Enterrado bajo un montón de tweets en los que se muestran ensayos de los cohetes de SpaceX y otros donde se le ve disfrazado de Halloween, se encuentra un mensaje de Elon Musk, el magnate sudafricano-estadounidense que recientemente ha comprado Twitter, dirigido a sus anunciantes. En él, afirma que quiere compartir las razones por las que ha adquirido la multinacional, un propósito razonable teniendo en cuenta la polémica que ha generado y el hecho de que el 90% de los ingresos proviene de la publicidad.
Sin embargo, lo que revela el texto va más allá de una mera estrategia empresarial: la intención de la compra reside en que “es importante para el futuro de la civilización tener un ágora digital común” para debatir de manera saludable ahora que la información está tan polarizada; no lo hace por dinero, asegura, sino “para ayudar a la humanidad, a la que amo”. Acto seguido deja entrever que seguirá habiendo algún tipo de control del discurso, y que se cumplirán las leyes.
De alguna manera, esta escueta nota recoge dos claves esenciales de la personalidad de Musk, y el rol que se atribuye en el mundo. La primera, clarísima, es la supuesta defensa a ultranza de la “libertad de expresión”, sintagma que ha tergiversado y manoseado hasta la saciedad y que muchos analistas toman con cautela. Bajo el mandato absoluto del hombre más rico del planeta –quien ha despedido ya a buena parte de sus ejecutivos– existe el riesgo de que voces previamente expulsadas de la plataforma por difundir desinformación pudieran volver a ser usuarios, incluida la de Donald Trump, cuyo perfil fue eliminado tras el ataque al Capitolio el 6 de enero de 2021. El tema no es baladí, y preocupa especialmente teniendo en cuenta la cercanía de las elecciones de medio mandato.
Por otra parte, Musk ha propuesto que la verificación de las cuentas –marcada por un símbolo azul–, sea un servicio de pago, lo cual contribuiría a llenar el foro de posibles fake news y perfiles falsos, pues bastaría una suscripción para acceder a lo que es un mecanismo de veracidad instaurado en 2009 después de que varios famosos se quejaran de cuentas que les suplantaban la identidad. Tras señalar que el coste sería de unos 20 dólares, lo ha bajado a 8 , aunque no hay nada decidido aún y son conocidos sus cambios bruscos de opinión que invitan a polemizar. La problemática que se plantea, además de informativa, es de tipo económico, pues Musk ha tenido que endeudarse para adueñarse de la red social, cuya rentabilidad reposaría en la cuerda floja si la calidad de la conversación se vuelve ínfima al multiplicarse tanto las mentiras, como algunos contenidos a los que los anunciantes no quieran ver asociados sus productos, por ejemplo: la pornografía. Pero eso no es todo.
La segunda clave del mensaje colgado es bastante más inquietante. Me refiero a cómo el poder acumulado da derecho al magnate a pensarse como un actor crucial –si no el más importante– en el “futuro de la civilización” que menciona, en esa “humanidad” a la que, por lo visto, adora. Un señor al que nuestro sistema económico ha permitido que disponga de una fortuna de 209 mil millones de dólares no es un simple “emprendedor”, ni siquiera un empresario tendente a la megalomanía, sino alguien con plena potestad para moldear nuestras sociedades a su capricho y hacer de su ideología un dogma omnipresente. Aquí es donde es necesario analizar qué tipo de negocios ha fundado y cuáles son las creencias que guían su comportamiento: Neuralink, un proyecto para implantar chips en cerebros humanos y conectarlos a ordenadores; o Tesla, la marca de coches eléctricos que necesita litio para su fabricación, un material ampliamente presente en Bolivia, donde el magnate llegó a sugerir la necesidad de un golpe de estado. Tesla, además, fue hallada culpable de violar los derechos laborales de sus empleados cuando intentaban organizarse con el fin de formar un sindicato, forzando a Musk a readmitir a un trabajador despedido.
La tercera aventura, que podríamos caracterizar como integrante de una suerte de “movimiento antropófugo”, en palabras de Jorge Riechmann; es decir, una salida de la condición humana en el contexto de la crisis climática que obvia los límites biofísicos del planeta, la protagoniza SpaceX y su misión de propulsar viajes espaciales destinados a la colonización de Marte. Como ya advirtiera la antropóloga y profesora ecofeminista Yayo Herrero, el plan estrella de Musk para el porvenir de todos consiste en dejar que se pudra la habitabilidad de la tierra y, con ella, prácticamente nuestra especie, no sin antes transportar a una selecta minoría al planeta rojo, donde viviría en cuevas a una temperatura de -60ºC y reciclando sus heces. Aunque semejante objetivo pueda parecer el delirio de un lunático o, cuanto menos, el guion de una película de ciencia-ficción, lo grave es que Musk posee el capital –y el beneplácito político– para intentar ponerlo en marcha.
En estas manos caen ahora los designios de Twitter, sin apenas mecanismos de regulación que puedan frenar su voluntad desvariada. El peligro no radica sólo en que una red social de la que depende un gran número de profesionales para realizar su trabajo, que ha sido utilizada como espacio contestatario por multitud de ciudadanos, y que en buena medida sirve para exigir justicia social ante abusos de todo tipo se haya convertido en el juguete de Musk para imaginar “el futuro”. El peligro estriba, sobre todo, en la urdimbre sistémica –combinación de leyes y políticas fiscales– que hacen posible que alguien pueda, sin ser elegido en las urnas, conseguir amasar tal grado de riqueza e influencia como para que el destino del mundo se halle, al menos parcialmente, bajo su dominio.