KIEV (UCRANIA) // Cuando Alexey Bulava vio la bomba caer sobre la torre de telecomunicaciones de su país, no huyó para ponerse a salvo. Sacó su móvil y lo grabó. Y así es como registró que fueron dos las bombas lanzadas. Como si con ello el Kremlin quisiera que Ucrania se quedara tan silenciada como Rusia puede quedarse con el decreto que acaba de aprobar –condenas de 15 años de prisión para quienes publiquen informaciones “deliberadamente falsas” y el bloqueo de Facebook y Twitter–. Precisamente fue en Facebook donde Alexey publicó la grabación, que fue locutando mientras transcurría, con un temple digno de admiración.
Este treintañero viajó por España durante un mes “como mochilero”, periodo en el que aprendió algunas palabras en castellano. Trabaja como diseñador gráfico en la Escuela Internacional de Kiev, un centro en el que la mayoría de su profesorado era internacional y que fue evacuado a sus países hace algunas semanas. Pero Alexey siguió sin creerse que su urbe –cosmopolita, multicultural y moderna– pudiera jamás convertirse en este campo de batalla.
“No se puede pasar. Es demasiado peligroso”, le explica el soldado que custodia el puente que comunica Kiev con Irpin, una ciudad dormitorio de unos 60.000 habitantes que ha sido arrasada durante los últimos días por el Ejército ruso. Alexey nos traduce y alerta de que es mejor que no nos acerquemos más. “Están muy nerviosos, es normal, y no se sabe cómo pueden reaccionar”, añade. Muchos de esos jóvenes que hoy empuñan fusiles y están encargados de proteger la seguridad de su país no habían tenido hasta ahora ningún tipo de formación militar. Y el gran temor por el que se pide la documentación a todo el mundo en todas partes a todas horas es que se infiltren rusos para señalar objetivos, dar información estratégica, atacar desde dentro. Y en medio de ese nivel máximo de paranoia, miles de personas huyen del infierno sin saber si lo que les espera será mejor.
Eso es lo que se ha vivido hoy en la zona noroccidental de la capital, donde miles de personas que llevaban días atrapadas en Irpin, una ciudad dormitorio pegada a Kiev, han salido en desbandada en cuanto los bombardeos han cesado. La mayoría llevaban días atrapados en los sótanos de sus edificios y sobreviviendo con el agua y la comida que conseguían recoger en sus viviendas cuando las alarmas antiaéreas dejaban de sonar. Bombardearon su edificio y aún no se explican cómo siguen vivas.
Tras el anuncio del viernes de una tregua para establecer corredores humanitarios, el éxodo de la capital se ha reactivado, aunque ni siquiera en esas circunstancias pueden huir con cierta tranquilidad. En apenas 24 horas, Rusia ha roto la tregua humanitaria en, al menos, dos ciudades del sureste del país, según el Gobierno ucraniano: en Mariupol y Volnovaja, donde llevan días sin luz ni calefacción cuando las temperaturas raramente superan 1º centígrado. Y con apenas agua. Un millón de personas en una situación extrema en la que se mira el resto del país.
“Cuando Rusia nos atacó, yo planteé a mis padres que se fuesen del país. Pero mi hermano no quiere irse, y mi madre dice que o todos o ninguno. Así que nos hemos quedado. ¿No hay opción de que la OTAN declare una zona de exclusión aérea?”, pregunta Alexey Bulava, a sabiendas de que su secretario general, Jens Stoltenberg, declaró este viernes que lo descartaba porque podría suponer una “guerra total en Europa”.
Ciudad en vilo
Kiev es una ciudad en vilo. Las calles permanecen absolutamente vacías salvo en los puntos donde centenares de personas se agolpan esperando un autobús o, incluso, haciendo autostop para huir cuanto antes. Kiev lleva una semana vaciándose de mujeres, niños, niñas y personas ancianas, y aun así sus rictus son de absoluto terror. El zarpazo del Kremlin ha sido tan brutal y despiadado que resulta imposible descartar cualquier escenario. Cien son las gotas de yodo que hay que ingerir con agua caliente tras un ataque nuclear. Nadie consigue yodo, pero todo el mundo sabe aquí cuál es la dosis que debería ingerir si Putin decidiera poner punto final. Lo han buscado en vídeos de Youtube, en entrevistas a supuestos expertos, en series de televisión como Chernóbil. Y saber que el Ejército ruso está a menos de 25 kilómetros de Kiev solo aumenta la angustia.
La recepcionista del hotel donde se aloja esta periodista derrocha cortesía y amabilidad, pero cuando alguien deja caer que, con suerte, la capital tardará al menos dos semanas en ser ocupada, su rostro dibuja un gesto de incredulidad. Se vislumbra antes. La duda que sobrevuela es el nivel de devastación que el gobierno de Putin está dispuesto a asumir, y la certeza de buena parte de las personas consultadas es que puede no tener límites. Pero, mientras, la ciudad organiza su defensa.
En las calles, las barricadas alzadas con bloques de hormigón, camiones, árboles o, incluso, tanques, se suceden cada pocos metros. En los check points, hombres de todas las edades, aspectos físicos e indumentarias se encargan de comprobar los pasaportes de los ocupantes de los automóviles, sus permisos de conducción de taxis, las identificaciones de periodistas. Algunos llevaban pasamontañas, otros cascos antibalas, otros apenas cuentan con un abrigo raído como toda protección.
Tarifas abusivas
En la estación de trenes, los taxistas siguen trabajando, muchos de ellos ucranianos con otros oficios que encuentran en las aplicaciones de Uber, Uklon y Bolt una segunda fuente de ingresos. Algunos de ellos se niegan a aceptar las tarifas que estas multinacionales imponen incluso a los ciudadanos de un país en guerra: en una ciudad que sufre el asedio de uno de los principales ejércitos del mundo, una carrera de 20 minutos cuesta 3 euros si se usan estas aplicaciones.
Pese a que el gobierno de Volodímir Zelenski ha ordenado mantener los precios de los alimentos y de la gasolina, el derrumbamiento económico es evidente. Salvo los supermercados y las gasolineras, el resto de los comercios permanecen cerrados, mientras en los cajeros automáticos y en las oficinas de correos, las colas son inmensas para contar con dinero en efectivo ante el éxodo o el sitio al que esta ciudad parece abocada. Y, pese a todo, como muestran muchos ucranianos en las redes sociales, son muchos los establecimientos que señalan en las estanterías el origen ruso de algunos productos, que son los únicos que quedan en las estanterías vacías. Un boicot a los productos rusos que la sociedad civil ucraniana ha pedido por distintos canales que se secunde a nivel internacional en muestra de solidaridad.
Pero, mientras, en Kiev asistimos a la transición entre dos mundos: aquel en el que en las gasolineras siguen vendiendo cápsulas de café, bombones y tarta de queso refrigerada, y en el que hay mujeres que huyen cargando con una alfombrilla para dormir en la que antes hacían yoga, llevan a un hijo en el cuadril mientras con la otra mano tiran de la correa del perro, se despiden en la estación de su ciudad sin saber cuál es su destino ni si la podrán volver a pisar.