Se publican a veces libros pequeñitos pero amenos de leer y certeros como saetas. La editorial Herder sacaba no hace mucho uno que, titulado Crítica de la víctima, escrito por el italiano Daniele Giglioli, condensa en unas pocas páginas uno de los fenómenos más singulares de nuestro tiempo: la entronización de la víctima, del arquetipo de la víctima, como héroe por excelencia de nuestros días, frente a tiempos anteriores para los que la cúspide del heroísmo correspondía a la figura del combatiente.
Los procesos que condujeron a esta transformación son complejos y no es este el lugar para extenderse en ellos, pero sí para señalar un inaudito subproducto de la misma: cómo hoy, sagaces y resilientes, los victimarios del mundo blindan sus privilegios consagrando sus maquinarias de producción simbólica a presentarse, ellos mismos, como víctimas necesitadas de protección.
«El rencor victimista de los vencedores es uno de los fenómenos más singulares de nuestro tiempo», escribe Giglioli. «Son las élites las que se rebelan, son los ricos los que quieren liberarse de los pobres». Imitando el discurso de colectivos y minorías oprimidos, denuncian que negros persiguen blancos, mujeres hombres, homosexuales heterosexuales, peatones y bicicletas coches, idiomas minoritarios a las grandes lenguas mundiales; y también al invasor persigue el invadido y a la metrópoli la colonia.
Los leones son acosados por las gacelas. Y no hay ningún triunfador al que esta imaginativa desfachatez sea incapaz de presentar como un loser: bastará como botón de muestra que María Elvira Roca Barea ha llegado a teorizar una fobia a los imperios a la que se refiere explícitamente como racismo «hacia arriba, idéntico en esencia al racismo hacia abajo».
Los enanos oprimen a los gigantes en el mundo al revés de la reacción. E incluso la segunda lengua más hablada del mundo puede ser presentada como víctima de aquellas a las que desplazó, cuando se osa implementar estrategias de recuperación de estas. A veces, con lenguaje inenarrablemente disparatado. Jon Juaristi advierte sobre el nada menos que «genocidio cultural [… y] lingüístico» que la normalización de las antaño perseguidas lenguas ibéricas estaría perpetrando contra la española, «una lengua disminuida, silenciada, preterida» para Mario Vargas Llosa.
Peculiar genocidio este, y peculiar silenciamiento: su víctima goza de una protección legal insólita en Europa, donde no muchas constituciones, la española sí (artículo 3.1), prescriben la obligación de conocer una lengua; y en 2018, la fiscal jefe de Melilla, Isabel Martín López, apoyada por una acusación particular del PP, solicitaba la retirada de la nacionalidad a una anciana amazigh nacida en 1946, con ciudadanía española durante más de treinta años, por no saber expresarse en ella de manera fluida.
La entronización de Toni Cantó a guardián madrileño de la lengua de Cervantes desde un chiringuito creado ad hoc, y justificado de acuerdo a la apremiante necesidad de proteger esta lengua perseguida (mas no precisamente por el «montón de nacionalistas ingleses [que] están arrinconando el español en las escuelas públicas madrileñas» sobre el que ironizaba César Rendueles), es la última entrega de esta victimización que entronca con este apunte de Corey Robin en su ensayo La mente reaccionaria: el conservador «habla de un tipo especial de víctima: una que ha perdido algo de valor, a diferencia de los parias de la tierra, cuya principal queja es que nunca han tenido nada que perder. […] Lejos de reducir su atractivo, este tipo de victimismo otorga a la queja conservadora un significado más universal. Conecta su despojamiento con una experiencia que todos compartimos —la pérdida— y teje los hilos de esa experiencia en una ideología que promete que lo perdido, o al menos una parte de ello, puede ser restituido. […] Puede ser una propiedad inmobiliaria o los privilegios de la piel blanca, la autoridad no cuestionada de un marido o los derechos ilimitados del dueño de una fábrica. La pérdida puede ser tan material como el dinero o tan etérea como el sentido de una posición. Puede ser una pérdida de algo que nunca se poseyó legítimamente; puede ser algo pequeño, con respecto a lo que retiene para sí un conservador. Aun así, es una pérdida, y nada se quiere nunca tanto como lo que ya no poseemos».
El español ha perdido algo que nunca poseyó legítimamente y es algo pequeño con respecto a lo que retiene para sí, pero es una pérdida, y sobre esa pérdida se construye la estrategia de replicar para él las reivindicaciones y fraseología típicos de la defensa de idiomas minorizados que abandera Hablamos Español, agrupación de plataformas como Galicia Bilingüe, Círculo Balear, Libertad Lingüística o Asociación por la Tolerancia, que declara como sus principios la «elección de lengua vehicular en la enseñanza, bilingüismo en la administración, no primar el uso de una lengua a la competencia profesional, apertura de la cultura a los creadores en ambas lenguas y que los topónimos prohibidos en español vuelvan a ser oficiales». La preside Gloria Lago, impulsora de Galicia Bilingüe, cuyo lema es Dos lenguas, mismos derechos / Dúas linguas, mesmos dereitos, pero la sensibilidad verdadera de estas gentes para con los compañeros de piso del castellano resplandece cuando con quien se trata no es con el gallego, el euskera o el catalán, sino con aquellos idiomas que no gozan del estatus de cooficialidad.
En Asturias, la plataforma Contra la Cooficialidad del Bable identifica abiertamente con el atraso y el paletismo esta lengua con tradición literaria desde el siglo XVII y llega a equiparar su promoción con el abuso sexual. Como apunta R. Buch, la derecha sí tiene, contra lo que pudiera parecer, un modelo lingüístico único para toda España: la RP, «rebaja permanente»: que aquellas lenguas con un alto nivel de uso y reconocimiento no tengan tanto; que las medianas tengan poco, y la directa estigmatización de las precarias.
Nacionalismo lingüístico con todas las letras: uno del que el sedicente antinacionalista Vargas participa cuando escribe que el español es lengua universal, no porque la portaran en las alforjas los caballos berberiscos de los conquistadores de un imperio de veinte millones de kilómetros cuadrados; no porque una lengua sea un dialecto con un ejército y una lengua universal un idioma con un imperio, sino «por su dinamismo interno, la claridad y sencillez de sus formas y de su conjugación, así como por su vocación de universalidad».
No esclarece el Nobel cómo puede considerarse sencilla la conjugación de una lengua con pretérito pluscuamperfecto de subjuntivo, si no es desde la mirada nacionalista para la cual lo propio luce hermoso, elegante; sencillo si lo deseable es lo sencillo; complejo, rico y variado si es esto lo considerado excelso; y lo ajeno, bárbaro, tosco, imperfecto. La mirada de Sabino Arana, que escribía que «la fisonomía del bizkaino es inteligente y noble; la del español, inexpresiva y adusta. […] El bizkaino es nervudo y ágil; el español es flojo y torpe».
Lo decía recientemente Roca Barea, y no hace falta decir nada más: «El nacionalismo es una enfermedad que, el que la tiene, solo puede verla en otros».