Este artículo forma parte del especial ‘Paren las máquinas’, publicado en #LaMarea100. Puedes conseguir la revista completa aquí.
En su primera entrevista tras anunciar que se quedaba al frente del gobierno, Pedro Sánchez vinculó directamente la salud democrática del país a la noción de un periodismo honesto. Afirmó que los bulos y la desinformación no eran una cuestión que solo le afectaban a él de manera personal, sino que incidían en la convivencia y la democracia. Sorprendía, de esta forma, que el presidente pidiera a los medios de comunicación que no se dejaran arrastrar por la denominada «máquina del fango». Esta terminología, acuñada por Umberto Eco, sirve desde hace tiempo para referirse a un tipo de periodismo que, en lugar de informar, se dedica a mentir.
Las palabras del presidente me hacían recordar las expresadas por el periodista David Beriain, quien en 2021 afirmaba: «Mientras haya periodismo, y no me refiero a los medios de comunicación que se han cargado parte de la esencia de la profesión, sino a las personas que hacen periodismo, tendremos democracia. Estaremos informados de la manera más exhaustiva, honesta, imparcial y ecuánime posible».
La cuestión que está en el centro de estas reflexiones tiene que ver con una serie de variables que llevan mucho tiempo amenazando al periodismo y que conectan con las estructuras de poder. Cuando el presidente Sánchez habló, sin especificar, de pseudoperiodismo y páginas webs que fabrican mentiras, apuntaba directamente a medios de derecha y ultraderecha que campan a sus anchas en el lodazal del discurso del odio. En un reciente estudio, que realicé junto la profesora Laura Manzano, ya pusimos de manifiesto el tono incendiario de publicaciones como OK Diario y Libertad Digital para referirse al 8M durante los años 2020 y 2021. En un sistema mediático híbrido, estos medios tomaron el discurso de la ultraderecha para respaldar su terminología difamatoria: «aquelarres sectarios», «manifestaciones asesinas», «criminalas», «infectódromos» o «Unidas Pandemias» fueron algunas de las expresiones para profundizar en un uso falseado de la información como estrategia de homofilia antifeminista que se retroalimentaba en las redes sociales. Eso también era máquina del fango.
Nos podemos preguntar si señalamos solo a los medios de ultraderecha como los que se regodean en el barrizal de la desinformación. El análisis demuestra que no. Entre 2014 y 2016, el periódico ABC se encargó de publicar sucesivas informaciones sobre una supuesta financiación ilegal de Podemos, que fue también secundada por medios como El Mundo. De nuevo aparecía el lodo informativo, que Sánchez vivió en sus propias carnes cuando el diario El País emprendió una campaña, de acoso y derribo, para impedir un gobierno de coalición con Podemos en 2016. En el editorial «Salvar el PSOE», el periódico madrileño llamaba a Sánchez «insensato sin escrúpulos», mentiroso y cobarde, entre otras lindezas. La respuesta al por qué de este tratamiento de El País la proporcionó en 2022 el que fue su director, Antonio Caño, que confesó en Twitter: «Hace cuatro años intentamos evitar desde El País el pacto de Sánchez con populistas y separatistas porque creíamos que eso era malo para la izquierda y para España». Más barro para el periodismo. La televisión también es un buen ambiente para que el cieno prolifere. Desde medios tildados de progresistas, como La Sexta, donde informaciones «burdas»sin contrastar van para adelante, hasta otros como Telecinco, que este mismo lunes sentaba a Eduardo Inda en una tertulia para que afirmara que el actual Ejecutivo gobierna con ETA. Justo después del anuncio de Sánchez y su referencia a los bulos, Inda, que ha sido condenado por mala praxis informativa y falsedades, afirmaba en un debate televisivo que ETA es socio del actual gobierno de coalición.
Sirvan estos ejemplos como breve muestra de la deriva de una profesión que se encuentra, además, totalmente desprotegida. Se ha hablado estos días de la posibilidad de aprobar una ley de medios, pero ya casi nadie recuerda que había un proyecto de Estatuto del Periodista. Antes de llegar al gobierno, Rodríguez Zapatero se comprometió a aprobarlo para poner fin a la etapa de «mayor control y manipulación informativa de los últimos 25 años». Recordemos que este país había vivido los enfrentamientos entre dueños y periodistas de Prisa (llamados los serbios) y sus colegas de El Mundo, ABC y la COPE, entre otros (los que formaban el sindicato del crimen). La máquina del fango contó entonces con la implicación del juez Gómez de Liaño, que aceptó una querella contra Jesús de Polanco y Juan Luis Cebrián, entonces valedores mediáticos del PSOE, imponiéndoles la imposibilidad de salir al extranjero. La intrahistoria de la denuncia se encontraba en limitar y poner fin al poder del grupo Prisa y el final de todo aquello se saldó de forma rocambolesca. Gómez de Liaño fue condenado por prevaricación y expulsado de la carrera judicial en 1999 e indultado después por el gobierno de José María Aznar. En términos mediáticos, las aguas se calmaron cuando el Partido Popular pudo desarrollar su proyecto Telefónica Media, mientras conseguía también influencia sobre la televisión pública. Por cierto, en abril del 2004 el pleno del Parlamento europeo aprobó un informe en el que denunciaba la manipulación de TVE en la guerra de Irak y la cobertura del 11-M.
Toda esta máquina del fango, que ya funcionaba hace 20 años, fue decisiva para la redacción del proyecto de Estatuto de la Profesión Periodística. Podemos así recordar que se incluía un anexo relativo a la conducta de los periodistas, donde se recogían cuestiones como que «el periodista considerará como faltas profesionales graves: el plagio; la distorsión mal intencionada; la calumnia, la maledicencia, la difamación, las acusaciones sin fundamento».
También existía un código deontológico que afirmaba, entre otras cosas, que los periodistas se encuentran obligados a «difundir únicamente informaciones fundamentadas y contrastadas, evitando siempre afirmaciones o datos imprecisos y sin base suficiente que puedan lesionar o menospreciar la dignidad de las personas, sus derechos al honor, la intimidad y la vida privada y a la propia imagen o provocar daño o descrédito injustificado a instituciones públicas y privadas, así como la utilización de expresiones o calificativos injuriosos». Pero si toda esta parte es interesante, todavía es más destacada la que se refiere a la responsabilidad. Se establecía así que si se demostraba una violación grave de los deberes éticos «exigida o alentada por la empresa informativa o como parte de una pauta editorial, tal empresa será sancionada con multa del 1% de sus beneficios netos, conforme a la correspondiente declaración en el Impuesto sobre Sociedades. En caso de reincidencia, la sanción puede elevarse hasta el 10% de los beneficios netos». Encontramos aquí una manera de blindar el derecho a la información veraz como protección, asimismo, de la democracia.
Sin embargo, el Estatuto nunca fue aprobado. Y la máquina del fango no se detuvo. Dice el refranero popular que «de aquello polvos, estos lodos». La verdadera pregunta ahora es si el gobierno de Sánchez tiene alguna intención de regular los medios y la profesión periodística o si solo ha sido una puesta en escena en la que nos faltan muchas claves por entender. Si se confirma esto último, la democracia continuará desprotegida y amenazada, mientras los medios seguirán funcionando como aparatos ideológicos del sistema.