Puedo sentir vergüenza si, en mitad de la calle, doy un traspié y caigo al suelo. Me levantaré entonces de un salto, miraré hacia los lados y suspiraré aliviada si nadie me ha visto. Sin embargo, nadie se sentirá orgulloso y sacará pecho por andar sin ningún tropiezo. Es lo normal: no tropezar. Lo normal: lo que se espera. Lo normal: lo que cumple la norma, lo que está tan normalizado que ni siquiera se ve. Lo normal: lo acostumbrado, lo que sigue la costumbre, lo consensuado y convenido en una comunidad. Lo normal: la pauta esperada. No en vano, de seguir a Plinio el Viejo y a Vitrubio, la palabra norma designaba inicialmente la herramienta de medida empleada por los carpinteros para asegurar el ángulo recto entre los tablones de madera que conformaban una estructura. Lo normal era entonces lo recto y, por extensión, lo correcto y lo moral ¿les suena? El tropiezo es en este sentido la quiebra de lo que se espera, de la costumbre y de la norma; es el desvío, el tablón mal puesto dentro de un sistema dado (e impuesto) y, por tanto, aquello que se ve, se mira y se señala por su inadecuación. Es incluso aquello que se estigmatiza y persigue. Salirse de la norma implica un sentirse avergonzado e incluso culpable por ser la nota discordante. Eso con suerte: porque a veces se fuerza al diferente para que entre en la horma de la norma e incluso se le deforma públicamente para que todos vean su naturaleza aberrante (aberrare), que no significa otra cosa que un salirse del límite último del orden establecido. Pero no se olvide que lo normal es un convenio artificial y que ningún orden establecido, por muy hegemónico que sea, es por naturaleza.
En una sociedad en la que todos nos tropezáramos a menudo nadie sentiría vergüenza al caer… aunque lo cierto es que sí trastabillamos e incluso nos caemos. Y muchas veces. Por mucho que nos queramos sacudir el polvo y hacer como que nadie nos ha visto. Pero sí. Nos han visto. Ahora bien podemos tropezar varias veces con la misma piedra e incluso desandar lo andado (volviendo por ejemplo al medioevo) o tropezar y adelantar camino o, incluso, encontrar otras sendas gracias a aquel traspié que era en realidad un modo de abrir otros caminos más acordes con las diferentes maneras de andar del ser humano. Si lo pensamos un poco, normal normal nadie lo es. Y esto nos debería dar una pista de que lo contrario a la norma no es lo anormal, es toda la caja de herramientas: la escuadra, el cartabón e incluso el transportador. Pero con ellos podemos conformar nuevos sistemas que alberguen, como iguales, plurales formas de caminar.
Si me avergüenzo al tropezarme, más allá de que me vea alguien o no, se debe a que esa norma ha sido interiorizada y, al sentirme inadecuada e imperfecta con respecto a la “medida” de la norma “impuesta”, tengo una evaluación negativa respecto a mí misma y a mi identidad. Sentimos que deberíamos ser de una manera y somos de otra. De ahí que la vergüenza sea entendida como una emoción secundaria, por ser aprendida dentro del marco de una interacción con otros sujetos, que surge tras el aprendizaje de normas sociales que nos dictan qué es lo correcto y lo recto, lo normal y lo moral. Vergüenza, del latín verecundia, procede de vereri que significa temor respetuoso. Temor pues ante la autoridad, a no ser reconocido y aceptado por y en la comunidad de la que formo parte. Que me avergüence de quien soy, de lo que he hecho, de lo que siento, no significan otra cosa que no quiero aceptarme porque “debería ser de otra forma” y tengo miedo al rechazo o a la humillación. Claro que algunas personas y algunos colectivos están más marcados por la vergüenza que otros. Y no solo se les ha humillado, también se les ha perseguido y se les ha asesinado, como si fueran enfermos, aberraciones, monstruos, desviados o degenerados. No es lo mismo sentir vergüenza por tropezarse en la calle a que te empujen y te agredan por pasear de la mano con tu pareja. Tampoco es lo mismo sentir miedo a ser rechazado a sentir miedo por tu propia vida. Eso es lo que ha sentido y sigue sintiéndolo el colectivo homosexual. De ahí la importancia de pensar qué puede implicar que algunos políticos proclamen entre risas la necesidad de fijar un día del orgullo heterosexual o quieren convertir el día del orgullo gay en fiesta turística porque ni se festeja la orientación sexual ni se trata de una especie de feria de abril.
Lo contrario a la vergüenza es el orgullo, que lejos de ser sinónimo de la soberbia (que tendría como contrario la humildad: en el primero uno se considera superior a la norma y en el segundo por debajo de la misma), implica una aceptación de lo que uno es, hace y siente. Y si la vergüenza tiene como origen el miedo al rechazo, quien siente orgullo no siente miedo por ser quien es, porque lo acepta, pero sí puede sentirlo por serlo donde lo es, que puede constituir, por la “norma” de lo “normalizado”, un medio hostil e incluso peligroso. Y se enorgullece, no porque se sienta mejor o por encima de nadie, sino porque la estimación positiva que tiene de sí mismo le lleva a darse cuenta de que no está fuera de ninguna norma ni es menos que nadie, que tiene el derecho a tener los mismos derechos que los demás y, precisamente por esta causa, luche por ellos.
El día del orgullo gay no celebra ser homosexual en cuanto tal. En realidad no tiene ningún mérito serlo, como tampoco lo tiene ser heterosexual o bisexual. Pero sí tiene mérito aceptar y luchar por quien eres en un marco normativo que, inicialmente, no tenía lugar para otras formas que no fueran “normales” (heterosexuales), es decir, las fijadas por la costumbre. Lo que se celebra entonces es poder expresar abiertamente en el ámbito público la orientación sexual siendo visibles, extremada y radicalmente visibles porque normalmente o no se nos ve o se hace como si no se nos viera o, cuando se nos ve se cierne la sombra de la agresión e incluso, como en otros países, de la encarcelación o el asesinato. Se celebra vivir, ser visible, tener un lugar en la sociedad; se celebra todo lo conseguido y se reivindica todo lo que queda por conseguir y se recuerda a toda la sociedad que estamos aquí. En este sentido es importante hacerlo en el ámbito de lo público. Cuidado pues con las proclamas “gays en la cama, españoles de bien en la calle” porque de lo que se trata es de negar la existencia de la diferencia ocultándola en el armario.
Propuestas como la de establecer un día del “orgullo hetero” o la denuncia de la existencia del “orgullo gay” muestran y demuestran la ignorancia de quienes oponen equivocadamente, como si de bandos o bandas se tratara, que “ser hetero” es contrario a “ser gay” o que constituyen, en el apogeo del pensamiento binario, extremos de una misma cosa. Si por definición los extremos son los dos grados máximos y alejados de una misma cosa y, como tal, en su juego de fuerzas alcanzan equilibrio, no hay ningún equilibrio en un sistema construido solo por y para uno de esos extremos. ¿Qué podría celebrarse en un día así? ¿Han sido perseguidos o encarcelados? ¿Han temido por su vida a causa de su orientación? ¿Ha sido necesario luchar por sus derechos? Por lo mismo, hacer del día del Orgullo “Fiesta de interés turístico” significa no entender que no es una fiesta, aunque se festeje: es una reivindicación de la igualdad haciendo visible lo que normalmente permanece invisible. Defenderlo es una cuestión de orgullo. Ahora ya sabemos que esto no significa otra cosa que no tener miedo a tropezar porque solo así pueden romperse las normas establecidas, cambiar el paso y optar por otros caminos. Y todo ello incluso bailando por las calles.