Una clase de yoga en Toronto. REUTERS
Los liberales doctrinarios del siglo XIX se creían mejor que la plebe. No concebían que el canon surgido de la Constitución de 1812 dotara de ciertos derechos a aquellos que no tenían renta ni patrimonio. Al pueblo, a la plebe, a la casta iletrada había que mantenerlos alejados de la res pública. El poder en España siempre ha tenido una visión clasista de la soberanía que emana de los moderantistas que llevaron el sufragio censitario a la carta magna de 1848 para que el orden divino tuviera su representación en la reglamentación social y así privar a las clases dominantes de la posibilidad de que se votara mal. La doctrina Vargas Llosa procede de una percepción social de las élites que tiene como base que la voz pública y la dirección de lo común tienen que tener prevalencia entre aquellos que tienen el patrimonio porque la renta y el oro te hacen mejores.
Se creen una clase privilegiada en lo moral y lo intelectual. Su percepción íntima es que no tienen esa posición social por herencia, costumbre y una argamasa legal que les dé preeminencia, sino por ser los mejores. Esta ilusión era posible mantenerla cuando no existía relación interclasista y no había posibilidad de interpelar desde abajo a aquellos que se creían superiores. No hay nada como tratar como a un igual a quien se cree superior para que acabe trasluciendo que su nivel intelectual dista mucho de ser el que creen y trasladan.
Esa burbuja soberbia clasista existente en profesiones como la judicatura supura el germen doctrinario del XIX de aquellos que se creían una casta superior que está destinada a quedar al margen de los procesos destilados de la soberanía popular. Los accesos a la carrera judicial que impiden o limitan la llegada de individuos de las clases populares tienen como fin último mantener al margen del pueblo lugares de decisión que permitan crear zonas libres del cumplimiento de la legalidad. Así, llegado el caso, actuar cuando la democracia decide mal.
La clase dominante defiende con uñas y dientes su necesidad por mantener fuera de la soberanía popular lugares de decisión vitales para el desarrollo de la sociedad, que es otra forma de decir que luchan por mantener a salvo de la decisión del pueblo llano las decisiones que pueden salvarles de quien vota mal. La pervivencia de esas burbujas antidemocráticas de clase se ven en la judicatura, pero también en el hecho de que no se pueda abortar en hospitales públicos. Es decir, se crean zonas libres de cumplir las leyes que no gustan a la clase dominante. La manera es sencilla: procurar que esos lugares de decisión fuera de los procesos democráticos estén copados por miembros de la clase dominante.
El poder judicial es el elemento paradigmático de esta capacidad de actuación de las élites, pero no es el único, existen esas burbujas en lugares que creíamos más democratizados. Entre los años 2018, 2019 y 2020 solo se realizaron dos abortos en hospitales públicos de la Comunidad de Madrid. La razón fundamental es que las direcciones generales de los hospitales y los puestos de dirección de ginecología están ocupados, por una cuestión de acceso social por clase, por miembros de esa clase dominante asociada a una ideología conservadora que suele considerar que el aborto no solo no es un derecho, sino que es un crimen. La ley del aborto queda derogada porque no existe pluralidad de clases en los espacios de decisión.
Las barreras de acceso por clase social a los puestos de dirección en los hospitales públicos provoca de facto que un derecho de las mujeres, que emana de una ley dotada por la soberanía popular, quede derogado por las dinámicas de reproducción social que consiguen que la objeción de conciencia de una minoría que son mayoría en lugares de dirección prive al resto de los ciudadanos del normal funcionamiento de un Estado democrático.