Ni los contenedores de basura ardiendo ni las cargas policiales tienen nada que ver con la libertad de expresión. En realidad, seamos sinceros, la libertad de expresión importa a pocos: nos preocupa poder decir lo que pensamos nosotras, muy alto, muchas veces y que los que piensan distinto estén obligados a escucharnos. Y si hace falta gritar para acallar los argumentos de otros, será porque no nos han dejado otro remedio.
Si de verdad nos importase la libertad de expresión, que es una condición imprescindible para el pluralismo de ideas, sin el cual no son posibles las democracias, nos informaríamos en los medios de comunicación que recogen, en la medida de sus posibilidades, una diversidad amplia de visiones. Y en realidad, lo que se busca en las cabeceras de referencia es, demasiado a menudo, que te cuenten lo que ya piensas con ritmo y palabras bonitas.
Si de verdad importase la libertad de expresión a muchos que se consideran de izquierdas o progresistas sería impensable que cuando un medio publica informaciones contrarias a sus prejuicios o análisis con tesis contrarias a sus posiciones ideológicas, se den de baja como suscriptores y pidan a sus contactos que sigan su ejemplo.
Quienes han dañado la fachada de El Periódico y la unidad móvil de Rne en València o han gritado “vieja escoria” a una señora que intentaba apagar un contenedor en llamas en Barcelona no están “defendiendo hasta la muerte el derecho” de Hasél a tuitear o cantar las peores burradas, como sostenía aquella frase pronunciada por la biógrafa de Voltaire, Evelyn Beatrice Hall, para condensar el pensamiento del estandarte de la Ilustración. Pero estos jóvenes sí tienen razones para estar rabiosos y hartos, y quien no quiera entender las causas de esa rabia cometerá el mismo error que los peores sátrapas: pretender acallar el descontento con el insulto y la brutalidad policial.
Una violencia policial absolutamente ilegítima en un Estado de derecho, que tiene el monopolio del uso de la violencia siempre y cuando sea en defensa del bien común. Y aquí nos encontramos con policías y mossos que se vuelven a ensañar con manifestantes pacíficos con el único fin de retroalimentar la indignación que alimenta las protestas, legitimar así su desproporcionalidad y, en definitiva, pedir más medios personales y materiales para seguir aporreando a quienes cumplen con su derecho -cuando no deber- de manifestarse en defensa de los derechos fundamentales.
Muchos de los jóvenes que encuentran en los disturbios una vía de escape a su descontento solo han conocido esta falta de horizonte de mejora en la que llevamos sumidos desde 2008. Saben que difícilmente van a librarse de ese 40% de desempleo juvenil que arrastra este país y en el caso de los que son independentistas, llevan también toda su juventud esperando que sus líderes políticos cumplan con la promesa que dará fin a todos sus problemas: la República catalana anticapitalista-feminista-anticolonial en la que no habrá desempleo, ni camaradas machistas, ni medios españolistas-de-mierda, ni colonos castellano-parlantes infiltrados en sus televisiones y radios que, declarándose no indepes, tienen la desvergüenza de manifestarse en contra del encarcelamiento de los líderes del Prócés, a favor de un referéndum e, incluso -qué recochineo-, contrarios al nacionalismo español.
No es fácil crecer así, como no lo es pensando que España volverá a ser la entelequia que nunca fue el día en que los catalanes y vascos se vuelvan españolistas a muerte, las personas migrantes dejen de robarles sus magníficos trabajos, y los comunistas de Podemos y el PSOE dejen de imponer su agenda bolivariana. A ninguno de los dos grupos podemos culparles de refugiarse en mundos paralelos: este no tiene nada que ofrecerles.
Pero la mayoría de los jóvenes y de los adultos que están saliendo a la calle tras el encarcelamiento de Hasél lo hacen por las mismas razones que desembocaron en el 15M: para pedir una democratización de este país, una salida a este desmoronamiento de la ética pública, una reconexión entre lo que se gritan en el Congreso y las colas del hambre que vemos en la mayoría de nuestras ciudades.
Estas protestas responden a lo mismo que vi hace poco más de un año en la huelga general de Francia, cuyas conclusiones titulé Crónica de la huelga del ‘ya no puedo más’. Porque era lo que terminaban diciéndome al final de las entrevistas los trabajadores y trabajadoras sanitarias que entrevisté, los sindicalistas, las activistas del movimiento a favor del acceso a la vivienda, los antirracistas, las y los chalecos amarillos…. Ya no podían más. Y aún no había comenzado la pandemia.
Esto tampoco va de Hasél
Leyendo las letras y tuits de Hasél resulta más que evidente que el rapero tiene poca querencia por la libertad de expresión de quienes no piensan como él y, desde luego, la pluralidad de ideas tampoco parece estar entre sus valores supremos. Es más: como demócrata y ser humano, el pensamiento que se trasluce de sus tuits más conocidos me provoca arcadas.
Si he firmado el manifiesto a su favor es porque cuando defendemos su derecho a decir estupideces, estamos defendiendo nuestro derecho a decirlas y, sobre todo, a la libertad de creación y de pensamiento, dos de las cuestiones por las que más agradezco haber nacido en Europa, y que más peligro corren en los últimos tiempos. No solo por las restricciones legales, sino por la tribalización en la que está cayendo nuestra sociedad. Por eso cada vez es más habitual que grupos de personas afines ideológicamente en algún aspecto se una en las redes sociales para pedir que lo que no les gusta que se diga o piense, sea delito; elaboren listas negras de traidores y traidoras de la causa; y actúen con técnicas de lobby para acallar a los díscolos. El sueño húmedo de la Stasi.
Por otro lado, hay que recordar que Hasél no ha ingresado en prisión solo por su condena a 9 meses de encarcelamiento por delitos de enaltecimiento del terrorismo así como injurias a la monarquía y a las instituciones del Estado. Lo ha hecho porque ya tenía condenas anteriores por resistencia a la autoridad, allanamiento de un local y por amenazar a un testigo. Pero, de nuevo, no es por esas razones por las que un grupo de jóvenes intenta una y otra vez tumbar una jardinera en una calle de Barcelona como si fuesen cabestros chocándose una y otra vez contra un muro.
Como no es cierto que a los antidisturbios y los mossos no les dejan otro remedio que aplicar toda la contundencia en el ejercicio de su trabajo en pos de la seguridad de la ciudadanía. Tenemos unas fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, como explicaba en esta entrevista el juez Ramiro García de Dios, con una estructural falta de control y sistémica impunidad y con una creciente presencia entre sus filas de miembros afines a la extrema derecha.
Al mismo tiempo, hay una parte de la población y de los medios de comunicación, además de un ministro de Interior como es Grande-Marlaska, que justifican la impunidad policial cuando, sin ningún tipo de temor, se ceban injustificadamente con la ciudadanía que ejerce su libertad de expresión de manifestarse en contra de la censura, la represión, la falta de oportunidades y toda esa pléyade de razones que ha vuelto a sacar a la calle a una parte de la población que ya no aguanta más.
Ojalá defendamos su libertad de expresión aprendiendo a través de la escucha. Quizá así no sorprenda cuando, como me ocurrió dos días antes de las elecciones en Catalunya, el taxista que me llevó al aeropuerto de Málaga para volar a Barcelona me preguntó quién prefería que ganase. «Los que los votantes prefieran», respondí. El hombre me miró como si fuese la única respuesta que jamás esperó escuchar. «Pues es verdad, lleva razón», me contestó todavía desconcertado.
Lo mismo es que defender el derecho a la libertad de expresión consiste, fundamentalmente, en escuchar, para entender, a quien queremos que deje de ser ‘el otro’.