Dos hombres entran en la casa del pueblo. Piden un mechero y detergente. No está mi madre. Están mi padre y mi abuela, que murió hace mucho tiempo. Mi padre le da a los hombres lo que reclaman. Y entonces mi padre, mi abuela y yo preguntamos, mientras rocían el suelo con detergente líquido, que para qué quieren eso. Solo he tenido dos pesadillas durante del confinamiento. Esta fue una de ellas. Y al despertarme, recordé que justo antes había soñado con el chaval del perro.
El chaval del perro es un chico al que conozco desde hace años, vecino del barrio. Siempre va diligente con su perro, negro y lanudo. Siempre nos saludamos de la misma forma: hola, hola. Esa ha sido nuestra única interacción desde hace años. Hola, hola. A veces he vivido temporadas en otros lugares, me he mudado de zona. Pero a la vuelta, antes o después, siempre terminaba apareciendo el chaval del perro.
No sé nada de él. No sé a qué se dedica. No sé cómo se llama. La persona que me acompañaba la última vez que lo vi, unas semanas antes de la pandemia, le preguntó por la edad del animal a la puerta de un supermercado. No recuerdo qué dijo exactamente porque sabía, por los años que lo llevaba viendo, que tenía que ser mayor. Y no me acuerdo sobre todo por el impacto que me produjeron estas dos palabras en mitad de aquella conversación escueta: “Es ciego”. Después de eso, todos nos encerramos.
Es ciego.
Y en el encierro, después del sueño, la pesadilla y de rumiar lo que esconden –o no– las cosas que vemos mientras dormimos, bajé a hacer la compra. Las calles todavía estaban vacías; era uno de esos días que ahora, en ocasiones, echamos de menos. Y a la primera y única persona que me crucé en el camino, justo a la mañana siguiente de soñar con él, fue al chaval del perro. Ahí estaba como siempre, con su perro negro, lanudo. Y ciego.
¿Le digo que he soñado con él o no?
Levanté un brazo y dije hola, o puede que solo pensara que decía hola, o que el hola tropezase con mi mascarilla. Pero sí estoy segura de que levanté el brazo. Él miró hacia mí como quien mira a cualquier persona a lo lejos. No me reconoció. Sin frenar el paso, todo en cuestión de segundos, un seto cortó el plano. Por momentos me sentí absurda, como cuando saludas a alguien y la otra persona no te ve, o te ve pero resulta que no es la persona que pensabas que era. Quise anular el gesto, retraer el brazo, haber hecho como si no lo hubiera visto. Si me reconoció luego, no lo sé. Yo seguí caminando sin mirar atrás. Y lo más seguro es que él continuara con su perro, como siempre, por otro camino.
Mientras hacía la compra, no paraba de pensar en qué habría dicho el chaval del perro si le hubiera contado que había soñado con él. Tal vez nos hubiéramos reído. O no hubiera dicho nada. Lo más seguro es que hubiéramos hablado de cómo llevábamos el confinamiento. No lo sé. «¿Estáis bien? ¿Necésitais algo? Podéis venir a mi casa», nos dijo a mi familia y a mí en el sueño, como una premonición de las ayudas que necesitaremos, que ya estamos necesitando como sociedad al darnos cuenta de que toda esta pesadilla era real. Muy real.
No sé quién es el chaval del perro. Pero me alivia pensar que gracias a gente como él, los perros ciegos también tienen guía. Me alivia pensar que las pesadillas duran menos cuando llegan personas que te dan la mano, que siempre hay alguien por conocer. Y que podremos pensar en el chaval del perro aunque solo sea para aliviarnos.
De todas formas, desde entonces, no lo he vuelto a ver.