Entre las innumerables intolerancias que leo cada vez más a menudo en la burbuja de las redes sociales, regidas por un perpetuo y bulímico estado de indignación, hay una que me despierta una especial incomodidad: la de quienes se declaran intransigentes con las faltas de ortografía. Y lo dice una persona que vive de escribir, que encuentra un placer indescriptible perdiéndose en el diccionario de sinónimos, que marca con post-its las erratas que encuentra en los libros y que solo puede comparar su devoción por la escritura con el de la lectura y el reportear, que no es sino otra forma de poner las palabras exactas a los cinco sentidos: la vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato.
Y aun así, no se me ocurre mayor reivindicación de la escritura como lo que es, un puente comunicativo, que la que ponen en pie aquellas personas que, a sabiendas de que cometen faltas de ortografía o gramática, deciden vencer el estigma de la vergüenza y relacionarse a través de la palabra escrita por WhatssApp, por las redes sociales o a través de cualquier otro medio. Qué dignidad hay en esa apropiación del lenguaje escrito frente a los que priorizan el respeto de sus normas a su función primigenia: comunicarnos, decirnos, hablarnos, tejer complicidades desde la distancia, exponernos, abrirnos a los argumentos del otro. Pero también el derecho a ser nosotros y nosotras los que nos contemos, los que nos nombremos, los que participemos en nuestro propio nombre en la conversación pública.
Vivimos en un país en el que en el último siglo pasamos de un 40% de tasa de analfabetismo a prácticamente erradicarlo. Un país en el que muchas de nuestras abuelas y abuelos firmaban con una X lo que les decían que decía ese papel que les entregaban en el banco o, en el mejor de los casos, con su nombre de pila, dibujado con letra infantil y trazo tembloroso, avergonzados de mostrar públicamente su analfabetismo. Un país en el que era habitual que nuestros padres y madres no hubiesen llegado a la educación secundaria y que aprendieran lo que significaba la palabra democracia, fundamentalmente, a través de la radio y la televisión; después, una minoría de ellos, ya de adultos, profundizaron en su conocimiento a través del milagro de la lectura. Ese que adquiere mucho más valor cuando has crecido en una casa en la que jamás ha habido libros. Un país con una educación pública con pocos recursos, con sistemas de enseñanza desfasados y con entornos familiares en los que padres y madres aprendían en muchas ocasiones matemáticas, biología o historia cuando se sentaban a ayudar con los deberes a sus hijos e hijas. Pocos días más memorables que aquellos en los que, aún con los pantalones cortos del verano, pero con una rebequita para protegernos del frescor del incipiente otoño, veíamos a nuestras madres forrar los libros que ellas nunca tuvieron, con el esmero de los adultos que se vuelcan en las manualidades infantiles que jamás pudieron hacer en su infancia.
La falta de memoria histórica no se limita a lo ocurrido durante la Guerra Civil o la dictadura. De hecho, me sorprende más esa amnesia llena de soberbia que imposta haber sufrido mucha gente nacida en los 70 y los 80 por la que parecen haber olvidado lo que vieron siendo críos: el ingente esfuerzo que hizo esta sociedad para salir de la pobreza y de la falta de oportunidades, preparándoles los bocadillos de salchichón para la merienda mientras les contaban cómo ellos utilizaban migajones de pan como goma de borrar.
No eran batallitas de un tiempo remoto, sino el símbolo de donde ponían todos sus esfuerzos y la razón de su mayor orgullo: que sus niños y niñas no tuvieran más preocupación que estudiar y sacar buenas notas, porque así el conocimiento les haría libres. Porque sí, hace no tanto tiempo se seguía creyendo que la formación y la cultura eran la puerta a una vida más digna, más plena y más independiente. Una vida en la que nadie te miraría por encima del hombro por no hablar ‘correctamente’, por no tener un título, por no ‘ser alguien’. Era la sed que movía a varias generaciones que habían crecido sabiendo que ellos no podrían estudiar, que eso estaba reservado para los hijos de los otros: del médico, del notario, del alcalde, del director del banco…
Que ahora estas personas hayan aprendido a utilizar el WhatsApp para decir ‘Ola’, ‘Te hechamos de menos’, o las redes sociales para pronunciarse sobre un asunto de interés público con un ‘Yo pienso de que’ me parece digno de ser celebrado, quizás de las mejores aportaciones que nos han traído estas herramientas. Pero es más: mucha gente joven que pasó por la educación secundaria o, incluso, universitaria, comete importantes faltas de ortografía. Ridiculizar, estigmatizar o restar valor a los argumentos de estas personas por no manejar correctamente las reglas lingüísticas me resulta de un esnobismo insoportable, además de un análisis reduccionista que ignora todos los factores que han podido confluir en ese déficit formativo: la pérdida de calidad del sistema público de educación, su contexto familiar y socioeconómico, el auge del consumo de productos audiovisuales frente a la lectura… Por no hablar de que igual que yo nunca aprendí a programar un Excel, a cambiar una correa de transmisión de un coche o a hacer un buen potaje, hay personas que no tuvieron la oportunidad de vislumbrar y entender relación íntima de las palabras. Ese chás, ese voilà.
Las lenguas son las herramientas más potentes que ha creado el ser humano para el entendimiento mutuo. Y son las personas que hacen un mayor esfuerzo por entender al otro, a la otra, las que demuestran más inteligencia, no los que las escriben o hablan más correctamente.