Lo he visto tantas veces, siempre esperando y rezando para no volver a verlo jamás más. Una y otra vez, he sido engañado por el mantra hueco del Nunca más.
Crecí en un país destinado a ser desgarrado por una serie de guerras horribles después de la caída del Muro de Berlín. Las primeras guerras en suelo europeo después de la Segunda Guerra Mundial, si se me permite corregir a una larga lista de periodistas y analistas cuya memoria histórica es muy limitada.
Crecer en este tipo de entorno fue quizá lo que me hizo seguir las guerras en todo el mundo durante veinte años. Empezando por Kosovo. Era demasiado joven para cubrir las guerras en Eslovenia, Croacia y Bosnia y Herzegovina. Pero después de Kosovo en 1999, pasé a informar desde Afganistán, Somalia, Irak, la República Democrática del Congo, Gaza, Darfur, Líbano, Pakistán, Sudán del Sur, Kurdistán, Siria y Libia. A lo largo de mis años de búsqueda de la guerra, me esforcé por prestar especial atención al destino de las personas refugiadas y de aquellas cuyas vidas han sido completamente desmanteladas por una violencia sin sentido.
Mis dos décadas como reportero de guerra me enseñaron a esperar siempre el escenario más oscuro y a dejar muy poco espacio para la esperanza. Una severa sobrecarga de sufrimiento humano fue la razón principal por la que gradualmente perdí mi temple, y decidí retirarme del periodismo (anti)bélico. Aunque eso no es del todo cierto. Después de dejar de seguir guerras por todo el mundo, comencé a informar sobre las consecuencias del cambio climático, al que considero el frente de batalla más importante en toda la historia de la humanidad.
Durante las últimas semanas antes de que Vladimir Putin decidiera atacar Ucrania, la mayoría de los medios occidentales prominentes estaban llenos de historias sobre la inevitabilidad de la guerra. Tanto es así que la invasión real se parecía mucho a la realización de un deseo, o al menos a una profecía autocumplida. Sin embargo, a pesar de ello, estaba casi seguro de que la invasión rusa no se llevaría a cabo. Estaba completamente perdido en cuanto a lo que el Kremlin podría esperar lograr con una aventura militar tan claramente demencial.
Y luego comenzaron a llegar imágenes de derramamiento de sangre desde Ucrania, exactamente las mismas imágenes de masacre sin sentido que me han estado persiguiendo toda mi vida. Edificios de apartamentos destripados por misiles teledirigidos. Detonaciones salvajes. Tanques pisoteando deliberadamente vehículos personales. Colas interminables de refugiados. Odio. Miedo. Propaganda de guerra omnipresente. Y, presidiéndolo todo, las crecientes exaltaciones del sentimiento nacionalista más atroz.
Junto a estas imágenes llegó el inevitable conflicto en las redes sociales: un auténtico aluvión de locuras, mentiras, teorías conspirativas patológicas y, sobre todo, opiniones. Opiniones jingoístas inamovibles basadas en poco más que una falta total de empatía. Pero hoy día, la opinión es el rey, y el sentimiento semianalfabeto reina por encima de todo.
Como periodista de toda la vida, me resulta muy difícil aceptar la idea de que esa misma corriente de locura es la que ahora está destruyendo mi profesión. Es cierto que una parte de la culpa puede atribuirse a nuestra autocomplacencia, la de los periodistas. Pero también es cierto que hemos sido casi despojados del privilegio de interpretar los hechos. En cierto sentido, el auge de las redes (anti)sociales nos está convirtiendo en expatriados intelectuales.
Este extraño giro de los acontecimientos me llena de una frustración abrumadora y una sensación de impotencia cada vez más insoportable. Creo que la forma en que nuestros reflejos, dirigidos por algoritmos, están derrotando a la reflexión es una de las claves que impulsan los conflictos modernos. El público parece haber sufrido un cambio sísmico. Mirando las explosiones interminables de odio narcisista, solo puedo preguntarme qué puedo ofrecer en esta era posfáctica de lapsos de atención continuamente saboteados.
En cuanto a la naturaleza particular de la guerra en cuestión, tengo muy poco que decir. Creo que los únicos que probablemente emitirán veredictos creíbles sobre tales asuntos son las personas que han experimentado el conflicto en particular de primera mano.
Pero como sé algo sobre bombardeos, destrucción masiva y cadáveres de niños en descomposición, permítanme decir esto. Todos deberíamos estar tambaleándonos al pensar que, a pesar de todas las lecciones de la historia, se ha vuelto a tomar el camino de la guerra. Y todos deberíamos estar recorriendo diariamente nuestras almas en busca de la más mínima inclinación para defender esta guerra, para justificarla, y más aún si lo hacemos cómodamente desde el sofá.
Durante mucho tiempo creí que un trabajo de campo sólido y comprometido puede ayudar a cambiar el mundo para mejor. Esta creencia solía ser la fuerza que me impulsaba a seguir. Y en unas pocas ocasiones, tremendamente valiosas, he logrado efectuar un cambio positivo, aunque siempre a nivel micro, mientras cubría historias de interés humano en tierras completamente devastadas. Sin embargo, el panorama general siempre permaneció igual.
Muchas de las guerras que he cubierto en las últimas dos décadas se han hecho crónicas: Iraq, Afganistán, Siria, Libia, Gaza, el Congo… Hoy, los innumerables refugiados que produjeron estos conflictos son vistos y tratados cada vez más como desechos nucleares por los políticos racistas de toda Europa y los Estados Unidos. La sociedad abierta y libre que se suponía iba brotar a lo largo y ancho de la Europa poscomunista se ha visto largamente postergada por el nuevo encontronazo del continente con el totalitarismo.
«La Historia es una pesadilla de la que intento despertar», comentó en cierta ocasión James Joyce. Por desgracia, sin embargo, no muchos comparten esta noción. Hoy en día, la memoria histórica no parece tener más peso que el recuerdo de las nieves pasadas. Me temo que se trata de un proceso irreversible.
Lo que es seguro es que el conflicto en curso en Ucrania fortalecerá las fuerzas autoritarias en todas partes. Y que, con cada día que pasa, Kiev empieza a parecerse más a Sarajevo.
Nunca más = para siempre.