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Tinduf: medio siglo en un campo de refugiados

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Internacional

Tinduf: medio siglo en un campo de refugiados

Failiha, Lehbib y Jatri pertenecen a tres generaciones de saharauis marcadas por el exilio. Sus vidas fueron interrumpidas por la Marcha Verde de 1975. Desde entonces, la familia vive en el campamento de Smara, como si el tiempo se hubiera detenido.

Rotonda en mitad del desierto que marca la entrada al campamento de refugiados de Smara, a 30 kilómetros de Tinduf (Argelia). AHMED SIDATI
Mohamed Mesaoud Abdi
29 octubre 2025 Una lectura de 10 minutos
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Este reportaje sobre los campamentos de Tinduf forma parte del dossier de #LaMarea108, dedicado al Sáhara Occidental. Puedes conseguir la revista aquí o suscribirte para recibirla y apoyar el periodismo independiente.

Es verano de 2025. A pesar de ser de madrugada, el termómetro roza los 40 grados en el aeropuerto de Tinduf. Bajas del avión y lo primero que te recibe es un aire ardiente y lleno de polvo que te recuerda dónde estás. Apenas tres vuelos diarios rompen la rutina de esta terminal de dimensiones modestas en comparación a lo que asocias como aeropuerto, pero lo que de verdad la hace única no son sus instalaciones ni su ubicación, sino lo que ocurre aquí cada año por estas fechas.

Frente a ti se va a realizar un intercambio singular: 3.000 niños refugiados saharauis se despiden de los campamentos situados a 30 kilómetros de la ciudad argelina. Buscan tregua de la miseria, del calor extremo y de la precariedad y suben a los aviones que los llevarán a pasar el verano con familias que les acogerán gracias al programa Vacaciones en Paz, que lleva funcionando desde 1979. De los aviones a los que van a subir descienden el mismo número de niños y jóvenes saharauis, aunque su realidad ha sido otra: nacidos o criados en la diáspora, vuelven para reencontrarse con sus raíces, con una cultura que también les pertenece y una identidad que buscan mantener.

Las diferencias entre quienes parten y quienes llegan son evidentes. Los primeros llevan consigo apenas una mochila con comida para el viaje y una muda de ropa. Los segundos, en cambio, arrastran maletas de decenas de kilos repletas de medicamentos, caramelos, ropa y regalos para sus familias.

Con tus maletas te diriges a la salida del aeropuerto. Ya conoces de memoria la rutina que te aguarda tras la puerta de salida: un tío o un primo te espera en el coche. El saludo se resume en un abrazo fuerte y enseguida arranca el vehículo rumbo al control militar para poder entrar a los campamentos de refugiados saharauis. A esas horas, la garita debería estar cerrada, pero los soldados conocen la excepcionalidad de esta noche y os reciben con un saludo militar y el kalashnikov colgado del hombro.

Al atravesar el control, desaparecen las farolas de la ciudad. La oscuridad inunda la noche y el desierto se convierte en escenario absoluto. Los jóvenes con los que compartiste las últimas 24 horas de viaje se dispersan hacia distintas wilayas. Dentro de unos meses volverás a encontrarte con ellos en el mismo aeropuerto.

Cuando llegas a la tuya, Smara, todo parece intacto desde el verano pasado: las jaimas, las casas de adobe y la arena que se hunde bajo tus pies. El ruido del motor anuncia tu llegada y de la jaima salen tus primos, tus tíos, tu abuela. Te reciben con abrazos y gritos de felicidad: ha regresado un hijo de la familia.

Pero lo que sí ha cambiado son los rostros. Las arrugas y las canas marcan el paso del tiempo en los mayores, y los niños, demasiado pronto, han dejado de serlo. Esos rostros son un recordatorio de la espera interminable. Las familias son el vivo ejemplo de una vida en el exilio, de las distintas etapas de una historia construida en medio del desierto. Miles de ejemplos bajo las mismas jaimas, al principio tejidas con las melfas con las que las mujeres escaparon de la guerra, mujeres que ahora son abuelas, mujeres que han construido en la hamada un lugar donde sobrevive un pueblo, mujeres sin las cuales esta lucha no hubiera aguantado medio siglo.

Failiha, los cimientos del pueblo saharaui

Failiha nace en 1937 en un asentamiento nómada cerca de Tichla, al sur del Sáhara Occidental, entonces colonia española. Allí crece, se casa y tiene cinco hijos. Ciudadana española, con su DNI y un referéndum pendiente que todavía espera, recibe la noticia que le cambia la vida: en 1975 tiene lugar la Marcha Verde, un momento que todavía recuerda con claridad. «Cuando supimos que venía la Marcha Verde solo tuvimos tiempo de subir al coche de mi yerno, con lo puesto y sin saber a dónde ir. Solo pensábamos en sobrevivir, nada más», relata.

Tinduf: medio siglo en un campo de refugiados
Failiha, de 88 años, en su domicilio en el campamento de refugiados de Smara. AHMED SIDATI

Se guían gracias a una pequeña radio. Failiha lo relata así: «El trayecto duró seis días. Cada vez que escuchábamos un avión, parábamos el coche y corríamos a escondernos bajo los pocos árboles que había, por el miedo que teníamos de las bombas».

En medio de la huida, su marido muere a causa de una enfermedad que arrastraba desde tiempo atrás. Failiha llega a los campamentos viuda y sin ninguna certeza. Nunca se ha quejado. Nadie la ha escuchado suspirar o lamentarse. Es una de esas mujeres que han tenido que reprimir sus emociones, que no han tenido tiempo para sollozos mientras los hombres que quedaban vivos, maridos y hermanos, estaban en el frente. Esas mujeres asumieron responsabilidades, levantaron hogares, escuelas y hospitales improvisados. Tuvieron que ser médicas, enfermeras, profesoras y costureras. Luego, al ver a sus hijos pasar hambre, tuvieron que dejarlos ir a Cuba, Libia o Argelia.

Hoy, con 88 años y medio siglo de exilio a cuestas, solo guarda un sueño intacto: regresar a su hogar y volver a pisar la tierra que dejó atrás en 1975.

Lehbib y los hijos de la guerra

Lehbib nace en 1971 y es el más pequeño de los hijos de Failiha. Es el que menos recuerda Tichla y también el que menos ha conocido los campamentos. Fue uno de esos niños que tuvieron que criarse solos, lejos de sus familias. Pero con una meta clara: volver y luchar por su pueblo.

A los 11 años ingresa en un internado en las afueras de los campamentos, donde solo puede ver a su familia un par de meses al año. Los campamentos siguen siendo solo un conjunto de jaimas. El internado es una de las pocas edificaciones que hay, ya que para los saharauis es cuestión de tiempo volver a su tierra y el Gobierno saharaui solo construye lo necesario, escuelas, hospitales y bases militares.

Tres años después, con apenas 14, llega la despedida más dura, se separa de Failiha sin saber cuándo volverá a verla. Junto a cientos de niños saharauis parte hacia Cuba, donde le espera una vida marcada por la distancia y el anhelo del regreso. Él mismo recuerda los contrastes que vivió desde su llegada: «Salí de los campamentos en 1985, donde no había nada, donde todo era escasez… y llegué a Cuba, una realidad que no sabía que existía. Desde los grifos y los interruptores hasta las verduras en la mesa, todo era nuevo para mí. Aunque estaba solo y sin conocer el idioma, junto a los demás niños formamos una familia y pudimos tener acceso a una educación».

Las cartas trimestrales son la única vía de comunicación con su familia. Lehbib sueña con ser médico, pero la guerra no espera, es 1987 y Marruecos acababa de terminar 2.720 kilómetros de muro sembrado de minas antipersona. Con 16 años le arrebataron la posibilidad de estudiar el bachillerato y, junto a sus compañeros, inició la formación militar. La infancia quedó atrás demasiado pronto.

Con 19 años regresa a los campamentos. Ya no es el niño que se despidió de su madre rumbo a Cuba, sino un hombre formado para la lucha. Y al volver descubre también cuánto han cambiado aquellos lugares que dejó atrás: las jaimas solitarias se han convertido en barrios de adobe, cada familia ha levantado pequeños habitáculos que comienzan a parecer habitaciones. El campamento que antes se sentía provisional, como una parada breve antes del regreso a casa, ahora da señales de convertirse en un asentamiento forzado por la larga espera. «Cuando volví, no encontré solo a mi madre esperándome. Me recibió un pueblo en resistencia, todavía con el deseo de regresar intacto. Las jaimas ya no estaban solas, ahora había pequeñas casas de adobe. No las levantaron porque quisieran quedarse, sino porque la espera se había hecho demasiado larga», recuerda Lehbib.

La guerra duró un año y dos meses desde su regreso. «Me quitó demasiado –confiesa–. Fueron sólo 14 meses en el frente, pero fueron ocho años los que pasé lejos. Me robó la infancia, la juventud y los sueños que tenía. Los campamentos eran un recordatorio constante de lo perdido y, después de tantos años fuera, supe que tenía que marcharme».

Ocho años después viaja a España, una etapa marcada por la soledad y la incertidumbre, pero también por la búsqueda de un futuro mejor, ya no para él, sino para quienes quedaban atrás y para los que estaban por venir. «En España lo único que he tenido claro es que debía trabajar para sacar adelante a mi familia. Todo lo que no pude ser yo, quería que lo pudieran ser mis hijos. Ese ha sido siempre mi motor», afirma.

Jatri, juventud atrapada en el tiempo

Del Sáhara Occidental, los nietos de Failiha, sólo conocen el reflejo que ha quedado en los campamentos de refugiados. Para ellos, por ejemplo, Dajla no es más que una wilaya apartada, levantada sobre la arena infinita. Desconocen que la verdadera Dajla, la que recuerdan los mayores, no está cercada por dunas sino abrazada por playas interminables, a miles de kilómetros, más allá del muro de la vergüenza.

Jatri es uno de esos nietos y, por su edad, si su suerte hubiera sido distinta, podría haber sido uno de los que llegaron en aquellos vuelos desde España. Pero ha nacido en los campamentos de refugiados, un lugar que le parece inmutable. «Aquí nunca cambia nada. La guerra ya no nos necesita y vivimos como si todo fuera normal… pero no lo es», dice. Lo que en principio fue un refugio improvisado para aguantar unos meses, quizá unos años, él lo percibe como un lugar estático y contrario a lo provisional. Las casas de cemento son el relevo del adobe y los postes de electricidad son una estampa cotidiana.

Su infancia fue feliz, entre juegos en la arena y risas compartidas. La ayuda humanitaria, instalada desde hace décadas, le evitó el hambre. Pero la educación es débil, poco estimulante, y para él –como para muchos jóvenes– carece de sentido: «¿Para qué estudiar si no puedo salir de aquí?», se pregunta.

Cuando comienza a ser un adolescente, la arena con la que jugaba de niño ahora le ahoga. A él y a sus esperanzas. «Es como si el tiempo no pasara. Todo sigue igual, y siento que estoy atrapado aquí, que mi vida se queda parada», confiesa.

La suerte quedó echada desde que nació en esas jaimas. La consciencia llega más tarde, y la verdadera dimensión del agujero solo se percibe cuando uno ha caído en él. «Lo único que quiero es poder trabajar, ser libre, llevar mi vida por mí mismo y no depender siempre de los demás», dice Jatri.

Se aferra a sus recuerdos de España, el país donde pasó sus Vacaciones en Paz y donde proyecta ahora sus anhelos y su futuro.

* * *

Entre tú y Jatri no hay más diferencia que la suerte. Los dos sois hijos de refugiados, los dos habéis heredado la misma herida: una tierra robada. Pero mientras tú regresarás a un lugar donde tu libertad está intacta y a salvo, él se quedará aquí, atrapado en un presente que no le pertenece, condenado a esperar en un campamento que ya cumple medio siglo de espera.

Piensas en Failiha, que te abraza con los ojos cansados de quien lleva 50 años resistiendo, sin permitirse ni un lamento. Piensas en Lehbib, que aún carga en sus manos las huellas de un fusil que nunca quiso sostener, pero que fue su única opción. Piensas en Jatri, que ahora se despide de ti como si os separará algo más que la distancia: como si el tiempo mismo se hubiera propuesto dejarlo inmóvil.

Y allí, en la explanada polvorienta del aeropuerto, sientes el peso de esa injusticia: tú subes al avión, ellos se quedan. Tú vuelves, ellos permanecen. Ese es el verdadero significado de 50 años en un campamento de refugiados: generaciones enteras atrapadas en un paréntesis que nunca se cierra.

Marruecos les arrebató la tierra, los recursos y las vidas. Pero lo más atroz ha sido arrebatarles el tiempo. Y aun así, frente a todo, lo que permanece es lo único que no han podido conquistar: su dignidad, su memoria, su identidad. Porque la resistencia saharaui no es solo un modo de sobrevivir: es una manera de seguir existiendo, de seguir afirmando que siguen siendo dueños de sí mismos y de su historia.

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