Estos días asistimos, entre la indignación y el hastío, al enésimo episodio en la estrategia de la derecha de bloqueo a la renovación de los órganos constitucionales, como el Tribunal Constitucional (TC) y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Ambos tienen a parte de sus integrantes con un mandato caducado desde hace años, incumpliendo con un diseño realizado para que pudieran representar las sensibilidades ideológicas de la coyuntura política española. No obstante, el sector conservador en estos órganos, todavía hegemónico pese al cambio político, se ha enrocado negándose a soltar las riendas de estas instituciones. Para evitar una renovación de mandato que trastocaría la correlación de fuerzas actual, la derecha judicial está cruzando líneas rojas que traspasan la separación de poderes, sacrosanta esencia de las democracias liberales desde tiempos de Montesquieu.
El Tribunal Constitucional pretende pretende interferir en el proceso de elaboración de una ley para evitar su tramitación en las Cortes. La injerencia y politización extrema del tribunal de garantías, reintroducido tras la dictadura para ayudar a la consolidación del naciente régimen democrático español, está socavando el principio básico de la democracia, como es la soberanía popular representada en las Cortes. Como establece la Constitución Española en su artículo 1.2. “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”.
No hace falta ser alguien experto en derecho constitucional para ver que la decisión de torpedear la votación de esta ley para la reforma del poder judicial y la renovación del TC en la sede de la soberanía nacional, por parte de un órgano no legitimado por las urnas, tiene unas implicaciones que comprometen el funcionamiento institucional del sistema, por decirlo eufemísticamente. Si, encima, se trata de una ley que quiere poner fin al bloqueo en la renovación de los órganos judiciales, donde los mismos jueces con mandato caducado votan en el TC para impedir ser sustituidos por la nueva ley del legislativo, el escándalo toma visos de recochineo. Y cuando sabemos que el TC lo preside, también con mandato caducado, Pedro González-Trevijano, un jurista que se opuso a la exhumación del cadáver del dictador Francisco Franco del Valle de los Caídos, las credenciales democráticas de quienes deben interpretar la Constitución quedan bastante en entredicho.
El TC y sus jueces llevan demasiado tiempo olvidando su función de resolver conflictos políticos aplicando criterios jurídicos, como debería ser su cometido. Más bien, parece estar creando problemas políticos utilizando cuestionables criterios jurídicos, no exentos de ideología reaccionaria. Como han denunciado varios magistrados y expertos en Derecho Constitucional, la sentencia 31/2010, de 28 de junio de 2010, sobre la Ley de Reforma del Estatuto de Autonomía de Catalunya, inició una deriva preocupante que proporcionó leña al fuego del conflicto territorial. Luego vendrían otras actuaciones del poder judicial (recordemos que el TC no forma parte del poder judicial), en las que la ideología conservadora de los jueces se tradujo en un activismo judicial contra el independentismo catalán, como antes se había ejercido contra el independentismo vasco.
Sin embargo, el Constitucional no es el único órgano del ámbito de la justicia que está demostrando que la idea de una justicia a-ideológica es una quimera imposible. El poder judicial, representado por su órgano de gobierno, el CGPJ, es otro órgano politizado que está comportándose como un actor político. Que el poder judicial le está echando un pulso a este gobierno de coalición, el primero desde tiempos de la Segunda República, es un hecho. La poca simpatía del poder judicial por el nuevo gobierno quedó clara a inicios de la legislatura, cuando el CGPJ se permitió pedir al Pablo Iglesias “moderación, prudencia y mesura” por una entrevista en la que el por entonces vicepresidente constataba cómo la justicia europea “humillaba” a la justicia española no dándole la razón en sus actuaciones contra los independentistas catalanes.
No era la primera vez que el CGPJ se permitía sugerirle a un representante político qué puede opinar y cómo. En todos los casos había una lógica compartida: el poder judicial reaccionaba de manera intransigente frente a las críticas a su función. Conviene aquí detenerse a reflexionar por qué el poder judicial es el único poder del Estado que se niega a ser fiscalizado, escudándose además en el supuesto ataque a su independencia cada vez que alguien muestra una discrepancia con una resolución judicial. Como si los jueces fueran seres que nunca se equivocan en la interpretación o aplicación de la ley. O como si el propio diseño de la ley no estuviera cargado de política, esto es, de principios detrás de los cuales hay unos intereses de clase determinados.
Cuestionar qué es la ley, quién la hace, para defender qué intereses y cómo luego se interpreta y aplica en los tribunales debería ser un derecho de cualquier ciudadano. Pero parece que la justicia y su ordenamiento reside en un olimpo al que la mayoría de los mortales no puede acceder. No es de extrañar si atendemos al sesgo de clase existente en dichos ámbitos. Datos de la propia Escuela Judicial en noviembre de 2021 sobre la última promoción de jueces y juezas apuntaban que el 94,57% de ellos contó con el apoyo de sus padres mientras preparó las oposiciones y el 54,45% de la promoción no había trabajado antes. Si, siguiendo la misma estadística de la Escuela Judicial, la mayoría de ellos tenía entre 25 y 31 años cuando inició unas oposiciones que, en promedio, requieren más de cuatro años de preparación, podemos empezar a entender el perfil socioeconómico de quienes acaban siendo jueces y juezas en nuestro país. Y, de ahí, quizás también podamos deducir la predominancia de perfiles conservadores, vinculados a una posición de clase privilegiada que puede no sólo permitirse el costo de oportunidad de no trabajar durante años, sino, además, pagar a imprescindibles preparadores privados que cobran centenares de euros mensuales. Todo bastante lejos de las posibilidades económicas de una familia trabajadora promedio.
Necesitamos un poder judicial que se parezca a la sociedad a la que debe juzgar y sobre la cual aplica la ley, así como leyes que no solo defiendan los intereses de la clase dominante ni tampoco visiones del mundo desfasadas en el siglo XXI. Es un total anacronismo que el poder judicial y otros órganos del ámbito jurídico estén copados por personas de pensamiento reaccionario, opuestas al derecho al aborto, por ejemplo, o a cualquier transformación social en lógica progresista, en un país donde los ciudadanos se auto ubican mayoritariamente en el centro-izquierda. Este hecho implica una sobredimensión de las ideas conservadoras en un ámbito de poder que tiene impacto sobre la vida de millones de personas, que forman parte de una sociedad mucho más plural de la que ellos pretenden representar.
En el programa de coalición firmado entre Unidas Podemos y el PSOE en 2019 se establecía la promoción de “acuerdos parlamentarios de consenso que permitan la elección y renovación de los órganos constitucionales”. Viendo el panorama político de una derecha que sigue actuando como si el Estado fuera suyo y las características del poder judicial, parece mucho más urgente acelerar otra de las medidas contempladas: “modernizar el sistema de acceso a la carrera judicial (…) previendo mecanismos que garanticen la igualdad de oportunidades con independencia del sexo y de la situación socioeconómica de los aspirantes”. Hasta que el acceso a la carrera judicial no se democratice de verdad, seguiremos teniendo jueces y juezas de clase, de la clase dominante. Parece que en la España del régimen del 78, la palabra democracia nos sigue quedando muy grande.
*Actualización: 13/01/2023 a las 11:40h