A quienes llamamos “casa” también a otra parte, al regresar a Madrid después del verano, este año no paraban de decirnos: “Pero y tú, ¿por qué has vuelto? ¿Cómo es que no te has quedado en… [inserte aquí su Asturias, Cádiz, Murcia, Soria]?”.
La capital, que en periferias no cae muy bien desde siempre probablemente por serlo, se ha convertido ahora sí que sí en la bestia negra del imaginario pandémico. Primero estuvo lo de llegar antes al aceleramiento de los problemas, de ser la imagen de telediario del futuro inevitable de colapsos hospitalarios y cifras en ascenso amenazante. Y, extendiéndose casi más rápido que los contagios, aquella idea de que los madrileños y madrileñas estaban saliendo de la ciudad a toda pastilla para llevarse el virus a donde fuera. Ahora, a Madrid se la vuelve a mirar con el horror y el pudor que da ver desmantelar los principios básicos que alguna vez creímos que se podían dar por supuestos.
Cuando volvemos a nuestra otra casa, quienes en Madrid somos de adopción nos vemos en la responsabilidad de explicar que no es verdad que ese sitio sea solo el territorio de quienes “hablan fino” y nos saquean a los demás. De explicar que el Madrid en el que hemos aterrizado –y que se llama a menudo con alguno de los que desde el viernes son los 37 nombres de la pena y de la rabia– es en realidad tan periferia como cualquier otra parte.
Y es que Madrid –como toda capital, probablemente– es dos Madrides a la vez. En Madrid, el 20% más rico de la población maneja más de la mitad de la renta. En Madrid, un millón de personas está en riesgo de exclusión social. Madrid tiene los edificios del poder y los símbolos del reino, pero también las tasas más altas de desigualdad. Es lo que tienen las capitales: que siempre son dos cosas al mismo tiempo. Ese símbolo que brilla y es visitado por turistas; y todo lo que queda aplastado debajo.
Ya casi es un tópico decir que la Comunidad de Madrid lleva décadas siendo laboratorio de muchas cosas. De un modelo –al alza por lo visto en un mundo cada vez más lleno de Trumps– que une los puntos entre parecer idiota y conseguir exactamente lo que pretendes. Toda una saga de presidentas de las que nos hemos reído mucho (una que aparca no sé cómo, la otra con sus cremas) ha aplicado mientras tanto primorosamente el checklist de privatizaciones y corruptelas que nos ha dejado en bragas en mitad del invierno.
Y ahora parece que el laboratorio tiene un nuevo experimento en marcha. La última presidenta de la saga, como sus predecesoras, de loca no tiene nada: es –cambiando un poco esa frase que usamos para otras cosas– una hija sana del liberalismo. El muro al sur que ha trazado en la Comunidad que tiene la responsabilidad de gestionar indica con mucha nitidez con qué lógica piensa: “No queremos un confinamiento para los nuestros, así que confinemos a los pobres”. Así de obsceno. En los barrios señalados se cierran los parques, se reduce el aforo de la cultura, se limitan las horas del encuentro. Eso sí: la movilidad deja de estar restringida cuando se trata de ir a trabajar.
En realidad, es algo injusto decir que esto es un experimento. Porque se lleva aplicando mucho tiempo. En los países del sur lo saben bien. Lo hemos llamado “globalización”, “deslocalización”, y consiste en que quienes hacen el trabajo se llevan además la suciedad. Como contrapartida, quien tiene el dinero puede permitirse vivir como si no existieran los cánceres que deja el capitalismo, porque quienes se mueren son otros. A escala global, llevamos siendo partícipes de esta lógica mucho tiempo. Ahora el cerco se estrecha y se hace evidente hasta qué punto es cierto también a otras escalas.
Lo que pasa es que, en este laboratorio Madrid de la era re-Covid, también se ve la trampa. La desigualdad de una ciudad tiene al aire las costuras de que quienes habitan en las zonas-periferia cogen cada mañana somnolientas metros y autobuses para llegar a trabajar a las zonas-centro que no se sostienen sin sus manos. A la desigualdad de una ciudad se le ve el plumero de que las zonas-de-una-renta colindan con las zonas-de-otra, y caen o no en la lista de los guetos también un poco en función de a quien tengan por vecino.
Cuando “confinamiento” significa algo tan laxo y tan sesgado como lo que se está proponiendo en Madrid, lo que suponen las medidas tiene poco de protección y mucho de señalamiento. Lo que se ha trazado es la frontera entre las vidas que valen más y las que valen menos; entre a quienes se quiere ofrecer un transcurrir tranquilo y amable de los días, y a quienes solo se ve como mano de obra.
En la rueda de prensa de los balones fuera se escuchó decir: “Puedes elegir si ser virus o vacuna”. No sé qué es más grave: si apuntalar en nuestras cabezas una dicotomía perversa entre gente peligrosa y buenos ciudadanos, o la idea de que se puede elegir. Es mucha trampa insinuar que la mayor incidencia de la pandemia se debe a comportamientos individuales cuando si algo muestran los mapas de centros y periferias es que la cuestión es estructural.
¿Os acordáis de cuando aprendimos la palabra “esenciales” y salíamos cada tarde a aplaudir a las ventanas? A lo mejor no quedó suficientemente claro que esas personas, las que hacen las tareas sin las cuales nada se tiene en pie, no son fantasmas etéreos. Son cuerpos frágiles que viven en alguna parte. Dice la estadística que probablemente en alguna de esas zonas a cuyos habitantes ahora se les dice: ponte en riesgo para venir a trabajar, pero enciérrate en cuanto acabes la jornada.
Y eso que también había otra cosa que se suponía que habíamos aprendido: aquello de que la salud del colectivo es la del más débil de sus eslabones. Estas medidas no solo resultan indignantes en términos humanos, sino también absurdas en términos sanitarios.
A menos, claro, que el plan también incluya un completo cambio de lógica respecto a cómo afrontar una crisis como esta: que del “cuidémonos entre todos” ya estemos pasando a un “sálvese quien pueda”. No parece descabellado pensar, por ejemplo, en un plan en el que solo quien pueda pagarlo sea quien tenga acceso a una PCR o a una vacuna, y con ello también a la “normalidad”, mientras toda su periferia se queda con el trabajo, con el dolor y con el estigma. Al fin y al cabo, hay quienes ya están en ello. Y son de la estirpe de la saga de hijas sanas del liberalismo que están al mando del laboratorio Madrid.