La cultura de la cancelación no existe. Es este supuesto drama, inexistente en realidad, lo que trasluce la fotografía que en cierta ocasión tuiteara la periodista conservadora británica Katie Hopkins, acompañando al comentario: «Así es como se siente una cuando es una mujer conservadora blanca». La foto: Hopkins, rostro serio, asustado, y, en la frente, una pegatina circular con la diana de la mirilla de un arma. Le contestaba otra tuitera: «De hecho, me encanta esta metáfora, porque es una diana falsa, y lo has puesto allí tú misma».
En torno a este asunto de la falsa cancelación, es famoso también un divertido sketch protagonizado por Lisa Kudrow: una influencer de derechas que denuncia incansablemente que las voces conservadoras están siendo silenciadas en Internet y los medios, y lo hace desde su canal de YouTube, los podcasts de Joe Rogan y Jordan Peterson, el programa de televisión de Tucker Carlson en la Fox (dos veces) o un libro best seller titulado Conservative voices are being silenced.
Hace unos meses, se publicaba en el diario ABC un artículo titulado Cuando llevar la contraria a la izquierda tiene castigo, centrado en dos mujeres y cuatro hombres para los que la presunta cultura de la cancelación habría significado ver su carrera arruinada. Todos eran rostros conocidísimos, con las más privilegiadas tribunas mediáticas y editoriales del país a su disposición. Cultura de la cancelación es el nombre que asignan a una nueva esfera plebeya surgida con Internet, que ha democratizado considerablemente la discusión y la crítica, quienes añoran o desearían un debate público jerarquizado, en el que un puñado de gurúes —muchas veces de nivel intelectual manifiestamente mediocre, aupados por otros motivos— hable, un pueblo mudo escuche y toda la contestación que uno pueda recibir sea una carta al director que pueda, o no, publicarse. Es el miedo, el odio, a la democracia; a las ágoras áticas; a que puedan alzar la voz lo mismo el duque que el menestral; y el deseo de aquel a quien la vida sonríe y mima de sentirse rebelde contra algo, por alguien amenazado, de alguna causa mártir.
No existe la cultura de la cancelación; no como la caracterizan los snowflakes llorones que la denuncian. Pero no todo lo que no existe no existe en absoluto. Tan cierto es que la cultura de la cancelación no existe como que no se dice una mentira cuando se dice que, en los últimos tiempos, ha ido prosperando en el seno de la izquierda una pulsión inquisitorial y ultramoralista, que no despeina a sus enemigos, pero sí le afecta a ella misma; a su eficacia crecientemente perdida en en el pozo del postureo ético y la vigilancia mutua. Mark Fisher se refirió a ella en un artículo célebre sobre «el castillo del vampiro»: un enrarecido ambiente de «propagación de la culpa», impulsado por «un deseo de sacerdote de excomunicar y condenar, un deseo académico pedante de ser el primero en ser visto descubriendo un error, y un deseo de hipster de pertenecer al grupo». Fisher empezaba por evocar
«diferentes polémicas en Twitter, en las cuales determinadas figuras que se identifican a sí mismas como de izquierdas fueron señaladas y condenadas. Lo que habían dicho estas figuras era en ocasiones cuestionable, pero la manera en que fueron personalmente vilipendiados y perseguidos deja un residuo horrible: el hedor de la mala conciencia y el moralismo de la cacería de brujas. La razón por la que no me he pronunciado sobre cualquiera de estos incidentes —me da vergüenza decirlo— es el miedo. Los matones estaban en el otro rincón del patio de recreo. No quería atraer su atención».
Hay quien dice que, hace un siglo, las contiendas internas que han atravesado al campo progresista en los últimos años hubieran acabado con una montaña de muertos. Es posible. Hoy estas querellas fundamentalmente digitales no acaban con nadie: ni con su vida, ni con su carrera. A nadie cancelan. Pero sí que generan un hábito paralizante de miedo y autorrepresión; un andar con pies de plomo en tiempos que demandan las zancadas de siete leguas. No las da ya una izquierda que, más allá de algún chispazo ocasional de vitalidad (que, de todas maneras, suele declinar la gramática, no de la victoria, sino de la resistencia: no gana Boric, se derrota a Kast; no gana Lula, se derrota a Bolsonaro), ve declinar su estrella en todas partes.
Hay países como Italia en los que, directamente, ha desaparecido, convertida en lo que no es imposible, si prospera la tendencia actual, que acabe convirtiéndose también en España: un sálvese quien pueda de medios, editoriales, podcasts, librerías, centros sociales, marcas personales, variopintos saraos; desarbolada red de proyectos, no políticos ya, sino mercantiles, comensales ensimismados de una tarta menguante ante cuya mengua vayan arreciando peleas a dentelladas que esgriman el postureo ético como una más de sus armas; contienda caníbal de anabaptismos rivales en la cual suceda —ocurre ya— que se organice un evento feminista, ecologista, antifascista, y corran a boicotearlo, no los machistas, no los negacionistas, no los fascistas, sino otros antifascistas; tal vez mientras enaltezcan la importancia de los cuidados, vocablo fetiche, tan dicho y tan poco hecho, de este ciclo. Todo vale en las guerras comerciales.
Es urgente salir, que la izquierda salga, del castillo del vampiro. «Hemos de aprender, o volver a aprender, cómo construir camaradería y solidaridad en vez de hacer el trabajo del capital condenándonos e insultándonos los unos a los otros. Esto no significa, por descontado, que tengamos que estar siempre de acuerdo: al contrario, hemos de crear las condiciones donde pueda darse la falta de acuerdo sin temor a la exclusión y a la excomunión», decía también Fisher en aquel artículo. Grábese en mármol.