Artículo publicado en #LaMarea71: ‘¿De quién es España?’ (julio-agosto de 2019). A la venta aquí
He dejado de mirar las barandillas como barreras que me salvan de precipitarme al vacío para pasar a valorarlas como útiles líneas de apoyo que me permiten subir y bajar las escaleras a cuestas con mi bastón y mi cojera. A mí no me deis un punto de apoyo que me anime a mover el mundo; a mí dadme una línea de apoyo que me permita ascender y descender por este mundo. Así de escasa es mi ambición. Así me he vuelto de realista, de posibilista, de cortoplacista, de pragmático.
He empezado a catalogar las barandillas por su solidez, su grosor, su tacto, su facilidad como asidero e, incluso, por su sola existencia.
Dadme una barandilla. Dadme el brazo por la calle para caminar conmigo.
He cambiado mi forma de mirar las barandillas y de ejercer mi ser marica por la calle. He dejado de caminar de la mano de mi marido por Madrid o Barcelona para andar sosteniendo su brazo izquierdo con mi mano derecha. Hemos dejado de ser un semáforo reivindicativo del Ayuntamiento de Carmena para pasar a convertirnos en una estampa de otra cosa que no quiere dar pena y donde no me veo capaz, de momento, de encontrarle el puntito de orgullo.
He dejado de preguntar el precio medio del restaurante donde hemos quedado a cenar; ahora pregunto si tienen el cuarto de baño en la misma planta que el comedor. He abandonado los bolsos de mano. Los pantalones con botones y cremallera. Los bolígrafos difíciles. Las plumas duras. Los cuadernos de papel absorbente. La cafetera italiana. Los paseos solitarios. El gimnasio. La piscina. Y el baile amateur en fiestas.
Y he vuelto a escribir poemas. Como este:
PESTE
Los detalles se parecen
demasiado al paisaje.
Hacer zoom es perder el tiempo
–y la presión– que los dedos
podrían emplear en
taparnos la nariz.
Unos a otras.