martes, cuando hay convocada una nueva jornada de huelga general. Será la décima desde el inicio de la crisis.
Las palabras y los gestos de Macron
Lo de obligar a la gente a trabajar es algo que también deslizó Macron en su entrevista. El objetivo durante su segundo mandato, dijo, es alcanzar el pleno empleo, y culpó a los parados de vivir a costa de sus compatriotas que sí trabajan. Para solucionar esto aseguró que su gobierno redactará una ley para reformar la prestación por desempleo. Mientras las calles ardían, Macron anunciaba una nueva ofensiva antisocial. Los periodistas encargados de entrevistarle, Marie-Sophie Lacarrau y Julien Bugier, se miraban el uno al otro, atónitos. Esperaban ver a un presidente pedagógico y conciliador pero se encontraron a un gobernante inflexible. Arrogante, sobrado, despreciativo, según otras consideraciones.
Desde que compareció en televisión se han sucedido los análisis sobre el discurso de Macron, tanto de sus palabras (torrenciales, imparables, hasta el punto de cortar continuamente las preguntas de los periodistas) como de su lenguaje no verbal. El presidente agitaba sus manos enérgicamente y remarcaba sus palabras con golpes en la mesa, golpes que sonaban aún más fuertes por el efecto de las alianzas que portaba. Pero fue otro complemento percutante el que ha acaparado la atención de las redes sociales: un reloj de lujo de la marca Bell & Ross (valorado en algo más de 2.000 euros) que el presidente se retiró discretamente de la muñeca tras golpear varias veces, de forma involuntaria, la mesa con él.
El reloj dio pie para retomar una vieja acusación contra Macron: la de ser el presidente de los ricos. El debate puede parecer populista, pero en el fondo no lo es y, de alguna manera, entronca también con su discutida reforma de las pensiones. Cuando llegó al Elíseo en 2017, el presidente (ex gerente de la banca Rothschild & Cie) retiró el impuesto a las grandes fortunas y lo sustituyó por uno que simplemente gravaba las propiedades inmobiliarias. Este impuesto recauda entre 0,5 y el 1,5% de esta riqueza a los poseedores de grandes patrimonios. En cambio, los trabajadores con los sueldos más bajos pagan una media del 30%. Además, mientras exoneraba a los millonarios, Macron subía el impuesto a los combustibles, lo que, a la postre, contribuía a empobrecer a muchos trabajadores (sobre todo transportistas y agricultores) y acabó por desencadenar la crisis de los chalecos amarillos.
Su primera ministra, Élisabeth Borne, tras rehuir al parlamento y aprobar por decreto la reforma de las pensiones (por el famoso artículo 49.3), y después de superar por los pelos una moción de censura, clamaba en la Asamblea contra la alternativa que propone la izquierda. Porque, efectivamente, y al contrario de lo que exponía en su día Margaret Thatcher y hoy expone Macron, sí hay alternativa al déficit de las pensiones. «Hay que ser claro sobre las alternativas y se pueden resumir en dos palabras: matraque fiscale», decía Borne. Esta porra fiscal, manejada contra las grandes fortunas, es inaceptable para el macronismo. Esquivarla es, de hecho, su esencia, su verdadera razón de ser. La de los manifestantes también, sólo que en su caso la porra no es metafórica sino real, y la empuña un antidisturbios.