La primera de esas razones, y es importante que figure al principio, encabezando la argumentación, dando sentido a todo lo que viene a continuación, alude a la justicia social. Porque la decencia tiene que ocupar un lugar destacado en nuestra vida y, por supuesto, también en el razonamiento económico. En la esfera de las relaciones laborales -término más adecuado que el de “mercado de trabajo”- hay que reivindicar con determinación el pleno ejercicio de los derechos humanos y que las personas trabajadoras, que ocupan una parte muy importante de su vida en los centros de trabajo, reciban una retribución digna; y no es digno negarles un salario decente y obligarles a trabajar más por menos, marca de la casa del capitalismo actual.
La segunda razón es que la mejora de las condiciones salariales constituye una pieza esencial de las políticas de reducción de la desigualdad; en caso contrario, si se levanta la bandera de la equidad y se mantiene la represión salarial, no merecen esta denominación. Porque la brecha entre el capital y el trabajo no ha dejado de aumentar a lo largo de las últimas décadas y porque las disparidades salariales entre unos y otros trabajadores han seguido asimismo una tendencia alcista. La reducción de la inequidad, que se encuentra cronificada en las economías europeas (no solo en la nuestra), para que sea creíble, para que tenga contenido, no requiere únicamente del aumento de los salarios de los trabajadores que se encuentran en una posición más vulnerable; aquí encaja la notable subida del salario mínimo interprofesional acometida por el gobierno de coalición (habiéndose alcanzado el objetivo de situarlo en el 60% del salario medio, uno de los compromisos importantes del acuerdo entre el Partido Socialista Obrero Español y Unidas Podemos). También es necesario poner límites a las retribuciones de ejecutivos y directivos de las empresas, una parte de las cuales son salarios y otra participación en los beneficios, ámbito del que mucho se habla pero donde casi nada se ha hecho hasta el momento.
En tercer lugar, es esencial que aumenten los salarios porque, tendencialmente, desde hace décadas, han experimentado un escaso o nulo crecimiento y, en todo caso, se han mantenido por debajo del crecimiento de la productividad del trabajo. Ello ha supuesto que hayan perdido peso en la renta nacional (lo que, convencionalmente, se denomina como “tarta de la riqueza”). Tiene mucho que ver con las políticas contractivas en materia salarial la expansión de la economía de casino, el formidable aumento de la deuda y la consiguiente implosión financiera de 2008/2009, que fue mucho más que un desorden en las finanzas. Y también con las dificultades para superar la crisis ante el empecinamiento de gobiernos e instituciones de implementar políticas de austeridad salarial que acentuaron y ampliaron la recesión y contribuyeron a la generalización de la cultura de la expropiación, basada en los bajos salarios (como ya he señalado en otras ocasiones, las recetas austeritarias no se las aplicaron las elites, que han continuado instaladas en el despilfarro y han obtenido mega beneficios con las crisis).
La cuarta de las razones reside en que la inflación -que, a pesar de haberse moderado en los últimos meses, todavía está situada en cotas históricas- ha supuesto para la mayor parte de los trabajadores una sustancial pérdida en la capacidad adquisitiva de sus salarios. Esto ha afectado muy especialmente a los trabajadores más vulnerables y menos protegidos, que perciben retribuciones más bajas. El capitalismo, siempre instalado en la misma dualidad: mientras crece la nómina de los que pierden, algunos ganan y mucho. En este grupo se encuentran las corporaciones y empresas que tienen poder de mercado para repercutir, con un plus de beneficio, el encarecimiento en los costes sobre los precios de los bienes y servicios que colocan en el mercado.
En quinto lugar, al contrario de lo sostenido por las patronales y los tertulianos afines, hay margen de maniobra para revertir la pérdida de capacidad adquisitiva de los salarios. Y ese margen está en los beneficios extraordinarios cosechados por las corporaciones y un buen número de empresas y los sustanciales avances registrados en la productividad del trabajo en estos dos últimos años. Se trata, aquí reside el nudo gordiano, de redistribuir. En este punto, como en otros, sería esencial que las organizaciones sindicales tuvieran una posición clara, firme y combativa, porque solo la presión -sin eufemismos, la lucha- puede abrir y consolidar espacios de negociación con los empresarios. Y también sería imprescindible que el gobierno se comprometiera -cosa que hasta ahora no ha hecho- con una política fiscal ambiciosa que le liberase, siquiera parcialmente, de la servidumbre de la deuda, introduciendo más progresividad en el sistema presupuestario, poniendo el énfasis en los patrimonios y las rentas del capital.
En sexto lugar, porque aumentar y dignificar los salarios es imprescindible para un buen funcionamiento de la economía en su conjunto. No solo porque, como es sabido, estimula el consumo y la inversión, activando la demanda agregada; también, y este es un aspecto mucho menos frecuentado en los análisis que el anterior, porque la mejora de las condiciones laborales de los trabajadores, y concretamente de los salarios, es un componente fundamental de cualquier propuesta modernizadora, donde se ha impuesto una visión marcadamente tecnocrática. Porque no hay avance posible ni deseable, ni hay modernización que valga, cuando se sostiene en la precariedad y el empobrecimiento de los asalariados.
La séptima y última de las razones (en una relación que no pretende ser exhaustiva) es que la clave para una transformación económica y social de signo progresista pasa necesariamente por empoderar a los trabajadores, que ahora ocupan una posición claramente subalterna, por cambiar, en definitiva, la correlación de fuerzas, claramente favorable a los intereses de las elites económicas y políticas. Sin esta lectura de clase nada de lo anterior tiene sentido ni recorrido.