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¿Cuánto cuesta cavar una tumba?
La película 'The Village Next to Paradise', del director austriaco-somalí Mo Harawe, ha ganado el Premio a Mejor Largometraje de la sección oficial de Hipermetropía del Festival de Cine Africano Tarifa-Tánger, así como el Premio Acerca de la Cooperación Española y el premio a la Mejor Actriz. La cinta nos muestra cómo una familia atípica somalí lucha por salir adelante en un entorno devastado por la violencia y la desesperanza.
–¿Cuánto cuesta cavar una tumba?
–Depende de la dureza del suelo. Y de si es un adulto o un niño.
En realidad, Mamargrade no ha dado la respuesta completa. También depende de si el cadáver está entero o despedazado. El enterrador lo sabe bien porque fue el encargado de dar sepultura a las decenas de víctimas de un atentado yihadista en un mercado cerca de su pueblo. De hecho, fue uno de los datos que expuso en una entrevista de trabajo con la empresa que contrató el hospital local para inhumar a las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales cometidas por los drones estadounidenses.
Son tantas las muertes causadas por las aeronaves que a la compañía le sale más barato abrir los túmulos con excavadoras que pagar los sueldos miserables que cobran hombres como Mamargrade por hacerlo con una de sus escasas posesiones, una pala. Su primera reacción al enterarse de la nueva fórmula es preguntarse si los familiares de los muertos aceptarán que les entierren con maquinaria. Después, se da cuenta de que no tienen la posibilidad de decir “no”. Son demasiado pobres, como él, que terminará por intentar ser contratado para manejarla él mismo.
En la escena de la película, quien le pregunta por el precio de abrir una tumba es una mujer madura sentada en el pasillo de un hospital herrumbroso. Los drones estadounidenses han ido matando a cada uno de los miembros de su familia hasta acabar horas antes con la última que le quedaba: su hija menor. «No tiene sentido tener hijos, mueren jóvenes», le dice a Mamargrade, otro de los protagonistas de The Village Next to Paradise, que además de ganar la sección oficial de largometrajes Hipermetropía de la 22ª edición del Festival de Cine Africano Tarifa-Tánger, también ha recibido el Premio Acerca de la Cooperación Española y el premio a la Mejor Actriz.
A través de los esfuerzos de este enterrador, mecánico, chófer y todo lo que haga falta por salir adelante; los de su hijo por estudiar en un colegio sin apenas profesorado y en el que la directora enseña a los niños a tirarse al suelo cuando escuchan el desquiciante vuelo de los drones; así como los de su tía, una mujer divorciada que para montar una sastrería y así ser autónoma vende hojas de khat –con las que muchos de sus vecinos se drogan buscando olvidarse de sus vidas–, nos adentramos en un desierto en el que sólo hay una asfixiante desesperanza y una absoluta falta de horizonte, el mejor sustrato para grupos yihadistas como el de Al Shabab, que opera en Somalia y tiene presencia en otros países del Cuerno de África.
La normalización de las ejecuciones extrajucidiales
En Gaza, Cisjordania y Ucrania, el siseo de los drones representa no sólo la multiplicación de las víctimas mortales, sino también el terror psicológico con el que Israel y Rusia torturan a sus poblaciones. Para los periodistas, la propagación de estas armas, para las que no hay chaleco antibalas que valga, ha disparado los riesgos que conlleva cubrir guerras, especialmente en aquellas en las que nos hemos convertido en objetivo a abatir.
Sin embargo, en países como Somalia, Estados Unidos lleva más de dos décadas empleando los drones como un pilar estratégico de su llamada “guerra contra el terror”. La primera vez que Washington empleó este arma para asesinar a presuntos terroristas fue en 2001 en Afganistán. Desde entonces, también ha empleado los ataques con drones de manera sistemática en Pakistán, Yemen, Iraq, Siria y, puntualmente, en Libia. Así ha conseguido normalizar las ejecuciones extrajudiciales –una incontestable violación del derecho internacional humanitario- hasta conseguir que no sean noticia.
Barack Obama fue tildado como “el presidente de los drones” por aumentar significativamente su uso, pero es Donald Trump –quien se jactaba de no haber iniciado ninguna guerra– el que más los ha empleado y el que suprimió todas las restricciones que aprobó su predecesor. En los primeros meses de su primer mandato, el magnate derogó las limitaciones que Obama había impuesto a las agencias estadounidenses para autorizar ataques en zonas no consideradas de “hostilidades activas” y en las que había altas probabilidades de matar a civiles –en estos casos, solo podían aprobarlo altos cargos–. Trump también acabó con la obligación que tenían estos organismos de publicar las bajas de civiles y amplió las zonas en las que se puede bombardear, como la que aparece reflejada en la ópera prima del director somalí Mo Harawe.
Según Bureau of Investigative Journalism, en los primeros dos años de presidencia de Trump, se llevaron a cabo 2.243 ataques de drones frente a los 1.878 lanzados durante los ocho años en la Casa Blanca de Obama. De los 263 bombardeos con drones ejecutados en Somalia, 202 tuvieron lugar durante el mandato de Trump. Estos habrían provocado la muerte de 2.500 presuntos yihadistas y 300 civiles, según la ONG Airwars, dedicada a monitorizar el uso de estas armas. En su segundo mandato, Trump ha relanzado los bombardeos con drones en Somalia y Yemen, donde el diario británico The Guardian ha documentado el asesinato de familias enteras, incluyendo mujeres y niños.
Somalia, uno de los vertederos de Occidente
En The Village Next to Paradise, que fue estrenada en la selección oficial del Festival de Cannes, vemos a mujeres manifestándose contra la pesca extranjera que les ha dejado no sólo sin trabajo, sino también sin comida. Como las empresas españolas, que, según una investigación de la ONG One Earth Future revelada en 2015, eran entonces la tercera flota que más saqueaba los recursos pesqueros del Cuerno de África.
Otro de los personajes de la cinta cuenta cómo la tripulación de una de esas embarcaciones confundió la panga en la que él pescaba junto a sus padres con un barco pirata. Le lanzaron agua a presión. Su madre se ahogó. Desde 2008, la Unión Europea tiene operaciones militares desplegadas en esta región para proteger a sus embarcaciones de pesca. Además, muchas de estas llevan seguridad privada y cuentan con tecnología puntera de defensa para protegerse de aquellos a quienes llevan décadas arrebatándole el sustento.
Otro vecino de la aldea explica cómo vio enfermar y morir a varios familiares por los residuos tóxicos que algunas empresas europeas vertían en las costas somalíes en los años 90. Sobre todo, compañías suizas e italianas que convirtieron la costa de Somalia en un vertedero en el que arrojaban contenedores y barriles llenos de desechos industriales y hospitalarios con elementos químicos como uranio, plomo, cadmio y mercurio. Cientos de personas murieron envenenadas tras sufrir dolorosas infecciones respiratorias, úlceras bucales y cutáneas, así como hemorragias abdominales y nasales. Muchas otras arrastran secuelas hasta hoy.
No es la religión, es el capitalismo depredador
Desde que en el siglo XIX Somalia se convirtió en una colonia italiana, Occidente ha tratado a este país como un vertedero de la dignidad, un pueblo de miserables cuyas vidas importan tan poco como sus muertes, gente a la que se puede envenenar, explotar y aniquilar sin necesidad de poner excusas ni rendir cuentas por ello. Y cuando osan huir a Europa en busca de la posibilidad de una existencia mínimamente deseable, la Unión Europea y sus Estados miembros pagan a las autocracias mafiosas del norte de África para que les encarcelen y los devuelvan a la casilla de salida.
Quienes logran zafarse de todos los obstáculos y subirse a una barcaza, se encontrarán con un mar convertido en frontera y fosa. Aun así, el 15% de la población somalí, más de dos millones de personas, vive en el extranjero. Sus remesas alivian mínimamente las necesidades del 45% de los hogares somalíes.
Como en tantos otros lugares, el yihadismo tiene poco o nada que ver con la Islam y todo con la desesperanza y la desesperación. Su principal motor es el capitalismo depredador, azuzado durante décadas por Occidente y, cada vez más, por Rusia y China. La creciente desigualdad, las consecuencias mortíferas de la crisis climática, la cooperación entre ejércitos, mercenarios y empresas extranjeras con los caudillos locales para expoliar los escasos recursos, así como la falta de vías seguras para migrar empujan a muchos jóvenes a buscar consuelo en la religión, otros se enrolan en las milicias yihadistas para conseguir unos ingresos mínimos, así como protección frente a otros actores armados y un sentido de pertenencia. Otros muchos son reclutados forzosamente.
Un mundo cada vez más desigual no es sólo un mundo más injusto, sino también más inseguro y conflictivo. De hecho, asistimos al mayor número de guerras desde la II Guerra Mundial y para construir paz hay que revertir los factores citados que nos están llevando al abismo.
Mientras, como como hemos constatado en todos estos escenarios y como muestra La aldea más cercana al paraíso, no hay barriles de uranio, ni drones asesinos ni pesqueros militarizados que puedan con la determinación del ser humano a salir adelante: así sea cambiando la pala por la excavadora para inhumar.
“Aprendo rápido”, le dice Mamargrade a quien tiene que decidir si le contratará. Cuando todo lo que le ofrece es un puesto de ayudante auxiliar por el que cobraría aún menos que lo que consigue por su cuenta, recibe una llamada de quien le suele encargar conducir camionetas cargadas con mercancía de contrabando. Esta vez tampoco pregunta qué transportará, pero será algo más peligroso que el alcohol. Y lo hará para poder poder pagar un colegio a su hijo en el que sí haya profesorado y en el que aprenda algo más que a tirarse al suelo y cubrirse con las manos la cabeza cuando escuche sobrevolarle un dron. Y al responsable de tanto dolor no lo llamarán criminal sino presidente, y no lo encarcelarán, sino que dará órdenes desde la Casa Blanca.