Cuenta Richard J. Evans en La llegada del Tercer Reich, primer tomo de los tres de su monumental historia del nazismo, que durante la República de Weimar se produjo un cierto cisma en el seno del movimiento feminista alemán. Un cisma que no solo era un –pero tenía mucho de– conflicto intergeneracional.
A un lado de esa falla se ubicaban las mujeres jóvenes que celebraban y participaban del clima de apertura sexual de aquellos años, particularmente intenso en un Berlín que bullía de propuestas artísticas y nuevos modos de vida y subculturas sociales que horrorizaban a la Alemania biempensante. Convertida –en palabras del compositor Friedrich Hoellander sobre el popular club Eldorado– en un «supermercado del erotismo», la capital del Reich derrotado ofrecía a una juventud deseosa de celebrar la vida tras el festival de muerte de la primera guerra mundial una excitante oferta de jazz, swing, foxtrot o charlestón, los bailes pornográficos de Anita Berber u óperas como Noticias del día, de Paul Hindemith, en que una diva desnuda cantaba un aria sentada en una bañera.
A mayores, una incipiente escena gay crecía animada por la campaña de normalización científica de la homosexualidad impulsada desde finales del siglo XIX por Magnus Hirschfeld, creador de un Instituto para la Ciencia Sexual que –con financiación pública y una sede en el elegante barrio de Tiergarten– promovía además el uso de anticonceptivos y el disfrute recreativo del sexo en general. Todo ello hacía escribir a un oficial a su vuelta del frente esto que reviste un tono representativo del horror que los locos veinte causaban en los adeptos al viejo orden bismarckiano:
«Al regresar a casa, no encontrábamos ya un pueblo alemán honesto, sino una chusma estimulada por sus más bajos instintos. Fuesen cuales fuesen las virtudes que poseían en otros tiempos los alemanes, parecían haberse hundido de una vez por todas en una marea de cieno […]. La promiscuidad, la desvergüenza y la corrupción imperaban por doquier. Las mujeres alemanas parecían haber olvidado su sentido del honor y de la honestidad. Los escritores judíos y la prensa judía podían dedicarse alegremente y con toda impunidad a arrastrarlo todo por el fango».
Pero también hubo feministas a las que aquella liberación sexual repugnaba. «La mayoría de ellas», explica Evans, «habían fustigado antes de la guerra una moralidad sexual hipócrita de libertad para los hombres y castidad para las mujeres, y abogaban en vez de eso por una norma única de contención sexual para ambos sexos». Puritanas, preocupadas por ganarse el respeto de un orden tradicional del que aspiraban, no el derribo, sino su integración igualitaria en él, las antiguas sufragistas, conquistada la causa del voto, comenzaron a virar el esfuerzo de su militancia a auspiciar campañas contra los libros pornográficos o los cuadros y películas sexualmente explícitos, así como a emitir críticas acerbas contra las jóvenes por preferir los salones de baile a los grupos de lectura. Jóvenes que, lejos de enmendarse, optarían por abandonar en masa las organizaciones feministas tradicionales.
En estas, a su vez, iría cundiendo la incorporación a los partidos de derecha de sus militantes, particularmente las de clase media, preocupadas –nos explica Evans– por «defenderse de las acusaciones de que [el movimiento feminista] estaba debilitando la raza alemana»: así, Weimar acabaría viendo a antiguas radicales apoyar la revisión del Tratado de Versalles, el rearme, los valores de la familia y la contención sexual. Algunas acabarían desaguando su ira en el río fecal del Tercer Reich.
Han chocado siempre las generaciones declinantes y las ascendentes, y lo han hecho también en el seno de los movimientos por la emancipación, tan sujetos como cualquier colectivo humano a la tragedia de Cronos; a veces por incomprensión sincera y compasible de los mayores ante una transformación demasiado rápida del mundo en que se criaron, demasiadas por la pasión mezquina de la preservación del poder interno, algunas, también, por la rabia –algo más disculpable porque forma parte del drama, hay que vivirlo, de la vejez– de quien se siente cúspide cuestionada de una aristocracia del dolor: unos niñatos no pueden llevarnos la contraria a nosotros, que corrimos delante de los grises; unas niñatas no pueden llevarnos la contraria a nosotras, que abortamos con una percha, que tuvimos que pedir permiso a nuestros maridos para abrir una cuenta, que conocimos la noche más tenebrosa del patriarcado.
Distinguir, con mente fría y paciencia, lo disculpable y lo compasible de lo intolerable es tarea crucial de cualquier movimiento que, atravesado por estos cismas, quiera evitar que redunden en robustecer la fuerza de sus enemigos.