Salía por la puerta de una clínica de hacerme un reconocimiento médico, de esos laborales en los que te observan de manera superficial, e iba andando al coche pensando en que me había tomado las pruebas médicas como una competición conmigo mismo. Me sentí ridículo. En la habitación huevera en la que te meten para medir tu agudeza auditiva, que se puede confundir con la sala de castigo de Alguien voló sobre el nido del cuco, me erguí apretando el ombligo, cerré los ojos para concentrarme y, cada vez que el pitido sonaba, golpeaba con fuerza el cristal para demostrar que oía como un señor funcional en plena forma.
Me agaché haciendo una sentadilla profunda que aprobaría Xuan Lan y leí la línea 12 sintiéndome frustrado si había alguna letra que se me ponía borrosa, no preocupado por no ver perfectamente, sino por no ser como un atleta que no hubiera competido de manera adecuada y vencido esa carrera imaginada del reconocimiento médico random de mutua. Me sentí devastado al ser consciente de que tengo dentro de mí lo más tóxico del capitalismo, la necesidad de competir y ser el mejor en cada actividad cotidiana aunque nunca lo consigas. Es agotador.
Me siento mal por sentirme mal, por estar cansado. Miro a mi alrededor y estoy mucho mejor que el común que me rodea en mi barrio, en mi familia, entre mis amigos. Me va bien profesional y personalmente. Tengo todo lo que se puede desear para alguien que viene de un origen social humilde, de clase obrera y con una situación que no me estaba reservada por nacimiento. Pero me encuentro mal, ansioso, estresado, hastiado, con ganas de hacer lo que no estoy haciendo. Tanto sufrimiento para lograr lo que tengo desde una posición de desventaja y ahora me crea ansiedad realizarlo. De hecho es una de las razones por las que no me siento bien, no me lo quiero permitir porque me parece una falta de respeto a los de mi clase.
Ni precario ni con incertidumbre por mi futuro más cercano. Tengo proyectos maravillosos en ciernes. No tengo motivos para no encontrarme bien pero, sin embargo, necesito parar de hacer algo que me apasiona. Me encanta escribir, me gusta de verdad mi trabajo, pero quiero tiempo para hacerlo sin correr, para leer, para perderme, para no estar. Para mirar a largo plazo y que cada respiración profunda me ocupe una reflexión que no tenga que ver con la actualidad ni con el día a día. Pensar es una actividad burguesa, ahora que puedo hacerlo de vez en cuando lo sé. La actualidad es una espiral que quita el aliento, es imposible ocuparse con calma de cada nuevo asunto para poder ser honesto con los lectores. Documentarse, leer, preguntar, ejercer, en definitiva, esta profesión. Un privilegio con una autoexigencia que desgasta de manera lenta, pero constante.
Llega el agobio sin motivo alguno y me siento culpable ante quienes están a mi lado, ante quienes me observan y ante quienes me leen. Porque siempre hay gente que está peor. Escribo sobre la necesidad de ir a terapia cuando uno se encuentra mal, pero aún tengo reticencias para ser yo el que lo haga por sentir que es una muestra de debilidad y una victoria de los muchos que quieren verme quebrado. El orgullo primitivo, malentendido y patriarcal que conservo me hace estar más pendiente del resto y me siento con unas obligaciones profesionales y personales que nadie me pide ni me exige, pero ahí están. Que lo sé, que no soy imprescindible, pero no se me quitan. Se me posan en las cervicales y me desgarran el cuello frente al ordenador.
Escribo esto porque hay muchas personas en diversas circunstancias que se sienten mal y no se creen con derecho a estar tristes porque son conscientes de que hay quien está en situaciones mucho más dramáticas. Pero somos vulnerables, tremendamente frágiles. Tú también tienes derecho a caer, a desfallecer, a sentirte mal sin añadir culpa a tu situación. No estás sola, muchos estamos igual. Y necesitas, necesitamos tomarnos un respiro y bajar de esta vorágine capitalista que impide respirar hasta lo más hondo de los pulmones, sin pensar que es una pérdida de tiempo tomar aire si no hemos pagado antes una matrícula para hacer pilates. Ojalá se normalice parar cuando llega esa fatiguita de las cinco de la tarde, detenerse, sentarse a leer y mirar hacia el horizonte sin hacer nada más que respirar. Perder un tiempo que no tiene siempre que ser productivo. Permitirse el descanso, la parada, el ocio, que eso también es vivir.