Por circunstancias que no vienen al caso hace unas semanas que vivo en una casa que no es mía, al estilo de uno de esos guardeses de novela gótica que esperan, infructuosamente, la llegada del último heredero de una estirpe perdida. En este usufructo veraniego uno se comporta de manera peculiar, a medio camino entre el huésped de un hotel y el ladrón que teme ser descubierto echándole mano a un bote de mermelada que no es del todo suyo.
Sin embargo, como si te convirtieras en una especie de epidemia, tu presencia se va haciendo más patente en algunos rincones del domicilio ajeno. A las dos o tres noches uno ya tiene su cojín preferido en el sofá, le coge el punto a la temperatura del agua de la ducha y riega las plantas con el cariño de un padre paciente. Además, la televisión, que al parecer ha pasado de ser una caja tonta a un rectángulo inteligente, empieza a doblegarse a tus órdenes.
El aparato se negaba a hacerme caso en las primeras jornadas. El mando, sin apenas botones, no me permitía controlarla con la dejadez deseada. ‘H Lo peor es que el cacharro no tiene muy buen oído, por lo que hay que poner voz de locutor radiofónico para que te entienda.
La situación resulta incómoda cuando hay alguien delante. El otro día, sin ir más lejos, fui motivo de risas para una mujer que, además de tener el buen gusto de contarme entre sus amistades, tiene un criterio por el cine tan despreocupado como el mío. Ella, que parece salida de una película indie rodada en Seattle a mediados de los noventa, tiene ese punto de sofisticación abandonada y de ironía sin llegar al cinismo, por lo que me pidió, en un par de ocasiones, que ajustara el volumen solo por el placer de verme postrado ante la tecnología. “Me encanta ver lo profesional que te pones para hablar con ella”, me dijo triunfante mientras que yo gruñía como un animalillo.
Recuerdo, en un verano del final de la adolescencia, que acabé en el pueblo de un amigo, en Zamora, para acompañarle en eso que se vienen a llamar fiestas populares. Una sobremesa, mientras que comíamos con la familia, el abuelo también se puso a hablarle a la tele. El hombre, que al parecer ya había emprendido el viaje con el que algunos ancianos despiden a las formas de la cordura, había decidido que era más productivo hablarle a las figuras que salían en la pantalla que a los que le rodeaban.
Mientras que tomábamos el café y comentábamos embusteros las escaramuzas de la noche anterior, el buen hombre, arrugado en un silloncillo, seguía intercambiando opiniones con la presentadora del informativo, primero, y con las protagonistas del culebrón, después. El caso es que, por un momento, me pareció que aquello tenía sentido. Tras una larga vida escuchando, el abuelo también tenía derecho a participar, a recibir respuesta de aquel aparato, todavía con pantalla de fósforo, alimentado con un transformador que zumbaba y que tan solo requería silencio y aceptación.
Años después, todas mis parejas sufrieron esa conclusión y quizá, por eso entre otras cosas, dejaron de serlo. Sobre todo en los años de la gran estafa mis conversaciones con la televisión pasaron a ser furiosas invectivas, donde, tarde o temprano, el lenguaje de taberna salía a relucir más de lo deseado. Por cada noticia dada de esa forma en que a accidente aéreo se le llamaba suave aterrizaje, me gané, a juzgar por lo que vino luego, cuatro o cinco condenas por la Audiencia Nacional. El conflicto, que empezaba siendo político, social y económico, acababa siendo de pareja, primero con cierta comprensión y cariño, después con hastío del que se acumula entre la sopa y el pan. “No te digo que no tengas razón, porque sabes que la tienes, pero una necesita que la mesa, a la hora de la cena, no se le llene de guillotinas e insurrecciones” me dijo en uno de esos gestos de cariño que creemos que nunca se agotan hasta que acaban siendo un recuerdo imperecedero.
He visto hablarle a la tele en los bares, sobre todo cuando el partido se ponía feo para el equipo de la parroquia y la pantalla parecía actuar de comunicador de la ira. Los señores -porque esto aún se imagina con señores de sol y sombra y tabaco negro- daban primero instrucciones a la defensa, al portero y al centro del campo, y luego voces a ese delantero patizambo que fallaba a puerta vacía. Al árbitro ya se le deseaban todo tipo de males inimaginables, que a los críos nos daban una mezcla de risa y miedo, mientras que intentábamos imitar el festival de barbaridades sabiendo que no nos jugábamos la colleja. Aquel pobre individuo que vestía de negro como los curas o los enterradores fue el chivo expiatorio del devenir triste de mucha gente. ¿Gritaría él también a la tele por algo?
Cuando no hay nadie y la casa permanece en el silencio de quien sabe que está solo, no como estado de compañía sino como sentimiento, frío y persistente, lo de tener que dar órdenes mediante la voz a través del mando a distancia ya se vuelve tragicómico. Volumen 20, canal 35, abrir programación. Casi igual que aquella escena en la que Deckard explora la fotografía que ha encontrado en la casa de uno de los replicantes dando coordenadas a la máquina. Casi igual, claro.
“El problema no es que tengas que hablar a la tele, Bernabé, el problema es que no te gusta lo que te responde” me dice la chica de Kevin Smith. Y tiene razón. Aunque la pantalla casi nunca dice nada sobre nosotros, cuando se apaga y refleja lo que tiene enfrente, en ese mate negro del cristal líquido, rara vez nos gusta vernos ahí, protagonistas inesperados de una vida que nunca ha sido como imaginamos.