LA FÀBRICA DIGITAL // Antonio Gómez Vilar es filósofo, escritor, y profesor de la Universidad de Barcelona. Ha publicado, entre otros libros, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe: Populismo y hegemonía (2018, Ed. Gedisa), Maradona, un mito plebeyo (2021, Ned Edicions) y, recientemente, Los olvidados. Ficción de un proletariado reaccionario (2022, Bellaterra Edicions). Hablamos con el autor, a raíz de su última obra, sobre lo que significa ser obrero hoy en día.
Cuando escuchamos la expresión “clase obrera” inmediatamente nos viene a la cabeza un imaginario en el que se sitúa una cierta estética y un puesto de trabajo –la fábrica– que igual tiene más que ver con un período histórico determinado que con la realidad actual. ¿Qué significa ser obrero hoy?
Yo creo que aquí hay dos cuestiones, podemos tomarnos la píldora roja o la azul. La primera es lo que hace cierto obrerismo esencialista identitario, que es tratar de buscar a la clase detrás de las formas de dominación y que sigue el siguiente razonamiento: el capitalismo genera históricamente formas de dominación y explotación, y lo que hacen es buscar una forma ahistórica que hay detrás de estas formas. Esto naturaliza la clase de forma histórica, manteniéndose permanente en el tiempo. La segunda, entender que las clases son el resultado de formas de dominación. Es decir, que las formas de dominación crean sujetos políticos, por lo que “clase obrera” sería como identidad el resultado de las formas de lucha.
Pero hablar de la clase como forma de identidad deriva de que no formas parte de una u otra clase para formar parte de un sector laboral concreto.
Efectivamente. Sí formas parte de una clase desde un punto de vista sociológico, es decir, puedo responder a la pregunta de ¿qué significa ser obrero hoy? y realizar una taxonomía sociológica en la que puedo decir que son, por ejemplo, aquellos que no poseen los medios de producción, que sería una definición marxista. O podría decir: aquellos que tienen menos de determinados ingresos. O podría hablar desde el punto de vista patrimonial, incluyendo también el patrimonio adquirido. Podríamos hacer lecturas liberales, marxistas, weberianas, distintas sociologías sobre lo que significa ser obrero hoy. Pero, sin embargo, desde un punto de vista político, no existe ningún automatismo entre la sociología que hacemos y la construcción de un sujeto político que de ahí surja.
Esto explicaría, por ejemplo, aquella frase que se escucha a menudo dirigida a aquella gente en la que a priori su sociología concreta no iría de la mano con su identidad: “¿Eres obrero y no lo sabes”? Es decir, que tal persona no estaría constituida políticamente en la identidad de obrero.
Claro, que además se dice lo de “no hay nada más tonto que un obrero de derechas”. Quien dice esto cree que apelando de forma directa y transparente a las formas de opresión surgirá algo, asume que la forma política nace de una determinada condición material o de realidad. Cuánto, en realidad, la batalla política es la batalla por la construcción de sentido.
Si en los siglos XIX y parte del XX la división simbólica del mundo podía delimitarse a la dicotomía trabajadora/empresario u obrero/burgués, que dio paso a la concepción triádica de los sectores –primario, secundario, terciario–, parece que existe una nueva división entre trabajo material y trabajo inmaterial. ¿Hasta qué punto esta división es correcta u operativa?
Yo creo que no es operativa, si de tal distinción derivamos la existencia de dos supuestas clases sociales: una pegada al mundo periférico de la industria y del trabajo; y otra, más simbólica, que vive en la urbe, de trabajos altamente cualificados, etc. Y de hecho creo que existe, en el seno de la izquierda, una parte que quiere construir un antagonismo desde estas dos posiciones. Además, creo que es poco operativa porque, incluso si vamos a Marx e intentamos impugnar a estos marxistas sin Marx, vemos que cuando estudia la Inglaterra de su época, el número de obreros industriales representan cuantitativamente una cifra menor que, por ejemplo, el total de campesinos. Lo que a Marx le interesa del capitalismo es cómo estas formas industriales marcan la tendencia y cualitativamente tiene la capacidad de hegemonizar al resto de sectores.
Del mismo modo, cuando hablamos del privilegio de la clase inmaterial, es obvio que la mayoría de los trabajadores no se dedican a los trabajos que entendemos como simbólicos, inmateriales, culturales, de I+D, de las nuevas tecnologías y que siguen existiendo fábricas, que además están externalizadas en el tercer mundo muchas de ellas, con unas formas de dominación norte-sur brutales. Por tanto, si tratamos de llevar a Marx al presente, bien probablemente diría que el trabajo material sigue siendo mayoritario en términos cuantitativos, pero el trabajo inmaterial tiene la capacidad hegemónica o cualitativa para ser este punto de atracción centrípeta sobre el resto de formas de producción. Por eso esta distinción es inoperativa si de allí lo que se quiere es construir un chivo expiatorio –las nuevas clases inmateriales– opuestas a las clases materiales de toda la vida.
Has escrito sobre los sindicatos que son «organizaciones sin duda necesarios pero insuficientes para erigirse en esta particularidad capaz de definir el todo». ¿Podrías desarrollar un poco esa frase?
Marx nunca dijo que la clase obrera sea el sujeto revolucionario. Lo que dijo es que los intereses de la clase trabajadora coinciden con los intereses de la humanidad, lo que significa que si las demandas del proletariado se cumplen, lo que tiene lugar es una liberación de la humanidad al completo y no solo de la suya propia. Me parece que, a lo largo de la historia, las fuerzas políticas emancipadoras, a lo que hay que atender, es a qué demandas o intereses de las particularidades tienen la capacidad política y la potencia de expresar e impugnar lo universal. Desde esta perspectiva creo que podríamos decir que las formas políticas sindicales en las últimas décadas –que, repito, son extremadamente necesarias–, no nos bastan. Esto significa que hay nuevas formas de antagonismos como puede ser el feminismo, el anti-racismo, el ecologismo, o las luchas por la vivienda que desbordan o amplían las formas sindicales laborales clásicas. Con lo cual, creo que debemos atender a la potencia de estas particularidades que tienen la capacidad de hacer lo universal. Por ejemplo, creo que el feminismo tiene una potencia muchísimo mayor que el sindicalismo para impugnar la división productiva/reproductiva, que es una de las bases fundamentales de las nuevas formas de producción capitalistas en su declinación neoliberal.
Una crítica a tal argumento es la que afirma que la parcelación de la lucha obrera en varias luchas de carácter identitario, al fragmentar las demandas, debilita la lucha sindical.
Es una cuestión espinosa, pero diría que el sindicalismo clásico debe verse a sí mismo como una dimensión particular de la lucha por la emancipación porque si no es así, lo que no vale es que desde el particularismo sindical se acuse al resto de luchas de fragmentar una batalla a la que ellos no son capaces de llegar. Esto sería una paradoja. No tiene sentido que la fragmentación de nuevos antagonismos fragmente una lucha a la que no ha sido capaz de dar cabida. Presentar el debate sobre la fragmentariedad como, por un lado, lo que tiene una dimensión en sí (las laborales y sindicales) y, por otro, las fragmentarias, creo que es una lógica bastante hobbesiana.
En 1979, Michel Foucault. en Nacimiento de la biopolítica, definiría el surgimiento del «empresario de sí mismo», aquel que, «siendo para él su propio capital, siente para él su propio productor y siente para sí mismo su fuente de ingresos» en unas palabras proféticas cuando nos fijamos hoy en día en figuras como el rider, el autónomo o el cryptobro. ¿Hasta qué punto estos discursos dan explicación de ese descenso en la afiliación o lucha sindical, o de la descomposición del concepto clásico de obrero?
Cuando Foucault escribe esto son meses antes de la llegada de Margaret Thatcher al poder, y creo que es algo decisivo. Creo que para vislumbrar de algún modo el cruce de la individualización de las relaciones laborales que impide la construcción o articulación de formas colectivas, es importante rastrear cuáles son en sus orígenes los elementos de captura que operaron; esto significa que la figura del “empresario de uno mismo”, y muchas de las lógicas inherentes al discurso neoliberal no hubieran sido posibles sin la capacidad de politización del neoliberalismo que tuvo en los años setenta y ochenta sobre las nuevas formas de deseo expresadas en los movimientos sociales de la década anterior, y esto seguramente se debe a la incapacidad de una parte de la izquierda que estaba demasiado pegada a la matriz obrerista, y de una izquierda libertaria demasiado pegada al plan de la inmanencia. En este vacío aparece la racionalidad neoliberal, transformando –como diría Gramsci– muchos de estos elementos e incorporándolos de forma heterónoma en una nueva gubernamentalidad.
Entiendo, por lo que dices, que le estás restando parte de esa capacidad de cierre totalitario que se le asume en el proyecto neoliberal, como si se tratara de un fenómeno inevitable.
Sí, exacto. Creo que no hubiera sido posible el despliegue del proyecto neoliberal sin la capacidad hegemónica que tuvieron de traducir a su propia racionalidad los deseos y demandas existentes, lo que lo dota de un carácter ambivalente muy fuerte que muchas veces las izquierdas no hemos querido atender.
Uno de esos fenómenos que parece escapar a esta racionalidad liberal sería lo que se está llamando “la gran dimisión”, un movimiento que se inició en Estados Unidos, pero que ahora lo vemos también en España, sobre todo en el sector servicios, caracterizado por la renuncia a trabajar en determinados sectores por las mismas condiciones que hace tres o cuatro años. Se argumenta, como explicación parcial de este fenómeno, que el valor del trabajo vinculado a cierta ética vital ha ido perdiendo peso respecto al tiempo como valor esencial de la vida. ¿A qué crees que se debe tal fenómeno?
Muy interesante. Mark Fisher, cuando analiza los años sesenta y setenta y en la mirada hacia atrás, propone «dejarse acosar por los fantasmas del pasado», por el «todavía no» y las promesas incumplidas. Lo que viene a decir es que si la racionalidad neoliberal tuvo la capacidad de cooptar ciertos deseos y demandas, parece que existe un hilo invisible que sale hoy a la superficie a través de estas formas de rechazo al trabajo, promovida por una clase obrera yendo más allá de sí misma, de descubrimiento de horizontes existenciales más amplios que los de la generación anterior, de reapropiación del tiempo de la vida, etc., de alguna forma hoy creo que podemos vislumbrarla en estos nuevos repertorios o formas de expresión colectiva. Me parece que es algo miope decir que hay partes de los sectores productivos que hoy no encuentran mano de obra y que si pagaran salarios más altos entonces la cosa se resolvería. Yo diría que no, o que por lo menos no es tan sencillo. Me parece que muchos malestares de esa racionalidad neoliberal empiezan a tener hoy sus puntos de escape.
Entrevista original de La Fàbrica Digital.