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Poética de la agonía lingüística: un réquiem balcánico

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Cultura

Poética de la agonía lingüística: un réquiem balcánico

Pablo Batalla reseña 'Si la adelfa sobrevive al invierno' (Armaenia, 2021), una novela sobre la decadencia del idioma arrumano

Portada de 'Si la adelfa sobrevive al invierno' (Armaenia Editorial, 2021).
Pablo Batalla Cueto
10 septiembre 2021 Una lectura de 4 minutos
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El título de Si la adelfa sobrevive al invierno, de Stefan Popa, hace referencia a una flor literal que Pitu, el anciano con cáncer terminal que protagoniza la novela, cuida en su casa de Crushuva, en las montañas de Macedonia. Pero, ante todo, es una metáfora; una alegoría del, en realidad, auténtico protagonista del libro: una lengua en peligro y el disperso pueblo que todavía la habla. 

Pueblo singular: el arrumano o aromún, una constelación de comunidades sin continuidad territorial que salpica los Balcanes meridionales, con presencia en Albania, Macedonia, Grecia, Serbia y Bulgaria. Y lengua singular también: un idioma romance emparentado con el rumano, pero con fuerte influencia griega. En algún momento se dirá en la novela de Popa que los arrumanos no habitan los Balcanes, sino que son los Balcanes; compendio o quintaesencia de esta región tumultuosa de Europa. Merece la pena la cita larga:

«¿Que quién demonios somos? Simplemente somos, estamos aquí: existimos. […] Los demás nos llaman valacos. Vlachoi en un idioma, Vlasi en otro, traducido: extranjeros. Muy extraño, porque somos de aquí. Se nos puede encontrar en todos los países de los Balcanes. Estábamos antes que los eslavos, ellos que tienen nada menos que siete naciones propias. En definitiva: somos los Balcanes. No tenemos ningún Estado, pero sí una patria histórica: el corazón del sureste de Europa. Surgimos en los Balcanes, en el espíritu de los Balcanes, y somos el punto de partida de una Europa cosmopolita. […] Para saber quiénes somos es fundamental saber quiénes no somos: no somos rumanos, no somos griegos, no somos macedonios ni búlgaros, no somos albaneses y no somos serbios. Pero queremos a los que no somos. Nos sentimos a gusto en sus naciones. Llamadnos patriotas, porque hemos muerto por su independencia. Somos combatientes, aunque luchamos por otros. Y por ellos nos extinguimos. Sin prisas. Dicen que hablamos lentamente, que somos lentos, y si les damos la razón, nos extinguiremos también de forma lenta y mansa.

A la larga, el fuego siempre nos alcanza. El fuego del demonio, de Ali Pãshelu, el déspota albano-otomano que reinaba sobre nuestros pueblos, fue el principio del fin. En el siglo XVIII quemó nuestra Moscopole, centro y cima de nuestra cultura. El fuego nos disgregó y nos dispersó por la región, por lo que no nos convertimos en el Luxemburgo de los Balcanes, sino en la Atlántida del sureste de Europa. […] La asimilación viaja más rápido ahora que han asfaltado nuestras montañas. Sobrevivimos a las invasiones de los eslavos, godos, bizantinos, hunos, ávaros, turcos, nazis y comunistas, pero la modernidad es la invasión que acabará con nosotros».

Pitu, exalcalde de Crushuva y maestro, agoniza, como lo hace la propia lengua: los jóvenes se pasan al griego o al eslavomacedonio. «Nuestra lengua —se lamenta— es un bastardo. Inútil. Nuestra lengua es una zapatilla. Las zapatillas te las pones después de haber colgado el abrigo en el perchero y haber dejado las llaves en el platito del aparador. Fuera calzas botas. El que quiere un futuro utiliza otro vocabulario. Así nos lo han enseñado».

En su agonía, mientras cuida de su huerto y sus animales, pasea por el pueblo, come con su hija Samarina y su yerno Gjoko o agarra el coche para un último viaje a Samarina —la ciudad hoy griega, sanctasanctórum de los arrumanos, de la que su pequeña tomara el nombre—, evoca el pasado de su pueblo y el suyo propio, sus raíces, a su madre fallecida y al padre que la amó por tiempo breve pero intenso y a quien él no conoció, pero el lector sí conocerá. 

La espléndida narración de Popa alterna los capítulos protagonizados por Pitu y los que ponen en escena la aventura y desventura de sus progenitores en la primera mitad del siglo XX. Por la madre: Aretia, que pasa, de niña, por un campo de concentración. Y por el padre: Costa, a través de cuyo periplo conoceremos que una parte de los arrumanos se coaligó con el fascismo italiano —no así otra, que puso el antifascismo por delante de la nación— con la esperanza de que el Duce les concediera una república independiente propia. 

Costa, entonces, se deja embrujar por el carisma de Alcibíades Diamandi, soñador y cabeza del Principado del Pindo: la idealizada Roma de la que los arrumanos se enorgullecen de descender será la amiga frente al gran enemigo, Grecia. «En una ocasión me echaron de la escuela griega por hablar mi idioma. ¡El cobarde del profesor también lo hablaba en casa! Cuando se lo dije, lo admito, con cierto descaro, me gritó que para eso estaba hecho. Un idioma para hablar en casa. ¿Verdad que tampoco cagas en público?», masculla, furioso, el caudillo ante el padre de Pitu. 

La novela tiene un valor literario y una fuerza poética sobresalientes, pero también el atractivo de las ficciones bien documentadas y que permiten conocer con cierta profundidad un rincón ajeno del mundo sin salir de casa. También el de los manifiestos en defensa de las cosas hermosas amenazadas, incluyendo algún hálito de esperanza: el de la sorprendente ayuda que la globalización puede prestar a lo que parecieran sus víctimas. Pitu se congratulará también de que «tenemos algo que no tenían nuestros antepasados: YouTube, donde el fuego no puede quemar nuestro limbã di dadã».

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