Cultura
Mario Obrero: “Quien pide palabras no está tan lejos de quien pide comida, vivienda o Estado de derecho”
El escritor madrileño conoce y cultiva varias de las lenguas del Estado, a las que dedica ‘Con e de curcuspín’, un ensayo en forma de cartas.
Esta entrevista con Mario Obrero se ha publicado originalmente en El Periscopio, el suplemento cultural de La Marea. Puedes conseguir la revista aquí o suscribirte para apoyar el periodismo independiente.
«En los años del franquismo, en una parroquia asturiana, el maestro, castellanohablante, enseña las vocales a sus alumnos. En la pizarra, dibuja al lado de un abanico una a: “es la a de…”. Todos gritan al unísono: “¡a d’abanicu!” (…) Al llegar la siguiente vocal, la e emerge junto a un erizo en la pizarra. Y cuando el maestro repite: “es la e de…”, todos replican: “¡ye la e de curcuspín!”». Con esta anécdota se presenta y se explica Con e de curcuspín (Anagrama, 2025), primer ensayo de Mario Obrero (Getafe, 2003), a quien hasta ahora habíamos podido leer como poeta, en libros como Peachtree City (XXXIII Premio Loewe a la Creación Joven; Visor, 2021), Cerezas sobre la muerte (Premio Nacional de Juventud 2023 en la categoría de cultura; La Bella Varsovia, 2022) y Tiempos mágicos (La Bella Varsovia, 2024). Se trata de una serie de cartas dirigidas a las distintas lenguas del Estado español —oficiales o no—, cuyo conocimiento cultiva y cuyo amor por ellas transmite en esta correspondencia perlada de preguntas, hallazgos y pistas de lectura.
Todas las entrevistas empiezan preguntándote qué hace un chico de Getafe aprendiendo otras lenguas del Estado, ¿verdad? ¿Nos sigue sorprendiendo?
Sí que me lo siguen preguntando. Pero la anomalía, lo que está fuera de lo ordinario, es que en un Estado plurilingüe, amparado por la legislación y por los Estatutos de Autonomía, el 25% de la juventud gallega no hable gallego. Por otro lado, decir que soy de Madrid con la vergüenza de parecer la encarnación de cualquiera de los personajes que desde las instituciones van destrozando ya desde hace décadas los servicios públicos tampoco es un lugar cómodo que uno quiera habitar. Me veo en las luchas que esas palabras e idiomas portan porque no son tan distintas de las luchas y de las reivindicaciones que históricamente ha podido hacer mi familia, mis vecinas. Ya lo juntó Lorca, el «medio pan y un libro»: quien pide palabras no está tan lejos de quien pide comida, vivienda o Estado de derecho.
¿Qué aprendemos cuando aprendemos otra lengua?
Uno de repente se sitúa en una posición asombrada, una posición muy contraria a las dinámicas capitalistas de entender nuestra relación con el mundo a través de la posesión. En las lenguas lo que tienes, si acaso, son grandes dudas, grandes errores, hermosas posibilidades de desvariar de lo que se espera. Por otro lado, en el aprendizaje de lenguas minorizadas del Estado, con lo que te encuentras es con grandes dificultades para encontrar libros en asturiano en Madrid, para encontrar clases de gallego más allá de una escuela oficial de idiomas en mi comunidad autónoma, para encontrar formas de examinarte… Esas dificultades de aprendizaje, que no se tienen al enfrentarse al francés, al italiano o al alemán, también acaban por demostrar una forma de estar en el mundo y, sobre todo, una forma de resistir que es la que presenta la variedad lingüística del Estado español frente a un discurso mono-: monolingüe, monopolítico y también monopólico.
¿A qué se debe ese gusto del poder por todo lo mono-?
No hay mayor ficción que la del poder. Si molestamos es porque desnudamos su artificio, una imaginación al servicio de los privilegios de un discurso que no casa ni con la diversidad implícita del Estado español ni con las personas que somos. Tampoco casa el monolingüismo que tanto defiende el poder con un Getafe donde se habla árabe, donde se habla chino, donde se habla rumano, donde se habla búlgaro. Creo que el poder tiene una especie de pudor frente a lo otro porque podríamos descubrir que estamos en un mismo juego, que es el de las narrativas, y que tan ficcional es una idea que nos lleva directamente en Alsa desde Pelayo hasta nuestros días, como la posibilidad de ejercer otras genealogías, otras conexiones.
Frente a la trampa de que las identidades se defienden desde la beligerancia, como si no hubiera sitio para todas, dices: «Defender una lengua es defender el lenguaje, defender una identidad es defender la diversidad».
Se nos echa en cara ese argumentario de que todo no cabe, de que es imposible sostener una diversidad lingüística, o de cualquier tipo, pero ellos no tienen ningún problema de limitación cuando se habla de especular, cuando se habla de empresas del Ibex 35, cuando se habla de banca. No entiendo por qué nosotras debemos tener un rigor tan numérico sobre lo que cabe y lo que no, cuando una y otra vez las partes más desagradables del poder demuestran que nunca son suficientes las armas enviadas a un conflicto genocida, nunca son suficientes las cesiones hechas a la gran empresa, nunca son suficientes otras tantas cosas que no pasan por ser tipificadas con esa regla y ese compás que a nosotras, sin embargo, sí se nos pone como calibre.
Desde esa perspectiva, el castellano aparece como una lengua más dentro de esa diversidad, y no necesariamente una lengua del poder.
Una lengua hablada y ejercida por mis abuelas, sin posibilidades para la lectoescritura, habiendo sido víctimas de una posguerra y de unas faltas educativas irreconciliables, no puede ser para nada entendida como una lengua de poder, ni tendría que encontrar yo el orgullo de mis palabras en esas macrocifras poderosas que nos hablan de proyecciones, de podios, de millones y millones de hablantes que conseguimos, además, por una imposición histórica y colonial. Me interesa mucho más una lengua en la que yo pueda encontrar mis quiebros, encontrar mi acento y reclamar el idioma propio, que no está constituido por una noción de poder, sino por otra sensibilidad con la que uno se enfrenta al mundo y con la que la clase obrera, además, ha necesitado decir ciertas cosas.
Una perspectiva interesante a este respecto es tu experiencia como hablante de castellano cuando estabas estudiando en Estados Unidos.
Me habría encantado que la Oficina del Español, con su presupuesto de la Comunidad de Madrid y su dinero público, se hubiera ido a Estados Unidos para que descubriesen lo que significa ser una lengua minorizada, una lengua atacada, una lengua de pobres, y se lo trajeran de vuelta. También es la experiencia de la emigración española en Londres, la de los migrantes españoles en el franquismo en Suiza o en Francia. Si la lengua española, cuando ha salido y ha sido la de abajo, ha tenido unos estigmas por la rebeldía con que se pronunciaba, pues que con esa misma rebeldía se quede para tratar y para querer aquello que también le es propio desde un lugar más consciente.
Parece que esos nacionalismos excluyentes confunden lo que les amenaza. Prohíben conciertos en lenguas minoritarias, pero no en inglés, por ejemplo.
La correlación es absoluta. Desde la economía, la misma extrema derecha que atosiga a la trabajadora de a pie es la que abre las puertas a los aranceles de Trump; y desde lo lingüístico, la misma Comunidad de Madrid que se escandaliza porque las niñas vean Doraemon en euskera en los pueblos de Navarra es la que tiene un bilingüismo sometido al aprendizaje de la lengua inglesa en más del 50% de las escuelas e institutos públicos de nuestro territorio. Yo he estudiado Spanish History, no Historia española. Deberían aclararse un poco más en qué les genera miedo.
Luego está esa idea tan machacona de que las lenguas dan igual, de que lo que le importa a la gente es otro tipo de cosas. Si la derecha cumpliera con ese precepto, al entrar al Ayuntamiento de Valencia, lo primero que harían no sería cambiar el nombre y la toponimia oficial de València para quitar el acento grave que tiene en lengua catalana. Si tan poco importara, en Asturias, esta misma semana, se estaría oficializando la llingua asturiana sin ningún problema. Lo que se revela es que el sector más interesado en las lenguas, y más precisamente en la destrucción y el expolio de esta diversidad, ha sido siempre y es la derecha y la extrema derecha, mucho más que cualquier otro nacionalismo, mucho más que cualquier otra línea ideológica.
Hay otro idioma que atraviesa el libro: la poesía.
Los idiomas minorizados y la poesía se parecen, para empezar, en aquello por lo que el poder va en detrimento de ambas: son cosas que no sirven para nada, difíciles de entender, cosas susceptibles de padecer recortes, de quedar fuera de los programas, de quedar fuera de la acción de gobierno de las instituciones públicas. ¿Cómo no va a ser la poesía vecina absoluta de cualquiera de estos idiomas si en una misma cárcel franquista podía estar desde una pedagoga como Justa Freire hasta un poeta como Miguel Hernández o un filólogo como Aníbal Otero? Si hemos compartido celda en la prisión, está claro que compartimos también muchas más cosas, entre ellas el cariño por el lenguaje. Y por un lenguaje, además, no supeditado a la servidumbre, sino dispuesto a la utilidad, que son cosas radicalmente distintas.
El libro tiene también algo de antología, de un repaso de tus autores y autoras fundamentales en todas estas lenguas.
Viniendo de la escritura poética, en el ensayo me ha parecido muy hermosa la posibilidad de nombrar directamente, con nombres y apellidos. Por supuesto, a las decenas de poetas que van tejiendo el discurso, pero también, de repente, a un Dionisio Tejero Tejero, mi bisabuelo. Una estirpe para nada noble, para nada adherida a los derechos de sangre, pero sí profundamente genealógica. Que además hace músculo y demuestra que si hay una Isabel López Lajas escribiendo en valverdino en el siglo XIX, una Luzia Dueso escribiendo en aragonés o un Ánchel Conte haciendo lo propio, es que entonces no hablamos de entelequias. La defensa de las lenguas tiene que ver con lo que ya viene siendo, con un corpus literario civil que acaba por deshacer esa idea de lo minoritario. Al ser tantas las voces, tantos los nombres, tantos los versos, se hace muy difícil seguir pensando estas lenguas desde la idea de lo pequeño.
Dentro de esa capacidad de nombrar a la que te referías, encuentras una herramienta con la que jugar: las etimologías.
La memoria, si es algo, es la antítesis a lo unívoco. Desde ese punto de vista, tan importante es reivindicar las memorias fácticas que conllevan ejemplos palpables como hacer acopio de otro tipo de memorias. Y para mí la etimología está ahí. Para encontrar de repente cosas que ya vienen siendo dichas. Uno se da cuenta desde el asturiano, por ejemplo, que la fuercia es tanto la violencia impuesta como la capacidad de resistencia frente a esos mismos golpes y ese mismo cacareo. Uno se da cuenta desde el gallego de que es mucho más necesaria la aperta que el abrazo, porque habrá que dar cariño que signifique apertura, no cariño que signifique enclaustramiento y encierro. Hay una posibilidad hermosa de hacer memoria también en el lenguaje, que además nos sitúa en una relación mucho más emancipada con las palabras. Somos, en nuestra pronunciación y en nuestra enunciación, quienes determinamos, por ejemplo, si el pasado tiene que ver con lo pretérito, con lo anegado, triste y musealizado, o con su forma léxica: la de ser participio, la de ser participable.
Pero las políticas de lo lingüístico a menudo no tienden a fomentar ese ejercicio de apropiación, sino más bien a fosilizar a través de la norma.
Hay una voluntad muy curiosa de buscar problemas en hechos que las lenguas han sido capaces de resolver hace décadas. La lengua siempre ha sabido confraternizar con su diversidad interna. El gallego es también el gallego de una poeta como Luz Pichel, construyendo el lenguaje desde un lugar completamente contrario a la normatividad de la Real Academia Galega. El asturiano es también el asturiano de Rodrigo Cuevas, dándole la vuelta a la lengua como si fuera un calcetín. Y el catalán es aquello que los hijos de Agustí Bartra y Ana Murià, desde Ciudad de México, se dedicaban a escribir pensando y con miedo por cometer errores gramaticales, pero habiendo heredado esa lengua a pesar del exilio. Hay dos formulaciones en cómo miramos la lengua, y una de ellas tiene que ver con lo mortuorio y otra con lo vivo. Quien atiende a lo vital se va a dar cuenta que la koiné ha podido existir en Euskal Herria desde un Gabriel Aresti y desde un año 68 y eso no ha parado a las escritoras navarras o vascofrancesas en la representación de la dialectología propia y el ensanchamiento del idioma. Si uno mira la lengua desde lo mortuorio, desde esa idea de lo que no puede sostenerse, quizá debería hacer un poco de introspección, porque a lo mejor no es que la lengua muera, sino que él o ella la está matando.
Otra de las trampas que señalas es la del uso folclórico o turistificado de las lenguas.
El exponente más llamativo de esa idea ornamental es el «Eguberri on, Bon Nadal, Feliz Navidad» de nuestro jefe de Estado cada 24 de diciembre. Raro es el día en el que al ir a la residencia de Marivent se diga un bon dia al jardinero o a la camarera o a la persona que esté trabajando en esas inmediaciones. Esto es muy peligroso porque permite una brecha, que es la de habitar matando, un Feijóo que nos propone que Galicia es un país bilingüe, pero ni se cree que Galicia es un país ni mucho menos que bilingüe. Es evidentemente un discurso con aristas y, sobre todo, incongruente hasta la saciedad.
Tras todo este camino, ¿cómo crees tú que se puede defender una lengua minorizada hoy, en 2025, en este país?
Se empieza dejándola en paz. Solo con cesar en la violencia, con cesar en lo que cercena, ya habría una bocanada de aire tremenda con la que todas las lenguas de este Estado empezarían a transitar una dinámica mucho más agradable. Una vez hecho eso, hay que entender la oficialidad tal y como la nombramos: si es cooficial, ese «co-» me toca tanto a mí como al de Bilbao. La política cultural tendría que promover y entender el Estado en el que nos hemos constituido, hacer caso a lo que ya son nuestra Constitución y nuestros Estatutos de Autonomía. No hacen falta grandes empresas. Ojalá, y serían bienvenidas. Por supuesto que hay proyectos emocionantes que se podrían hacer. Pero creo que en nuestro 2025, con que dejáramos a las lenguas salir a la plaza, como ya pedía el euskera en 1545, ya estaríamos haciendo bastante.
¿Qué lenguas estás aprendiendo ahora, Mario, y qué tal van?
Pues estoy muy gozoso. Las lenguas tienen que ver con personas y tienen que ver sobre todo con amores. Ahora estoy descubriendo la posibilidad churra, que se extiende por todo el País Valenciano y acude hasta Aragón, una interferencia territorial en la que hay usos castellanos, aragoneses, valencianos y catalanes, y que me interesa un montón porque me interesa quien lo porta en los labios. Y luego me encantaría afianzar más el euskera. Es una de las lenguas que no transito desde la cotidianidad, y que recuerda la posibilidad de querer en estas lenguas más allá de saberse la última de sus reglas gramaticales. Cuando se habla del compromiso y del respeto del acercamiento a las lenguas, nadie nos está pidiendo que nos sepamos el pluscuamperfecto al dedillo. Se nos está pidiendo dejar vivir, disfrutar y gozar. Si además de tener una amapola, puedo tener una papoula, una rosella y una chimeleta, no tengo una, tengo cuatro. ¿Cómo no voy a querer palabras diversas y diferentes que me van a dar más posibilidad de enunciación y, por tanto, más posibilidad de pensamiento? Si puedo pensar con más palabras, puedo actuar de más maneras posibles.
No abundan mucho hoy día las mentes abiertas y razonantes como la de Mario. Y doble mérito teniendo en cuenta que vive y es de la Comunidad más españolista e «imperialista» del reino de España. Sólo hay que ver a los «progresistas» y «brillantes» representantes «políticos» que esa Comunidad elige.
El sistema quiere un pensamiento único, un idioma único, todos uniformados e idénticos, así somos manejables como un rebaño de borregos.
Toda la razón del mundo: «Defender una lengua es defender el lenguaje, defender una identidad es defender la diversidad».