La playa aguardaba al final de la escalera. Las olas, frágiles como un par de alas de mariposa, revoloteaban en la orilla de arena fina. Bandera verde. Marea alta. Agua cristalina. Era el mar en el que se habían bañado durante todo el verano, en el que habían jugado, en el que habían imaginado, en el que habían remado, en el que un día, ajenos al tiempo, ignoraron que les estaba lloviendo encima. No solía haber mucha gente, pero aquella mañana de despedida, con varias nubes negras en lo alto, la playa estaba completamente vacía. “Mami, ¿nos bañamos?”.
La madre, con calzado cerrado y pluma, miró al niño sonriendo, como se sonríe cuando no hay dudas. Y luego se giró hacia atrás, hacia el padre, que había jurado que aquella última mañana del verano, ya duchado y con las mochilas en el maletero, no pisaría la arena. “¿En pelotas?”, preguntó el padre, como se pregunta cuando ya se sabe la respuesta. Todos salieron corriendo, desnudos, hacia el mar precioso, espléndido, nublado, sin ese maquillaje con brillo que da el sol a las postales. Los tres se lanzaron joviales, alocados y livianos hacia la mejor foto del verano, de su verano, la foto que nadie hizo. “Porque, queridos niños, recordad con agradecimiento que la realidad solo viene a visitarnos durante breves periodos”, dice el protagonista de El país del agua (Alfaguara, 1983).
En este libro, Graham Swift, a través de Tom Crick, un profesor de historia harto de contar los magnánimos errores del pasado –que se siguen cometiendo en el presente–, narra en sus clases la historia de los Fens, una región pantanosa de Cambridge. Y en vez de repetir, por ejemplo, la Revolución Francesa marcada en el temario, explica qué le ocurría a su familia mientras guillotinaban a Luis XVI. Otras historias, –supuestamente– pequeñas historias.
Este verano, mientras los periódicos hablaban de Trump en la cumbre del G-7, en el precipicio que bordeaba la playa inicial, un hombre estiraba su brazo hasta casi caerse para recuperar el balón de un chaval. Mientras los periódicos contaban la enésima batalla política, Alfredo abría y cerraba su chiringuito de la mañana a la noche, y una tarde, una niña le regaló un dibujo, que Alfredo colocó como se colocan las obras de arte. Mientras los periódicos detallaban la enésima operación de un rey, Juanma enseñaba a nadar a un niño de 12 años que se avergonzaba de usar manguitos. «Gracias, [ni siquiera sé tu nombre], ha sido la primera vez que se los ponía y la última vez que se los pondrá», dijo la madre al salir de la piscina a ese hombre al que no conocía de nada.
Mientras Rosalía –sin desmerecerla, queridos y queridas fans– acumulaba éxitos para la historia musical de este país, Pájaro, heredero del rockero sevillano Silvio, dedicaba una canción a María en un concierto sin bulla: «Todo lo que no sea amor, es miedo». Mientras todos los grandes o supuestamente grandes acontecimientos suceden, otras historias se van sucediendo. En la carnicería Mari Carmen, en la agencia de viajes Rodríguez, en la tienda de recambios Pepe, en esos establecimientos con nombres de personas a los que las multinacionales nos han ido desacostumbrando.
Remedios se llama la mujer que este verano encontró a su padre en Córdoba. La que sabe la historia de la Bernirde, a la que raparon; la que sabe lo que no es ir a clases de historias, ni a ninguna otra clase; la que sabe la historia que todavía hoy no aparece en los libros de historia. «¿Acaso no os pedí que recordárais, niños, que por cada uno de los protagonistas que pisaban una vez las tablas de los llamados acontecimientos históricos, había miles, millones de personas que jamás llegaban a ese escenario, que ni siquiera llegaban a enterarse de que el espectáculo estuviera representándose, y que eran los encargados de llevar a cabo el trabajo de mulos consistente en hacer frente a la realidad?».
El día que supe que Remedios había encontrado a su padre, más de 80 años después de que lo fusilaran, fue el mismo día que visité por primera vez Priaranza del Bierzo, como si las historias, estas –supuestamente– pequeñas historias, estuviesen conectadas, a la espera de que la realidad las visitase, como dice Crick, durante un breve periodo de tiempo. Gracias por tu lucha, Remedios, por caminar sin parar hacia la mejor foto de tu verano. De todos tus veranos. Otra foto de tantas fotos felices que nadie hizo.