La primera vez que fui a una manifestación tenía diez años. Ocurrió durante el fatídico verano de 1997, concretamente el 11 de julio, cuando cientos de miles de personas, consternadas ante el secuestro del concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco por la banda terrorista ETA, poblaron las calles de todo el país con sus gritos desgarrados. Me acuerdo muy bien de aquellos días de dolor y rabia y de cómo, en la plaza de un pueblo de la campiña cordobesa, rodeada de gente que me sacaba tres palmos, me desgañitaba pidiendo libertad para aquel hombre que estaba a punto de ser asesinado a sangre fría.
A una niña de esa edad, que apenas sabía nada del mundo, poco podía importarle el signo político de la víctima, pero tampoco les importó a las innumerables manos que, en un feudo de Izquierda Unida, se alzaban reclamando la liberación del edil vasco, ni al resto de las ciudades, abarrotadas de protestas, pancartas y, horas más tarde, velas en señal de duelo y homenaje. El lema estaba claro, constituía un clamor de multitudes horrorizadas por el crimen, muchas de las cuales comenzaron a corear la vieja canción del grupo Jarcha Libertad sin ira, ese himno de la transición reciclado ya para la causa antiterrorista.
La libertad en España tiene una larga tradición, oral y escrita, que se remonta, al menos, a la defensa de la II República durante y después de la Guerra Civil, se rescata en la transición como repulsa a cuarenta años de dictadura, y se resignifica posteriormente, de forma más o menos explícita, en multitud de movimientos, incluido el feminismo (“libres nos queremos”). En todos los casos hay un poder opresivo que acosa y maltrata, que niega derechos fundamentales y, en muchas ocasiones, mata.
Cuando Miguel Hernández escribió “para la libertad sangro, lucho, pervivo”, se encontraba en mitad de una conflagración que terminó con un gobierno democráticamente electo y dejó un reguero de destrucción al que se sumaría su propia vida. Cuando, casi cuatro décadas más tarde, Joan Manuel Serrat retomaba aquellos versos, lo hacía frente a un público que demandaba precisamente un sistema de garantías constitucionales que acabase con el régimen asesino aún vigente. Buena parte de la sociedad española ha mantenido viva esa memoria, clave en nuestra educación sentimental, que alude tanto a un lúgubre pasado nacional como a las luchas sociales que han sido, o siguen siendo, necesarias para su superación. Por eso, cuando Isabel Díaz Ayuso exclamó “libertad” tras haber ganado las elecciones madrileñas, algunos sentimos una humillación que va más allá de nuestras biografías, un insulto diacrónico, una ofensa que pasa por quienes tengan la capacidad o decencia de recordar, incluyendo a los votantes del PP que, en el fatídico verano de 1997, perdieron a uno de los suyos.
“La libertad es llevar una pulsera que dice libertad”, o un folio en blanco sin propuestas, o “empezar de cero” cuantas veces sea preciso porque, en la economía gig, el trabajo es precario y temporal. En boca de la presidenta de la Comunidad de Madrid, el vocablo ha quedado despojado de todo anclaje generacional y, expoliado y privado de sus connotaciones históricas, se erige como el eslogan que, lejos de combatir la muerte, la evoca en las prácticas neoliberales que promueve. La desposesión semántica que presenta el sustantivo es solo aparente; ninguna palabra existe en el vacío. Más bien, lo que ha ocurrido con la “libertad” ayusiana es que ha viajado como sus adorados turistas, pues se trata de una burda traducción, y sus orígenes hay que buscarlos en la contraparte anglófona freedom, pronunciada con acento yanqui. No es ninguna novedad que, tanto su gestión de la pandemia como sus políticas nocivas basadas en la privatización de servicios públicos, las rebajas fiscales y el sálvese quien pueda, son de cariz trumpista, pero sorprende en exceso que no se haya molestado ni en la creación de un discurso propio.
El vocabulario de Ayuso está plagado de calcos, referencias explícitas al lenguaje de Trump y sus secuaces, y hasta copias exactas de expresiones que, algunos de los que vivimos en Estados Unidos, ya hemos aprendido a identificar por lo que verdaderamente significan: el individualismo más acérrimo aunado a la práctica inexistencia de estado del bienestar. Como explica Andy Robison, los anglicismos abundan y son fáciles de detectar: “El lado bueno de la historia” para el fascismo, “el mal” para referirse a Pablo Iglesias, y otros tantos como la falacia de que “todos los días hay atropellos y no por eso prohíbes los coches”, sacada directamente del amplio acervo de barbaridades republicanas. La Libertad no se queda atrás y, usada y abusada en su disfraz trumpista, revela cuanto menos su incoherencia. En primer lugar, por el anacronismo de un programa político que está siendo fuertemente combatido por Biden. En segundo lugar, no deja de ser patéticamente paradójico recurrir a importaciones yanquis para hacer gala de patriotismo: último y trapacero recurso de quien sabe que traiciona una trayectoria de reivindicaciones y movimientos sociales que sigue viva entre muchos de nosotros.
La libertad, señora Ayuso, no era eso. Desde los rincones de mi infancia, le pido que pare de denigrar la historia de los millones de españoles que se dejaron la piel gritándola contra tanta injusticia. Tenemos memoria.